VI

Sabba trotaba contagiada con la alegría de Diego.

De nuevo él le hablaba al oído, como solía hacer tiempo atrás. Aquellos suaves sonidos le acariciaban por dentro y sabían a gloria. Volvió la cabeza hacia su amo y le observó.

Como cada tarde, y desde hacía dos semanas, le llevaba hasta aquella vaguada para encontrarse con Mencía. Hablaban y hablaban. Se contaban sus vidas, sus sueños, todos sus recuerdos, día tras día. La relación crecía y se hacía más vital, más secreta, parecía no tener remedio.

A mitad de camino descendieron por una peligrosa cañada que les obligó a centrar su atención. Al salir de ella, el cielo empezó a cubrirse con unos densos y oscuros nubarrones y el viento racheó húmedo. Nada más sentir sus primeros efectos, Sabba reaccionó de forma inesperada. Sin saber por qué, se arrancó en una explosiva carrera dando brincos y quiebros como si se tratase de un joven potrillo en plena explosión primaveral.

—¿Pero qué te pasa? —Diego rió la loca reacción de su yegua, se aferró a las riendas y ciñó las rodillas sobre sus costillas para no caerse. Había estado todo el día mucho más nerviosa de lo normal, y lo atribuía a que estaba en celo. Ella le respondió con tres agudos relinchos, como si después de entenderle se explicase a su manera.

—Sabes de qué te hablo, ¿verdad? —Le rascó el cuello y Sabba bufó—. Mencía me habló de una ermita abandonada sin detallarme dónde estaba. Pero ha de ser cerca de aquí… —Le acarició en el morro—. Olfatea el aire… tienes que descubrir el olor de sus piedras, o el musgo que seguramente tapizará sus umbrías, o si no el ruido de la carcoma en su madera… ¡Siéntela dentro de ti y llévame a ella, Sabba!

La yegua dilató al máximo sus ollares e inspiró una fuerte bocanada de aire. Luego dio varias vueltas sobre sí misma y se detuvo aguzando el oído. Diego esperó atento, sin hablar, y se dejó llevar primero en dirección norte, al paso y después al trote, convencido de que sabía adónde estaba dirigiéndose.

En la profundidad de un estrecho desfiladero, humedecida por la compañía de un arroyo y un bosquecito de nogales, localizaron una construcción de mampostería de humilde factura y pésima conservación.

Cuando la alcanzaban por su cara sur, oyeron un relincho. En ese momento un gran trueno estalló sobre sus cabezas. El cielo pasó de estar encapotado a tener un color negruzco, y casi al momento empezaron a caer las primeras gotas, pesadas y sonoras. Tenían que buscar un lugar donde resguardarse pronto. Al rodear la construcción vieron el caballo de Mencía atado a un viejo roble.

—¿Mencía?

Diego se alzó de la montura y escudriñó los alrededores sin verla. Luego descabalgó y dejó a Sabba junto al otro animal. A pesar de la fuerte lluvia, aquel árbol tenía tal frondosidad que sus ramas formaban un techo natural.

Diego recorrió un camino bien empedrado hasta la entrada de la ermita y miró en su interior. En ese instante un potente rayo iluminó el cielo adelantándose al ronco sonido del trueno.

Volvió a llamarla, pero tampoco obtuvo contestación. Nada más entrar, decidió ir hacia el ábside, donde había algo más de luz gracias a la presencia de tres pequeñas aspilleras.

—Hola, Diego —sintió la suave voz de Mencía a su espalda. Se volvió.

—Mencía… —Diego se sintió atrapado por sus ojos.

Un nuevo trueno retumbó con poderío. La lluvia empezó a repiquetear en el tejado con tanta violencia que por un momento temieron su derribo. En tan sólo un suspiro contaron más de una docena de lugares por donde caían verdaderos ríos de agua.

—Aquella capilla parece seca… —Diego señaló a su derecha.

Aunque estaban en verano, la temperatura había descendido tanto que Mencía sintió un súbito escalofrío. En su carrera por el templo había tratado de sortear charcos y goteras, pero se le empapó el vestido. Diego la abrazó al sentirla estremecerse. Aquella espontánea reacción los mantuvo unidos sin apenas respirar, viviendo ese momento con gran emoción.

