VII

Diego no pudo ni despedirse de Mencía, pues recibió el encargo poco antes de medianoche. El escrito donde se le convocaba con urgencia le llegó de manos de un paje de don Diego López de Haro.

—Perdonad las horas que son, pero traigo órdenes directas de parte de mi señor.

—Decidme, os escucho.

—Debéis presentaros mañana en su residencia antes de las seis para partir de inmediato de viaje.

—¿Adónde? ¿Sabéis para qué?

—No lo sé muy bien, pero creo que se trata de una urgente expedición de guerra.

—¿Guerra?

—Lo siento, señor, pero no sé nada más. Me he de ir.

El mozo salió corriendo para continuar su encargo y Diego cerró la puerta desconcertado. ¿Para qué le querrían, si carecía de preparación bélica y tampoco era caballero? En principio no parecía demasiado lógico, salvo que se debiera a su condición de albéitar, tal vez para atender a los caballos si eran heridos.

Buscó a Marcos para contarle lo sucedido, pero no estaba en casa. Lo imaginó con la hija del tratante Abu Mizraín, al recordar que estaba por tierras de Albarracín.

Antes de acostarse dejó preparado un saco con algo de ropa y un maletín con el instrumental que poseía. También escribió dos notas, una para que Marcos se la hiciera llegar a Mencía, y la otra para él. En ellas explicaba lo que iba a hacer, y en la de Mencía, además, le juraba su amor.

Apenas durmió. No alcanzaba a entender qué esperaban de él y además le martirizaba la idea de abandonar a su amada por un tiempo indefinido. Se levantó antes de la hora, nervioso, preparó la montura de Sabba y la animó a comer algo de heno antes de salir.

Todavía no había amanecido cuando llegó a la explanada vecina al palacio que servía de residencia a los Haro. Un centenar de caballeros con sus pajes y escuderos aguardaban en silencio.

Coincidiendo con la llegada de Diego, la campana de la iglesia de San Juan rompió la quietud con seis toques.

Con pulcra puntualidad vieron aparecer a don Diego López de Haro, flanqueado por sus dos hombres: don Álvaro Núñez de Lara y su sobrino, el infante de León, don Sancho Fernández. También estaba doña Teresa, pero ella sólo había acudido para despedirles.

Recibieron la bendición del arzobispo de la ciudad, se despidieron de los pocos asistentes, e iniciaron la marcha para dejar atrás, poco después, las murallas de la ciudad en dirección este.

Mencía se despertó intranquila. Cuando buscó a su madre por el castillo, le dijeron que había salido a despedir a su cuñado, que abandonaba la ciudad. Aquello le extrañó. Nadie se lo había contado. Se vistió con rapidez y dejó el castillo para ir a la plaza donde se suponía que arrancaba la expedición.

En el trayecto se cruzó con su madre, pero al no responder con claridad a sus preguntas y ante el gesto de fastidio que le demostró, presintió que le ocultaba algo importante.

Avivó su marcha hasta llegar a la plaza y no vio a nadie. Extrañada se dirigió hacia la casa de Diego.

—El señor partió hace un rato —la sirvienta respondió medio adormilada.

—¿Pero sabéis adónde?

—Me dijo que se iba con las tropas de don Diego López de Haro, y que no volvería en días o semanas.

Mencía se lanzó a correr por las empinadas calles de la ciudad hacia la puerta norte, por donde imaginaba habrían salido. Necesitaba verle. No entendía por qué no le había contado nada, tampoco qué razón había para no haberse despedido de ella. Se levantó los faldones del vestido para avanzar más rápido y sorteó los restos de estiércol de los caballos, todavía fresco, sin acabar de ver a los jinetes.

Cuando atravesó la puerta de la muralla, miró en dirección este y vio a un numeroso contingente de caballeros como a una media legua. Se encontraban demasiado lejos para oírla, pero ella gritó varias veces y con todas sus fuerzas el nombre de Diego.

—¿Por qué me abandonas…? —Se arrodilló desconsolada, en un baño de lágrimas—. Mi amor… mi Diego…

A menos de una legua de la ciudad, don Álvaro se volvió hacia atrás para alcanzar la posición de Diego. Le encontró vuelto de espaldas. Había oído un grito desgarrador procedente de la ciudad, pero no supo de dónde surgía ni qué significaba.

—No sólo me alegro de que vengas con nosotros, Diego, además, nos vas a ser de mucha ayuda.

