Estela sentía asco de su vida, de su destino.
Cada noche, desde hacía unos meses, acudía a los aposentos del califa para dormir en su cama. Le odiaba.
Él la miraba, olía su perfume, sentía su cercanía entre las frescas sábanas, pero jamás la tocaba.
Al-Nasir estaba completamente enamorado, perdido por ella y herido por su indiferencia.
—Estela… si supieras el dolor que siente mi corazón. —Miró dentro de sus ojos, en aquel mar azul, y como siempre los halló vacíos, casi helados.
Ella suspiró. También había buscado en los suyos respuestas, por ejemplo, a la brutal ejecución de su hermana Blanca. Cuatro meses después del terrible suceso, ella no lo olvidaba. No quería hacerlo.
—Sé muy bien lo que es tener dolor en el corazón; me habéis producido tanto…
Al-Nasir empezaba a estar harto.
Se había humillado demasiadas veces pidiéndole perdón, a pesar de no sentirse culpable. Le enfermaba su corta gratitud cuando él había salvado su vida de manos del visir.
Se levantó del lecho de almohadones donde descansaba y resopló enfurecido. De una patada hizo volar por los aires una mesita con una bandeja de fruta.
Estela se inquietó. Estaba crispado y fuera de control. Tiró al suelo un armario lleno de porcelana y luego estrelló un enorme jarrón de vidrio. Cerró los puños y apretó la boca lleno de ira. Se rasgó la túnica por la mitad y fue hacia ella. Estela se acurrucó asustada creyendo que le iba a pegar.
—¿Qué he de hacer para que me ames? —le habló tan cerca que ella pudo sentir el calor de su aliento. Estela no se atrevió a moverse—. Pídeme lo que más desees… te lo daré todo. ¿Quieres ser la dueña de esta ciudad, o acaso prefieres mi reino? ¿Joyas, o las más hermosas ropas? Todo sería tuyo, todo… con sólo amarme un día, una noche…
Estela irguió el pecho y alzó la barbilla en un gesto lleno de orgullo.
—Lo que de verdad deseo no me lo concederéis.
—Pruébalo…
—¡Mi libertad! —exclamó sin ninguna esperanza.
—¿Eso es todo lo que quieres?
—No. No sólo. También veros un día muerto… —Ahora le miró de frente, sin demostrarle temor alguno.
—¡Calla! —exclamó desesperado—. Por Allah bendito, ¿pero qué he de hacer contigo? ¿Qué más pruebas necesito darte? Te he respetado desde aquella tragedia. No he vuelto a tocarte. Te trato con delicadeza, y después de todo, lo único que recibo de ti es tu odio, un odio profundo y salvaje. —Caminó decidido hacia una pared de donde colgaban unas armas. Se hizo con dos dagas doradas.
—¿Deseas verme muerto? —volvió hasta su lado—. Es eso lo que quieres, ¿verdad? —Le entregó los afilados aceros y se abrió la túnica mostrándole su pecho—. ¡Hazlo entonces, pero con tus propias manos! ¡Cumple tu deseo!
Estela se aferró a los puñales hechizada por su azulado brillo. Dirigió uno hacia su corazón y el otro hacia el vientre. Miraba su piel y la imaginaba abierta y herida, sangrando hasta hallar la muerte.
Inspiró una larga bocanada de aire, pero no consiguió que entrara en sus pulmones. La tensión le oprimía el pecho. De repente dudó si aquello era lo que de verdad quería hacer. Odiaba a aquel hombre, más que a nada en el mundo, pero si lo mataba se convertiría en un ser tan execrable como él. Sería una asesina.
—¡Termina de una vez! —le gritó el califa.
Estela le miró a los ojos. Podía hacerlo, pero no quiso. Tiró al suelo las dos dagas y se puso a llorar. Al-Nasir dudó qué hacer, aunque sólo deseaba abrazarla. El hecho de no haberle atacado significaba que sentía algo por él, algo mejor que odio. Si no lo hizo por un reflejo de compasión, arrepentimiento, o falta de valor, le daba igual. Estela había dispuesto de su vida y no se la había arrebatado. Sintió que la amaba aún más que antes.
Acercó un dedo a su mejilla para retirarle una lágrima y el simple contacto con su piel le trasladó al paraíso. Siguió el rastro de otra hasta sus labios y los recorrió despacio, de forma sensual.
—Te deseo… —Apartó de su frente un largo rizo, y lo rozó entre los dedos.