El agua golpeaba las paredes de la ermita y los truenos se sucedían con una creciente intensidad. Entre uno y otro oyeron relinchar a Sabba.

—Voy a buscarlos… Me dan pena.

Diego salió del templo y los desató todo lo rápido que pudo entre relinchos de intranquilidad. Consiguió llevarlos hasta la ermita y convencerlos para que salvaran su estrecha puerta de entrada. Sabba olfateó el interior, agitó su labio inferior, se animó a entrar y de inmediato buscó otra esquina bastante seca. El otro caballo la siguió. Parecía más tranquilo.

Desde la primera cita, Mencía se sentía feliz junto a Diego, aunque su atracción por él había ido creciendo con el paso de los encuentros. Lo tenía por un hombre apuesto, educado, alguien con quien la conversación resultaba fácil. Sintió curiosidad por su vida, por cómo había llegado a ejercer la profesión, por sus gustos. Mencía quería saberlo todo sobre él. También ella, sin demasiadas reservas, fue abriéndole poco a poco su interior.

Hablaban de todo, pero más que nada de ellos. Mencía le confesó su amor por la música y la poesía, y quiso contagiarle la pasión que sentía por ella recitándole algunos de sus fragmentos predilectos.

Sin temer a nada y sin poner cálculos a su relación, Mencía fue mostrándole su rica personalidad, su sensibilidad, la destreza de su palabra. Poco a poco empezaron a sentir la misma necesidad de verse, a desearlo a todas horas. Compartían el mismo ahogo cuando pensaban en el otro, y a ambos se les erizaba la piel con sólo rozarse. No les hizo falta mucho tiempo para entender que lo que experimentaban no era otra cosa que los efectos del amor.

Cuando Mencía le vio aparecer en la capilla, mojado hasta los huesos y con el pelo alborotado, le miró con deseo. Diego acercó sus labios sobre los suyos y los posó, asombrado de su suavidad, de aquel sabor a cielo, a gloria. Le acarició la melena, sus hombros. No acababa de creérselo, la amaba. Mencía se abrazó a él estrechándose contra su pecho; necesitaba sentirse protegida.

Diego la exploró con nuevos besos. Buscó los hoyuelos de sus mejillas, los pómulos, sus labios de nuevo. Ella le respondía temblorosa, descubriendo los manjares del amor.

—Siento que hay algo muy grande entre nosotros… —le susurró ella al oído.

Un violento destello de luz penetró a través de las ventanas y atravesó la nave por entero. Le sucedió un ronco y prolongado sonido, como el de miles de piedras rodando por una ladera.

—Te amo. —Diego le acarició una mejilla y ella buscó su otra mano—. Creo que ya no sabría ni respirar si no te tuviera, si te pasase algo… Cuando supe que ibas a comprometerte, creí morir.

Mencía le ofreció un apasionado beso, más ardoroso que nunca, pero regada en lágrimas. Pidió que la abrazara fuerte, y grabó en su memoria todo lo que estaba viviendo. Se acurrucó en sus brazos. Con él se sentía pequeña, débil, asustada. Temía la reacción de su madre cuando supiera lo que de verdad sentía. Le inquietaba el futuro.

Notó una caricia en sus mejillas, la ternura de los labios de Diego recorriendo los suyos, por su barbilla luego, en su cuello. Aquellas sensaciones terminaron por despejar sus pensamientos.

—Ya sé lo que voy a hacer. Le escribiré. No quiero que ese hombre siga pensando que me comprometeré con él.

Cuando la tarde dio paso a la noche y la oscuridad terminó de envolverlo todo, Mencía le pidió que volvieran a la ciudad. Se asomaron al exterior de la ermita y vieron que seguía lloviendo. Comprobaron también que el agua lo había inundado todo.

—Tengo miedo. Vayámonos antes de que se ponga peor.

—Espera dentro… —le respondió Diego—. Iré a estudiar el terreno para ver cómo está.