—Os lo agradezco, pero lamento no saber todavía para qué he sido solicitado. He oído que vamos en auxilio del gobernador de Valencia Abu Zayd, y no entiendo para qué se me ha pedido…

Un paje de don Álvaro les alcanzó con gesto de urgencia.

—El señor de Vizcaya reclama vuestra presencia.

Don Álvaro miró hacia delante y localizó a su suegro. Le hizo una señal y antes de irse se lo explicó.

—Harás de intérprete con el gobernador árabe.

Entre las poblaciones de Mora de Rubielos y Rubielos de Mora, a dos días de distancia de Albarracín, no sólo existía una coincidencia de nombres, también un largo litigio entre el reino de Aragón y el de Valencia. La primera de ellas había sido conquistada cinco años antes por el aragonés y ahora pretendía hacerse con la segunda.

No distaba la una de la otra más de media jornada a caballo, aunque las separaban angostas montañas. Cuando las tropas de don Diego López de Haro alcanzaron su adusta orografía, supieron que entre ellas se encontraban los ejércitos de Pedro II y los del gobernador Abu Zayd.

Entraron al campamento sarraceno por su flanco sur, donde fueron recibidos con gran entusiasmo y algarabía. Diego se sintió de inmediato afectado. Aquellas vestiduras sarracenas, los turbantes, las espadas curvas; todo le recordaba al dramático suceso vivido en la posada de su padre.

Sin haber descabalgado de Sabba, fue requerido por don Diego López de Haro para que le acompañara a la tienda del gobernador. Al verla, ambos se quedaron impresionados por su belleza. Era grandiosa, de seda azul, con dibujos bordados en oro y perfiles suaves y ondulados. Dos panteras negras protegían su entrada junto a dos soldados de piel morena. Cuando pasaron al lado de las fieras, les gruñeron enseñándoles unos feroces colmillos.

—¡Salaam aleikum! —La voz partió de un hombre pequeño, sentado sobre una infinidad de almohadones.

—Aleikum as salaam —respondió Diego.

Abu Zayd les saludó llevándose una mano hacia el turbante. Indicó dónde podían sentarse e hizo venir a un sirviente con una bebida que llamó sorbete.

Diego empezó a traducir sus primeras palabras.

—Os agradece vuestra ayuda y justifica su urgencia al encontrarse a menos de siete leguas del rey de Aragón.

—Decidle que todo se debe a la generosidad de doña Teresa Ibáñez y a la de su hijo el joven señor de Albarracín. —Bebió un largo sorbo de aquella refrescante bebida sorprendido por la presencia de hielo en su interior, más aún tratándose del caluroso mes en el que estaban. Le pidió a Diego que preguntase cómo lo conseguían.

—Dice que en invierno traen hielo desde las montañas de Granada y lo guardan en hondos agujeros que practican en la piedra. De ese modo les dura todo el verano. Y en cuanto a su composición, es una mezcla a partes iguales de naranja, limón y granada.

—Delicioso y refrescante. —Don Diego se relamió los labios.

Tras aquellas cortesías iniciales Diego empezó a traducir la táctica ideada para detener el avance del aragonés. Abu Zayd, de oscuro rostro pero de suaves facciones, casi castellanas, hizo traer unos planos donde poder estudiar el reparto y la ubicación de las respectivas tropas.

—Quiere haceros saber… —Diego se dirigió al señor de Vizcaya— que dispone de trescientos hombres a caballo y unos mil de infantería. Propone que sus jinetes realicen ataques envolventes, cuando los vuestros lo hagan de frente y en formación cerrada.

Diego volvió a escuchar al gobernador. Señalaba un punto determinado del plano asignándole una enorme importancia.

—Os indica una vaguada a escasas tres leguas de aquí. Dice que es un lugar ideal para derrotarlos si pudieseis arrastrar a las tropas del rey de Aragón hasta ella. Su cara norte es profunda y escarpada, como también sus vertientes este y oeste. Una vez dentro, no podrán escapar.

—¿Y cómo pretende conseguir que les metamos en ese agujero?

Diego le trasladó la pregunta.

—Cree que vos sabréis darle la solución.

—¡Qué bien, hombre! Me deja la parte mejor… —Tensó su expresión—. No traduzcáis esto, por favor.

—Pregunta si os pasa algo.

Don Diego López de Haro se paró a pensar un momento. Observaba el plano una y otra vez, mientras Abu Zayd esperaba alguna reacción con ansiedad.