Estela le miró seria, harta de él y de su insistencia.
—Buscad a otra que pueda disfrutar de vos. Jamás me tendréis, aunque os creáis con derecho sobre mi cuerpo, nunca seré vuestra.
—No entiendo por qué tengo que aguantar esto… ¿Sabes? ¡Estoy harto de ti, de tu orgullo, de tu crueldad!
Llamó a gritos a su guardia personal.
Tres imesebelen entraron de inmediato con las espadas en mano alarmados ante tanto vocerío. Estela reconoció entre ellos a Tijmud.
—¡Encerradla esta noche en las mazmorras! —gritó al-Nasir fuera de sí.
Los dos guardianes la recogieron del suelo y Tijmud preguntó al califa qué castigo deseaba para ella.
—Azotadla a primera hora de la mañana en la gran plaza, bajo el minarete. Ésa es mi voluntad… Una serie de veinticinco latigazos… no, mejor dos. Y luego dejadla encadenada allí durante tres días, para que todos la vean.
Se acercó a la ventana y pudo sentir el frescor de la noche sobre su ardiente rostro. Luego buscó su Corán, el más hermoso de todos los libros que poseía. Escribió algo en una hoja de pergamino, la dobló y la introdujo entre sus páginas. Lo hacía siempre que se trataba de algo importante.
—¡Esperad! —exclamó de repente el califa cuando ya salían de sus aposentos.
Al-Nasir se acercó hasta ella y le miró a los ojos.
—Si ahora me pidieses perdón, te evitaría ese martirio… Es tu última oportunidad… ¿Qué dices?
—Podréis herir mi cuerpo, teñir de sangre mi piel, pero jamás conseguiréis mi corazón —contestó sin temor.
Al oír aquello, al-Nasir sintió en su alma una desgarradora herida, peor que si le hubiera clavado las dagas. Nunca había amado por igual a otra mujer, pero nada podría evitar ya su castigo.
—¡Lleváosla de aquí!
A la mañana siguiente, tras la primera oración, Estela fue arrastrada hasta la base del minarete y atada a un pilar de madera. Cinco imponentes imesebelen la protegían del público que empezaba a congregarse a su alrededor.
Uno de ellos era Tijmud. Observó cómo le temblaban las piernas y se sintió afectado. Se le doblaban solas, ajenas a su función, y cuando la mujer parecía estar a punto de derrumbarse, éstas recuperaban la tensión necesaria para sujetarla otro poco más. Los codos, brazos, todo su cuerpo sufría periódicas sacudidas como consecuencia del terror que al parecer sentía.
Estela había decidido no gritar y aguantar todo lo que pudiera los golpes, por duros que fueran. Pensó en sus hermanas y decidió ofrecer ese sacrificio.
—No le hagáis daño… es buena… —Una voz dulce e infantil atrajo su atención.
Estela levantó la cabeza y vio a una niña de unos ocho años, de mirada limpia y sincera. La pequeña estiró una manita ofreciéndole sus pocas fuerzas, su apoyo, como si así pudiera ayudarla. Su padre, al advertir el gesto, la regañó advirtiéndole que se trataba de una hereje, una sucia cristiana. De los ojos de la pequeña brotaron las lágrimas. Su inocencia conmovió a Estela antes de perderla de vista, en el preciso momento en el que llegaba el visir.
—¿Eres tú Estela de Malagón? —le gritó.
—Soy yo —contestó con un frágil hilo de voz.
—Muy bien, entonces empecemos cuanto antes. —Se oyó un murmullo de satisfacción entre el público. El hombre se dirigió a los soldados y señaló a Tijmud.
—Empezarás tú. —Le pasó el látigo.
El guardián recogió el cuero y miró a la mujer atribulado. Le habían entrenado para matar en defensa de su califa, y nunca antes le había temblado el pulso cuando se había dado la oportunidad, pero aquello era distinto. La joven estaba indefensa y además la conocía.
De cualquier manera, comprendió cuál era su obligación y se dispuso a obedecer la orden.
—Empezad ya, y sed firme. —El visir desgarró la camisola de Estela por la mitad—. Eso es lo que desea vuestro califa, a quien le debéis todo, hasta vuestra propia vida.
Tijmud inspiró en profundidad y sacudió el látigo dos veces en el aire antes de hacerlo sobre la chica. Un tenso silencio acompañó a su primer latigazo. Junto al chasquido del cuero sobre el cuerpo de la mujer surgió un leve murmullo de dolor. La gente vitoreó la acción, ansiosa de sangre. El segundo golpe le rasgó la piel abriéndole una herida desde la base del cuello hasta la mitad de su espalda.