Mencía se quedó en la puerta. Le vio alejarse hasta perderle de vista. Pasado un rato trató de localizarle entre aquella descomunal cortina de agua, pero se dio cuenta de que era una tarea imposible con tanta oscuridad. Dejó pasar un poco más de tiempo antes de preocuparse, pero al no verle regresar empezó a ponerse nerviosa. Pensó en su madre; estaría histérica. Seguramente habría organizado su búsqueda.

Mientras ella pensaba en todos sus problemas, Diego trataba de encontrar la forma de salir de aquella vaguada completamente anegada.

Por todos lados había ramas y troncos de árboles arrancados de cuajo y enmarañados unos con otros bajo el efecto de la violenta riada. Caminó un buen rato bajo un verdadero manto de agua. Vio rodar enormes piedras y cómo las paredes de tierra se deshacían en pedazos. Alarmado por el nefasto panorama, se volvió hacia la ermita decidido a pasar la noche allí.

Cuando Mencía le vio llegar, se abrazó a él y le frotó el cuerpo con vigor para que recuperara su temperatura. Le quitó el blusón y se lo escurrió para secarlo. Luego recorrió con sus cálidas manos su pecho, su espalda, sus piernas, provocándole una cálida sensación en la piel.

—No hay manera de salir de la vaguada. He estudiado todas las posibilidades, y créeme, no se puede, sería demasiado peligroso… Pasaremos la noche aquí.

—Tengo que volver… Mi madre me matará.

—Lo entenderá…

—No la conoces. Cuando sepa lo ocurrido, no sé qué hará, y menos si se entera de lo que siento por ti…

—Nuestra primera noche juntos…

Diego la besó en la boca con pasión. Ella le respondió, pero se mostró un poco turbada. Diego lo advirtió.

—No tengas miedo.

—Abrázame fuerte.

Diego se apretó a Mencía y juntos se acurrucaron en aquella esquina. El amor flotaba entre ellos, se fundía con el vaho que desprendía la ropa. Mencía se apretaba a él pretendiendo hacerle parte de sí misma, reteniéndole para siempre.

Entre besos y caricias, tiernas palabras y susurros, al final se quedaron dormidos, agotados de tanta emoción, pegados el uno al otro. Los primeros rayos de luz penetraron por las ventanas y con ellos el anuncio del final de la tormenta. Mencía se despertó sobresaltada. En aquella desbordante claridad, una nube de angustia recorrió su alma. La llegada de un nuevo día significaba despertar a la dura realidad; enfrentarse a su madre y mandar pronto aquella carta para Fabián Pardo.

Durante la noche había vivido alejada de aquellas obligaciones, dedicada únicamente a soñar y a disfrutar junto a su amado.

Al despertar Diego, la encontró en el dintel de la puerta. Buscó su espalda y la abrazó desde atrás, besándole su cuello con ternura. Inspiró con placer y le alcanzó un fuerte olor a tierra mojada, pero a la vez sintió inquietud en Mencía.

—¿Piensas en Fabián?

—Sí, y me siento fatal…

Explotó en un doloroso llanto. Su relación con el aragonés había quedado casi sellada, y romperla podría provocar un conflicto territorial. Con aquel matrimonio su madre buscaba relajar las aspiraciones del reino de Aragón sobre el señorío de Albarracín. Además, la condición de plebeyo de Diego no le ayudaba en nada. Jamás lo aceptaría su madre, ni tampoco su entorno más cercano. Mencía era consciente de las consecuencias que tendría para su vida aquel amor. Le iba a suponer tener que huir, iniciar una nueva vida en otro lugar, tal vez con otro nombre.

—He creado ya demasiadas expectativas… —Mencía secó sus lágrimas con un pañuelo, sin atreverse a mirarle a la cara.

—No sé si entiendo que…

—No, no entiendes nada. —Le agarró por los hombros—. Busco una solución que igual ni existe… pero sé que te amo, sólo a ti. Te quiero para mí, para siempre, y a la vez está él…

—Es noble, rico y poderoso; todo lo que tu madre desea para ti, pero imagina por un momento cómo sería tu vida al lado de alguien a quien no amas. ¡Piensa que se trata de tu única vida…! ¿La agotarías sabiéndote desgraciada? Yo no. Es cierto que carezco de muchos recursos, que mi sangre es humilde y que toda mi herencia consiste en una yegua y una familia destrozada. Reconozco ser hijo de un pobre vasallo, de un sencillo posadero, sin embargo, poseo algo más valioso que todos los bienes que pueda disfrutar aquel noble aragonés: tu corazón.