—¡Ya está! Montaremos varias tiendas en su interior con fuegos, caballos, haciéndoles parecer que hemos acampado dentro. Simularemos también la presencia de hombres con mantas, ramas y bultos. Desde su posición no podrán verles con detalle y cuando comprueben la dificultad de defensa que presenta esa posición, seguro que atacarán… Lo esencial es que parezca real, creo que funcionará.

Después de escuchar la traducción de Diego, Abu Zayd se mostró muy satisfecho.

—Está de acuerdo con la idea, y pregunta cuándo deberían empezar con el engaño. Está ansioso.

—Contestadle que se haga de inmediato.

—Os vuelve a agradecer vuestra ayuda y os anima a descansar un rato para reponeros del largo viaje.

Cuando se levantaban para abandonar la rienda, a don Diego López de Haro le asaltó una última pregunta que había olvidado hacer.

—¿Cuántos enemigos cree que acompañan al rey Pedro?

—Quinientos caballeros y dos mil infantes, me dice.

—Son muchos… muchos, por Dios… demasiados.

Se despidieron del gobernador con peor ánimo después de saber la dimensión del ejército enemigo. Abandonaron su tienda y buscaron las suyas para reposar.

—Te felicito, Diego. Has hecho un buen trabajo. —A pesar de que su presencia entre ellos tenía otro motivo, tenía que admitir que como traductor era eficaz.

—Me honra haberos podido servir.

—¿Has participado alguna vez en una guerra? —se interesó don Diego.

—Jamás, mi señor, soy hijo de un modesto plebeyo y nunca he tomado las armas.

—La guerra forma parte de nuestra vida. No recuerdo haber pasado más de cinco años sin participar en alguna.

—Perdonadme si mi comentario os parece inoportuno, pero creo que es increíble que lo veáis como algo normal.

—Nunca lo haré… —Se detuvo en seco y miró hacia el horizonte—. Cómo iba a hacerlo, si en ellas descubres lo peor de la condición humana; odio, venganza, ambición, avaricia, crueldad. En las guerras se conjugan todos los pecados capitales, pero es cierto que también están presentes las más altas virtudes. Te sorprenderías al ver gente tan corriente como tú, del vulgo, peleando con un arrojo propio de héroes. En el fragor de la batalla también surgen la generosidad, la ayuda desinteresada y sobre todo el valor.

Aquella última palabra atravesó el corazón de Diego. Pensó que tal vez si participaba en aquella guerra podría brotar de él esa virtud. Por un momento estuvo tentado de pedirle participar, pero al pensar en Mencía temió el alto riesgo de no volverla a ver.

Pocas horas después el falso campamento había sido ya montado. Escondidos, dos de los mejores hombres de Abu Zayd, perfectos conocedores de aquellos parajes, se quedaron cerca para vigilar cada movimiento que hiciera el enemigo.

Diego empleó aquella tensa espera recorriendo los dos contingentes de tropas, sorprendido de sus notables diferencias. Los cristianos se pertrechaban con pesadas armaduras, mazas y espadas, y además montaban sobre aquellos enormes caballos, poderosos y fieros. Sin embargo, los valencianos llevaban ligeras corazas de cuero y vistosas ropas, frescas, y usaban animales más ligeros y briosos.

Al alba supieron que los aragoneses habían caído en la trampa.

Los soldados de Abu Zayd les habían visto tomar camino hacia la vaguada y regresaron al campamento a toda velocidad para contarlo. Poco después se inició la marcha.

El cuerpo central de la expedición lo formaban don Diego López de Haro y un centenar de caballeros. A sus flancos, con más desorden, iban las tropas de Abu Zayd.

Pasadas dos leguas, alcanzaron un ancho páramo y en él se detuvieron. Desde allí se divisaba la vaguada. En cuanto vieran al enemigo adentrarse en aquel hoyo, les atacarían.

Diego y don Álvaro Núñez de Lara conversaban a cierta distancia del cuerpo principal. Ninguno de los dos iba armado ni iban a participar en la batalla.

Don Álvaro velaría por el buen orden de las tropas y el mantenimiento de la táctica de ataque convenida de antemano. Desde donde estaba, sobre una buena elevación, podía otear el escenario de combate adelantándose a cualquier movimiento inesperado del enemigo.

Diego, a su lado, había tomado como encargo traducir todos los cambios y nuevas directrices que se produjeran.