El visir le mandó parar, y se dirigió a la castigada. Le agarró del pelo y se lo retorció para obligarla a mirar a los presentes.
—Observa sus caras, furcia… ¿Ves cómo disfrutan?
Ella no contestó. Sintió la espalda abierta y un agudo dolor en su carne descubierta, pero todavía se sintió capaz de soportarlo.
—Sigue —se dirigió de nuevo a Tijmud—, y hazlo sin piedad. Busca su costado y dale con todas tus fuerzas.
Tijmud tensó los músculos del brazo y le asestó una serie de diez latigazos sin ningún descanso entre ellos. Como si se tratase de una cuchilla, allá donde golpeaba se le abría la piel lacerándola, violando su sedosa textura. Estela gritó con los últimos azotes, incapaz de resistir más aquel terrible dolor. Le ardía la espalda.
Tijmud se limpió las manos de sangre y se acercó a ella para comprobar cómo se encontraba. Con disimulo le habló cerca del oído.
—Odio hacer esto… —susurró—. Perdonadme.
Estela le miró a los ojos y le disculpó entre sus propios quejidos de dolor. Aunque fuera su verdugo, le perdonó. No le hizo falta decírselo, él lo notó, lo supo, y sintió una sensación desconocida e irreconocible. Era como un raro impulso que parecía empujarle a evitarle más dolor, a protegerla. Le faltaban todavía trece golpes. Nunca había sentido nada parecido. Pensó que debía de tratarse de aquello que algunos llamaban piedad, un sentimiento desconocido para él. Limpió el extremo del cuero, algo confuso, antes de continuar. Le fallaban las manos… El visir le gritó al oído para que siguiera, le insultó, incluso tomó una de sus manos para ayudarle a estallar el cuero sobre la chica.
Estela llenó los pulmones de aire y apretó los músculos de la espalda para recibir los siguientes latigazos. A medida que fue aumentando el número, el público empezó a inquietarse. Algunas mujeres protestaron por la dureza de la pena, otras les pedían a gritos que detuvieran esa carnicería, pero el visir no hizo caso ni a unas ni a otras. Tenía órdenes precisas del califa y estaba decidido a cumplirlas.
Estela esperaba con angustia la llegada del sonido silbante que precedía a cada azote, pero terminó pensando en otras cosas. Recordó su vida en Malagón y su pensamiento huyó en busca de la posada familiar. Allí se vio con sus hermanos, cuando todavía eran felices, y pensó en Diego. ¿Qué sería de él?
Un terrible dolor sacudió sus pensamientos cuando el látigo le rodeó las costillas, y su extremo, duro y cortante, le arañó en un pecho.
Apretó sus mandíbulas y esperó la llegada del siguiente azote mientras miraba a Tijmud. Vio en sus ojos compasión hacia ella, y pensó en él.
Desde la criminal ejecución de Blanca, aquel imesebelen, guardián de la princesa Najla, se había acercado varias veces hasta ella. Aunque apenas habían hablado, desde el principio notó algo en él especial, diferente a como eran el resto de aquellos desalmados guardianes. Y entonces se volvió a ver huyendo, junto a Blanca, por las calles de aquella ciudad, en aquella misma plaza. Recordó a un hombre con una flauta, y a su lado un cesto con serpientes, tocaba una dulce melodía cuando fue capturada.
De pronto se sintió muy cansada, sólo quería dormir.
Dejó de escuchar los golpes sobre su cuerpo y empezó a notar la cabeza pesada, muy pesada, y la dejó caer.
El visir, sensiblemente enojado, quiso saber si sólo disimulaba y se acercó para verla. Mandó a Tijmud detenerse al comprobar que había perdido el conocimiento. Esperó un momento a que volviera en sí y como no lo hacía, mandó traer un cubo con agua para reanimarla. Él mismo se lo echó por la cabeza y por su destrozada espalda, pero tampoco surtió en ella ningún efecto.
—¡Da igual! —resolvió—. Terminad con los azotes que le corresponden, y luego dejadla ahí; que cure sus heridas al sol.
Incapaz de seguir, Tijmud le pasó el látigo a otro imesebelen. El nuevo verdugo le asestó tal latigazo a Estela que resonó en toda la plaza. Como efecto inmediato, se produjo una incipiente protesta entre la gente. Fueron varios los que empezaron a insultarles, otros les tiraron frutas, piedras acusándoles de cobardes.