Mencía respondió a sus palabras besándole en los labios emocionada.

—No sé lo que hacer para solucionar este embrollo…

—No dejes que nadie te arrebate lo más importante que hay en la vida: tu libertad. Sé tú misma. Afróntalo sin miedo. Díselo a los dos. Deja que ocurra lo que tenga que pasar. Yo estaré a tu lado.

—Nunca me dejes sola, te lo ruego…

—No lo haré. Jamás. Una hora después Mencía y Diego entraron en Santa María de Albarracín. Antes de alcanzar la explanada del castillo, se separaron para evitar que les vieran llegar juntos. Sin embargo, doña Teresa les había oteado desde la torre del homenaje, incluso antes de que entraran en la ciudad.

Madre e hija se encontraron a las puertas de la fortaleza.

Cuando Mencía vio el grosor de sus ojeras, imaginó cuan larga y dura debía de haber sido su vigilia. La madre no esperó a estar dentro y empezó a atosigarla a preguntas.

—¿Estás de verdad bien? —Le inspeccionó los brazos y las piernas, buscándole cualquier rasguño, una herida, algún golpe.

—Sí, madre. No me ha pasado nada.

—Cuéntame qué te ocurrió, ¿dónde has pasado la noche? ¿Dónde, con esa infernal tormenta?

—En la ermita de Santa Catalina.

—Si no recuerdo mal, no está en tu ruta habitual. ¿Qué hacías entonces por allí?

—Nada, madre.

—Mandé a media ciudad en tu busca. Te imaginé herida, sola, desaparecida. Ha sido horrible. Llegó un momento que hasta pensé que habías muerto.

Doña Teresa se sentía más aliviada al saberla sana y a salvo, pero necesitaba respuestas, y entre ellas alguna que le explicase por qué había aparecido junto al albéitar.

—No me ha pasado nada.

—Recé a Dios para que alguien te encontrase anoche y así pudiera ayudarte. ¿No llegaste a ver a nadie?

—No. Estuve en todo momento sola… —mintió.

—¿Seguro?

Mencía retuvo el aire llena de dudas. Aquella insistencia sólo se podía deber a que su madre sabía algo… Por si acaso decidió decir la verdad.

—Bueno… en realidad… estuve con el albéitar Diego.

Doña Teresa abrió los ojos de par en par.

—¿Cómo?

—Ayer me crucé con él de camino, cuando empezaba a llover. Pero no temas, en todo momento se comportó como un caballero, madre. Tan sólo estuvo a mi lado para que no tuviera miedo durante la tormenta. Ha sido una suerte que me encontrase…

Mencía prefirió no explicarle lo que de verdad Diego significaba para ella. La conocía demasiado bien como para saber que las malas noticias debía dosificárselas.

—Me inquieta que me lo hayas ocultado hasta ahora. ¿De verdad fue algo casual? ¿No tienes que contarme nada más?

—No tengo nada más que decir.

—¿Seguro, hija?

—Claro, madre. Seguro.

Una vez sola y en su habitación, Mencía escribió la carta. La redactó con delicadeza para no dañar la honra de Fabián, pero en ella dejaba bien claro que, desde ese momento, las relaciones entre ellos quedaban rotas.

Sin embargo, aquella misiva nunca llegó a su destino.

Doña Teresa Ibáñez la pudo requisar a tiempo gracias a la ayuda de una de las damas de compañía de su hija, a quien tenía de su parte. Por el contrario, Fabián Pardo recibió otro mensaje, manuscrito por la propia doña Teresa suplantando a su hija. En él le hacía creer cuán encendido era su amor y la urgencia por cerrar la relación. Concluía la nota con una invitación para que se vieran en Santa María de Albarracín. Y para mayor engaño, lo firmaba con una anotación bajo su nombre que decía «vuestra futura esposa».

La misma dama de compañía también reveló a doña Teresa dónde iba su hija cada tarde, cuando paseaba a caballo, y sobre todo con quién se veía desde hacía casi un mes.