—¿No os resulta monstruosa la idea de enfrentaros a cristianos? —Diego inspiró un aromático olor a romero.

—Somos caballeros —respondió de un modo lacónico.

—También los aragoneses.

Don Álvaro recordó una de las principales leyes de caballería.

—«Leales conviene que sean en todas guisas los caballeros». —Lanzó un largo suspiro al terminar—. Así dice uno de nuestros primeros mandamientos. Esa virtud es la madre de todas las buenas costumbres que un hombre debe poseer si pretende formar parte de una orden de caballería. Lealtad es la que se debe al señor. La requerida en estos momentos por muy cruel que parezca el combate, y más el de hoy contra enemigos que, como bien dices, podrían ser nuestros propios hermanos.

Con el eco de sus palabras Diego oyó un brusco coro de relinchos. Centenares de caballos, inquietos, empezaban a oler la tragedia a la espera de las órdenes de sus jinetes. También ellos eran leales a sus amos y estaban dispuestos a enfrentarse a lo desconocido, quizás a recibir una lanza en su pecho o una flecha mortal en el cuello, pero siempre obedeciendo. Se le encogió el estómago al pensar que pudiera ocurrirle algo así a Sabba.

—Un caballero vive la lealtad de modo heroico por tres razones, Diego. —Don Álvaro las enumeró con los dedos—. La primera, cuando entiendes que has sido elegido para la guarda y defensa de los demás. La segunda, por mantener la honra de tu propio linaje, protegiendo el buen nombre y la memoria de tus antecesores, como por supuesto también de una futura descendencia. Y por último, para no caer en vergüenza, pues lo haríamos al no estar a la altura de los deberes que hemos contraído hacia nuestros vasallos.

Diego lo meditó con toda su buena fe, pero le resultaba incomprensible. Ningún pacto de lealtad podía implicar dar muerte a otro ser humano. Jamás lo entendería.

Acarició a Sabba; la notó nerviosa. Parecía contagiada por la agitación general de todos los presentes, hombres y animales, en aquella tensa espera. Le habló en voz baja susurrándole sonidos que sabía le darían paz, mientras don Álvaro les observaba.

Cuando la yegua cabeceó tres veces seguidas, resoplando y bufando otras tres, Diego la imitó. Parecía como si entre ellos fluyera un lenguaje propio, ajeno al resto.

Una vez más, don Álvaro sintió admiración por Diego. Aquel joven poseía una mente brillante, era responsable y discreto, también humilde, pero por encima de cualquier otra consideración, lo que más asombro le producía era el peculiar trato que mantenía con los caballos.

—Caballero y caballo… —apuntó al verlos don Álvaro—. Una relación hermosa, y más aún en tiempos de guerra. ¿Sabes cómo se mide su aptitud para la guerra?

—Lo desconozco.

—Los griegos recomendaban que el caballo de guerra tuviese tres cualidades: buen color, un gran corazón y unos poderosos miembros para responder adecuadamente a un exigente servicio. Yo apunto una más: que tengan linaje, como sus amos. —Acarició al suyo, un alazán de hermoso perfil y elevada alzada.

—¿Y en esa relación a la que os referíais, qué ha de poner el caballero?

—Mucho. Ha de ayudarle a mejorar sus virtudes y lo debe hacer de tres maneras también.

Diego recordó a fray Tomás, y su teoría bajo la cual el orden vital, la salud y sus consecuencias sobre la enfermedad estaban siempre ligadas a los números.

Don Álvaro continuó explicándose.

—Un caballero debe reforzar su carácter bondadoso. Ha de corregir las malas costumbres que tuviese el animal, y finalmente tiene que protegerle frente a las enfermedades que por lógica ha de conocer.

—Según habéis dicho un poco antes, existe un color que convierte a un caballo en digno compañero de su amo. ¿Acaso existen otros colores que los hacen malos?

Don Álvaro iba a responder cuando un largo toque de corneta resonó con fuerza. Todos fijaron su atención en Abu Zayd y en don Diego López de Haro en espera de la gran señal.

La banderola blanca del gobernador surgió entre la caballería y fue ondeada con energía. Al verla, unos pocos jinetes se arrancaron en rápida cabalgada hacia la vaguada, seguidos por la totalidad de la caballería del señor de Vizcaya. De reserva quedó el grueso del ejército valenciano. Don Álvaro buscó el punto más alto de una loma para poder ver el frente de batalla por completo.