Aquel soldado, ajeno a lo que sucedía a su alrededor, continuó lanzándole el cuero una, dos, cinco veces más, hasta que de pronto Estela despertó y abrió los ojos espantada. Al verla, el visir detuvo el látigo con sus propias manos y observó lo que hacía.
Ella apretó los puños, lanzó un doloroso gemido, se incorporó con enorme dificultad desde el suelo y gritó. Lo hizo con tal desgarro que aquel sonido penetró en la conciencia de todos los allí presentes. Desde el interior del palacio Najla también lo oyó. Se encontraba junto a su hermano. Ambos se miraron horrorizados al ser conscientes de quién venía.
—Un día mataste a quien fue mi mejor amiga, Blanca. ¿Vas a permitir que ocurra lo mismo con ella?
Al-Nasir se tapó los oídos para huir de su propio martirio, pero Estela volvió a gritar, más fuerte que antes, mucho más, hasta que toda la ciudad la oyó.
Desde su cadalso Estela miró al visir con orgullo, y lejos de solicitar su clemencia, al escuchar el unánime clamor de la multitud reclamando piedad, escupió en el suelo con desprecio.
Algunas de las mujeres que chillaban, envalentonadas, se armaron con piedras y empezaron a lanzarlas contra los verdugos. El visir se hizo cargo de la grave situación y alzó la voz para hacerse oír.
—En el nombre de Allah, el benévolo, el misericordioso, escuchadme todos. —Alzó las manos en alto y volvió a repetirlo tres veces más hasta conseguir un completo silencio—. Como sabéis, nuestra Ley manda azotar en plaza pública al fornicador, a la adúltera, y al que acusa con falsedad. —Rodeó a Estela y le plantó las dos manos sobre su espalda tiñéndolas de rojo. Después se las enseñó a todos—. Os aseguro que la sangre de esta mujer no ha sido derramada en vano. Debéis saber que se trata de una infiel, una cristiana, una desviada que se ha atrevido a ofender a nuestro glorioso califa. Por eso, su pecado debía ser castigado, y así se ha hecho. Pero os acaba de ver rogándole a Allah por ella, tal vez pidiéndole su clemencia. Y quiero que sepáis que Allah os ha escuchado. Y en obediencia a su voluntad —levantó aún más la voz—, la flagelación queda suspendida.
Un clamor de aprobación recorrió a todos los presentes.
—Liberadla entonces —gritó un joven.
—Eso, eso… —corearon otros muchos.
—No debo —concluyó el visir—. Ha de terminar de pagar su delito. Seguirá atada a ese madero durante tres días, así es como lo ha querido nuestro califa.
La gente, murmurando en contra, empezó a repartirse por la plaza, que todos conocían como Djemaa el Fna, entre sus puestos de venta. También el visir, después de dar las últimas órdenes, se retiró de la plaza.
Tan sólo se mantuvo una guardia de dos imesebelen para evitar que los curiosos la atosigaran. Uno de ellos era Tijmud.
Pasado un rato, Estela volvió su mirada hacia él y observó sus ojos, tan oscuros como su piel, sin apenas fuerzas para soportar los agudos dolores que la recorrían.
—Tijmud, necesito beber.
—Mi señora, no puedo… Debéis entenderme.
—Por favor, te lo suplico. Me muero de sed.
Tijmud estudió el gesto de su compañero y comprendió que no lo aprobaría. Se acercó hasta él y en su idioma le habló al oído. Después llamó a un jovencito y le mandó traer una jarra con agua. El propio Tijmud la ayudó a beber.
—Gracias una vez más.
—Ahora descansad y no habléis más. Tratad de dormir para que no os agote el dolor.
—Tienes razón… Me siento muy cansada y me cuesta hablar…
—Trataré de ayudaros…
—¿Por qué lo haces?
—No lo sé… Cuando os veo sufriendo, siento que algo recorre mi interior, aunque no entiendo qué es…
Estela se abrazó al madero y cerró los ojos agotada. Era tan grande el tormento que no llegaba a identificar ni de dónde procedía. Pasado un rato, le pudo el agotamiento y terminó durmiéndose.
Aquella primera noche la pasó descompuesta, entre sus propios gemidos y un permanente dolor.
Cuando al día siguiente empezó a amanecer, un cálido rayo de sol templó sus mejillas y la hizo despertar. En cuanto abrió los ojos, buscó a Tijmud sin verle. Le había sustituido otro soldado que se negó a responder a sus preguntas. Pero por la tarde volvió y pudieron entonces hablar.