La mujer se alarmó y mucho. Conocía bien el poder del corazón y la dificultad de ponerle freno a tiempo. Por un momento los imaginó locamente enamorados, y la idea le pareció tan infausta que decidió intervenir. No lo permitiría, no con su hija. Tenía claro y decidido con quién se tenía que casar Mencía, y desde luego no era con un plebeyo.

Se puso a pensar. Algo tenía que hacer para separarles. En un principio dudó si hablarlo con su hija, pero se convenció de que en aquellas circunstancias una prohibición obraría en su contra.

Pasados sólo dos días, toda su desazón e inquietud provocados por aquel contratiempo se transformó en franca esperanza. La casualidad y un suceso fronterizo le brindaron una excelente solución. Lo vio tan claro que ya nada la detuvo.

Un caluroso seis de agosto, el gobernador de la vecina taifa de Valencia, Abu Zayd, hizo llegar al joven señor de Albarracín una misiva urgente.

Aquella misma tarde doña Teresa reunió en consejo a todos los prohombres y caballeros de la ciudad. También a su cuñado don Diego López de Haro.

Les expuso que el rey moro solicitaba ayuda militar inmediata para frenar y repeler un inesperado ataque de Pedro II de Aragón por la comarca de Rubielos de Mora. Aquélla era una población que hacía frontera con Aragón y también con el Señorío. Pero sobre todo era una ruta comercial estratégica para el desarrollo económico de los tres enclaves.

La posición del señorío de Albarracín resultaba extremadamente delicada. Deseaba conservar las excelentes relaciones que tenía con el valenciano, pues le eran de enorme rentabilidad comercial, pero tampoco quería empeorar las que existían con su vecino aragonés, dada la descarada voluntad de anexión que éste mostraba.

—Un ataque bajo vuestra bandera no os conviene en absoluto —apuntó don Ordoño.

El caballero de Santiago y administrador del señorío observó de forma esquiva a doña Teresa. Le preocupaba más las posibles repercusiones políticas sobre su orden si intervenía contra tropas cristianas que los intereses del señorío.

—Mejor entonces que acudamos con las vuestras, las de Santiago… —Doña Teresa le miró con dureza devolviéndole el argumento.

—¿Os imagináis cuál sería la respuesta del Papa? —Don Ordoño gesticuló horrorizado.

—Este Señorío y todas sus tierras fueron una concesión del rey moro de Murcia —doña Teresa volvió a tomar la palabra, ahora en un tono firme—. Y los Azagra, con el beneplácito de la corona de Navarra, lo han gobernado desde entonces. Por su posición y enclave fronterizo con al-Ándalus, desde hace tiempo es ambicionado por Aragón y Castilla. También Navarra nos ha pretendido, pues la nuestra sería su única frontera con los moros, si es que alguna vez tratase de expandirse hacia el sur.

Doña Teresa sabía que tenía difícil dar una respuesta al problema sin comprometer el futuro de su linaje. Miró a todos defraudada. Nadie de los allí presentes parecía aportar ninguna solución. Casi todos miraban hacia abajo.

—¡Iré yo! —Don Diego López de Haro se levantó decidido y soltó un puñetazo en la mesa.

—¡También yo! —le siguió con igual gesto don Álvaro Núñez de Lara y luego don Sancho Fernández, su sobrino y candidato a la corona de León.

—Podemos partir cuando queráis. Estamos preparados —don Diego se reafirmó, orgulloso de la reacción de sus hombres—. Pensadlo bien, Teresa. Nuestras personas no os comprometen en absoluto. Tanto castellanos como aragoneses justificarían nuestro ánimo belicoso después del asedio que sufrimos en Estella y la posterior negación de asilo por parte del rey de Aragón. De salir victoriosos, tendréis la gratitud y los favores del gobernador Abu Zayd. Y de no conseguirlo, se sentirá de todos modos bien pagado. En mi caso, sea cual sea el resultado de nuestra intervención, habrá sido todo un honor haber intentado devolver el gran favor de acogernos en esta ciudad, tal y como lo habéis hecho.

—¿Qué os parece al resto? —Doña Teresa estudió los gestos de sus colaboradores y en todos vio muestras de apoyo—. Hágase así entonces. Con esto, doy por finalizado el consejo. Podéis marcharos.