Diego buscó su lado y contempló impresionado el primer choque contra las tropas aragonesas. Primero sonaron las espadas, luego cientos de flechas silbando, lanzadas desde ballestas y arcos. Los primeros hombres caían al suelo ante el trote furioso de los caballos, algunos pedían auxilio, otros caminaban como perdidos, sin un brazo, muchos sujetándose enormes heridas. Vio a uno que llevaba una maza clavada en la espalda y que trataba de quitársela sin ningún éxito. No pudo evitarlo y dio gracias a Dios al estar a salvo de aquella matanza.

Los castellanos, amparados por el efecto sorpresa, se habían dejado caer por la única ladera de fácil pendiente. Lo hicieron en formación y en dos líneas. La primera había chocado contra la aragonesa y la segunda lo iba a hacer en ese momento. Cada una de ellas la formaban veinticinco hombres a caballo y tres de fondo. Detrás les seguían los infantes a pie.

En un momento de la contienda, los aragoneses creyeron que habían conseguido frenar a los atacantes al romper su orden y al haberlos rodeado.

—Acaban de cometer un fatal error —pensó en voz alta don Álvaro mientras observaba los movimientos de unos y otros.

Buscó al abanderado de las tropas de Abu Zayd, y lo encontró ondeando la enseña con brío, de arriba abajo. Aquel reclamo arrancó a otros trescientos fieros jinetes, pendiente abajo, hacia el grueso de las tropas aragonesas. Éstas se vieron de golpe situadas entre dos fuerzas: una interior de castellanos, ahora más crecidos, y la formada por los sarracenos, quienes les atacaban sin compasión desde fuera.

A partir de aquel movimiento la sangre empezó a teñir los aceros, los cuerpos, todo. Alcanzó incluso las crines de los caballos, y la tierra empezó a recibir en su seno innumerables cuerpos rotos y muertos.

Don Álvaro señaló un ángulo de la contienda, donde luchaba el rey Pedro II.

—Observa lo que va a suceder ahora…

Vieron a don Diego López de Haro aproximándose hasta las posiciones donde se encontraba el monarca aragonés. La batalla había cambiado de suerte en poco tiempo y la vida del rey corría serio peligro. Don Álvaro estaba seguro de lo que su suegro iba a hacer.

—Vas a asistir a un formidable rescate. Observa.

Vieron al señor de Vizcaya junto a una docena de caballeros arremeter ahora contra las tropas del valenciano. Una vez al lado del rey, descabalgaron y empezaron a luchar codo con codo de su lado, protegiéndolo con sus propias vidas. Los guerreros de Abu Zayd, estupefactos, se lanzaron contra ellos aún con mayor rabia. Uno alcanzó con su arma el brazo de don Diego, aunque terminó atravesado por la espada del rey de Aragón.

—¡Ahora! ¡Ahora o nunca! —exclamó don Álvaro.

Desde su posición veía llegar demasiados soldados sarracenos a donde estaba su suegro. Tenían que salir de allí, ya, en ese justo momento.

Y entonces divisaron al rey subiéndose a un caballo, al igual que otros dos caballeros, entre ellos su alférez García Romeu, viejo conocido de Diego. Los castellanos les abrieron un pasillo de seguridad, y por él escaparon a toda velocidad.

—Imagino el enfado de Abu Zayd… —comentó Diego.

—Un caballero que por tal se precie jamás permitiría la muerte de un rey a manos de un impío. A eso lo llamamos lealtad. Hoy, Pedro II de Aragón ha sido derrotado, pero quién dice que un día no pueda estar cabalgando a nuestro lado.

Terminada la batalla, se encontraron con don Diego López de Haro. Venía herido, pero su rostro reflejaba la alegría de la victoria, la satisfacción del deber cumplido.

Al verle, Diego sintió un dolor íntimo. Mientras presenciaba aquel rescate, había estado pensando en su propia situación. Ya era albéitar y se estaba ganando una buena reputación, por tanto, quedaba cumplida la promesa que había hecho a su padre. Pero, a pesar de ello, no terminaba de encontrar la verdadera paz. Sus hermanas seguían estando presentes en su conciencia.

Se abrazó al cuello de su yegua, acarició su frente y compartió en voz baja lo que en ese momento sentía.

—Un día lo prometí y sólo tú estabas presente. Las liberaré, sea como sea, juntos lo lograremos…