—Siento la espalda como si alguien me hubiera pegado sobre ella un cuero seco que tirase de mi piel desde todas sus esquinas —le confesaba Estela. Una dura costra de sangre la cubría por entero—. Hay momentos en que apenas puedo respirar de tanto dolor…
A media tarde, un sol de castigo cayó a plomo sobre la plaza dejándola solitaria. Tijmud aprovechó la circunstancia para aliviar las heridas de la espalda con agua fresca. Ayudado de un paño de algodón se las fue secando con cuidado.
—Háblame de tu familia —le pidió Estela.
—Un imesebelen no tiene familia.
—Eso es imposible.
—No lo es, señora. Por si no lo sabéis, nada más nacer, se nos separa de nuestros padres para llevarnos a una escuela especial. Allí se nos prepara a conciencia para que un día seamos los más fieles guardianes del califa. En mi caso, supe que me dejaron de recién nacido en una cuadra donde sólo había una camella. Nunca sabré cómo lo hice, pero al parecer me crié con su leche. Esa suele ser la primera prueba a que nos someten para ser buenos imesebelen. Aquel que demuestra tener suficiente instinto va en busca de la camella cuando su estómago arde de hambre. El que no, muere. Algunos, incluso, no logran asimilar la excesiva riqueza de su leche, y otros mueren pisoteados por sus pezuñas. Es así como funciona nuestra selección, desde el primer día se inicia un cruel triaje al que le sigue una infinidad de duras pruebas donde se pone en evidencia quiénes de nosotros son demasiado débiles y quiénes los elegidos para finalmente proteger al califa.
—¿Y el amor de una madre, la protección de un padre? ¿Cómo se puede vivir sin eso?
—Lo desconozco. Nunca he sabido en qué consiste, creedme. Los imesebelen sólo vivimos por y para el califa. Él nos alimenta y nosotros le protegemos, algo sencillo de entender y muy práctico. Durante nuestra preparación, aquellos que mostraban la menor debilidad, trataban de escapar o no conseguían resistir las duras circunstancias de nuestro entrenamiento, a todos les esperaba un horrible destino.
—No lo imagino.
—Servían de blanco para nuestros ejercicios.
—¿De qué tipo de ejercicios hablas?
—Aprendimos cómo matar de todas las formas inimaginables.
Estela se encogió de espanto.
—Entonces no has podido llegar a conocer el amor, ni el efecto de una caricia…
—Me eduqué en otro lenguaje, en el del deber, la lealtad, el sacrificio total. Pertenezco a una raza única, a un grupo de elegidos, y me siento orgulloso de ello…
—No lo estés, créeme. Te ha faltado lo mejor de la vida. Un día espero poder explicártelo.
Aquella noche, al volver hacia el palacio, Tijmud iba meditando sobre lo que habían hablado. Nunca se había planteado la posibilidad de que sus padres vivieran, y el solo hecho de pensarlo le estaba causando una extraña inquietud. ¿Seguirían vivos?
Una vez atravesó las puertas de la alcazaba, se cruzó con el embajador don Pedro de Mora. Caminaba en compañía del visir. Aunque hacía tiempo que no le había visto, le llamó la atención algo en su rostro, como una mueca que desdibujaba su sonrisa.
Se miraron. Ellos hablaban.
Tijmud creyó escuchar algo que atrajo todavía más su interés. Se ocultó detrás de un muro, a espaldas de ellos, y fue moviéndose por él hasta escucharles sin problema.
—Me lo hizo un canalla que afirmó ser hermano de esa furcia pelirroja a la que acabáis de castigar, de Estela.
—Tened cuidado con lo que digáis sobre ella y sobre todo a quién —se explicó el visir—. Os contaré una confidencia, pero antes debéis jurar no revelarlo a nadie.
—Tenéis mi palabra.
—De acuerdo. Se trata de nuestro califa. Está locamente enamorado de la chica… No existe otra mujer en el harén que consiga hacerle feliz, ninguna. Tanto la ama que, de hecho, lo de hoy nadie lo entiende.
—Gracias por vuestro aviso. Lo que me contáis no me sorprende del todo, aunque hace tiempo que no les veo juntos, ni he hablado de ese asunto con él. Tendré más cuidado, pero también os digo que juro hacer pagar a esa mujer la vileza que cometió su hermano conmigo.
»Un día me lo cobraré en ella.