Los allí congregados fueron abandonando la sala de armas despidiéndose uno a uno de su anfitriona. Cuando lo iba a hacer don Diego, ella le pidió que se esperase un momento. Una vez a solas, le hizo sentarse y le ofreció una copa de vino.

—Has sido muy generoso. —Se aproximó por su espalda y le besó con cariño en la mejilla. Al hombre le extrañó aquel gesto.

—Es lo menos que puedo hacer por ti, Teresa.

—No es verdad. También puedes satisfacerme de otro modo… —resolvió ella, escueta y misteriosa.

—No sé si te refieres a…

Don Diego recordó el loco y apasionado encuentro que habían mantenido años atrás. Algo de lo que nunca más habían hablado.

Una aventura pasajera que no tuvo ninguna consecuencia posterior. La volvió a ver entre sus brazos, y ella, al adivinar su pensamiento, con cierta coquetería, aprovechó para arreglarse el corpiño de tal modo que su hermoso busto quedase bien realzado.

—Podría ser… por qué no… —contestó ella. Se retiró las horquillas que recogían su cabello dejando que la melena cayera por encima de sus hombros.

—Sospecho que no me has retenido hoy por esos motivos… ¿Qué puedo hacer más por ti?

Ella terminó de ordenar sus ideas y se lanzó luego a explicárselas.

—Lo que te voy a pedir es urgente, casi imprescindible. —Probó el vino y se secó los labios con un pañuelo—. Necesito que te lleves de aquí al joven albéitar Diego, ése de Malagón.

Su cuñado guardó silencio a la espera de escuchar en qué más consistía el favor.

—¿Y eso es todo? —terminó preguntándole.

—¡Fíjate si es fácil!

—¿Podría saber qué otras razones te mueven para hacerme esta extraña solicitud?

Teresa se revolvió nerviosa en el asiento. Dudaba de si debía ser más explícita.

—Creo haber escuchado a don Álvaro que el joven es experto en lengua árabe. Te podría ser muy útil para parlamentar con Abu Zayd… —Sabía que aquel argumento no sería suficiente para atajar la curiosidad de su cuñado, pero al menos le permitía ganar un poco más de tiempo.

—Te conozco muy bien, Teresa. Tus ojos te delatan; no me lo estás contando todo.

Ella suspiró tres veces, sintiéndose derrotada.

—¿Prometes guardar el secreto?

—Tienes mi palabra. —Don Diego López de Haro empezó a imaginarse algo.

—Se trata de tu sobrina Mencía. Por obra de no sé qué absurda circunstancia del destino, al parecer, se ha enamorado de ese Diego de Malagón, algo que no puedo ni debo permitir. —Sus mejillas se encendieron de pura rabia—. He decidido romper esa relación poniendo primero muchas leguas de distancia entre ellos. Si los separo, puede que su amor deje de crecer y lo haga el que de verdad conviene a Mencía, el de Fabián Pardo. Éste le procurará bienestar, una inmejorable posición y una digna heredad. Supongo que estarás de acuerdo conmigo. ¿Estoy en lo cierto?

Don Diego valoró la situación antes de contestar. Tampoco él aceptaba que un plebeyo pudiera pretender los amores de una mujer de abolengo, y menos aún cuando se trataba de su sobrina. Desde siempre, las hijas de la nobleza se habían casado con hombres de cuna ilustre, y aquélla era una sagrada tradición que por supuesto había que defender.

—Cuenta con ello, Teresa. —Su cuñada le sonrió agradecida—. Mañana mismo partiremos hacia el este. Haré lo que esté en mis manos para borrarle de la vida y del corazón de tu hija. Ojalá lo consiga…

Teresa hinchó el pecho entusiasmada por escuchar aquellas palabras. Aun con todo, no quiso dejar ningún cabo suelto.

—Sólo me falta pedirte una última cosa. No lo comentes con nadie, tampoco con tu yerno don Álvaro. He sabido que mantienen una buena relación.

—Guardaré el secreto. Te lo juro.

Ella le pagó el favor con un cariñoso beso en los labios. A ambos, aquello les supo a fruta prohibida.