Aprimera hora de la mañana en Santa María de Albarracín siempre hacía frío, incluso durante el mes de julio. Por su particular enclave entre montañas y la elevada altitud, no podía ser de otra forma.
A orillas del río Guadalaviar, Diego consiguió contener un estornudo mientras esperaba la llegada de don Álvaro Núñez de Lara.
De pronto oyó pasos de caballo acercándose a él.
—El frío templa el alma, ¿verdad?
Don Álvaro descabalgó de un salto y le estrechó la mano con energía.
—Ayer te vi hablar con Mencía…
—Apenas tuve tiempo, pero creo que se alegró de verme.
—Tratándose de una mujer, jamás confíes en tu instinto. No funciona, te lo aseguro.
—Supongo que tendréis razón…
—Créeme, la tengo, y en tu caso menos…
Diego, atónito, le preguntó por qué decía eso.
—Lo que te voy a decir te sonará duro, pero cuanto antes lo asumas, mejor para ti. No sueñes más con ella, Diego… Está lejos, muy lejos de tus posibilidades. No he conocido nunca una relación entre un noble y un plebeyo que funcionase… La sociedad no lo admitirá, las diferencias culturales entre vosotros tampoco, y no quiero pensar cómo reaccionaría su madre…
—¿Creéis que no lo he pensado más de una vez? —Diego agachó la cabeza, consciente de la realidad—. Pero aun así… no sé, he de saberlo por ella, estar seguro de sus sentimientos.
Diego mostraba una actitud infranqueable a todo razonamiento. Don Álvaro entendió que nada le haría cambiar de opinión, sólo Mencía. Desenvainó la espada y la batió con energía haciéndola silbar. Decidió cambiar de tema.
—Durante la pelea es tan importante la defensa como el ataque. ¿Quieres saber cómo se ha de trabajar con el escudo?
—¿No es más efectivo conocer el uso de la espada?
—No. En un combate hay que ser astuto en la custodia, para luego ser fiero en la ofensiva. En muchas ocasiones, la eficacia de los golpes que se dan depende de cómo se ha sabido recibir los del contrario.
Se soltó el escudo y se lo pasó. Tenía una forma triangular, era bastante alargado y sus bordes estaban redondeados. Sobre su superficie tenía pintado el arma de los Lara: dos calderos de sable.
—Un buen escudo se fabrica de madera y se recubre después con un cuero grueso y duro, capaz de resistir y hacer rebotar el acero de las espadas. Se lleva colgado del cuello por una correa que llamamos tiracol. De ese modo no lo perdemos en combate y no molesta cuando se necesitan las dos manos, como es el caso de un ataque de caballería.
Diego lo sujetó por otra correa más corta llamada embrazadura, y se lo pegó al cuerpo protegiéndose casi todo el costado, desde el hombro hasta la rodilla.
—La pieza de hierro que ves incrustada en el centro se llama bloca. Como puedes apreciar, acaba en punta y además está bastante bien afilada. Cuando luches cuerpo a cuerpo, puede ayudarte a herir a tu enemigo.
Don Álvaro se dirigió a su caballo, desenvainó una espada y cogió con la otra mano una maza estrellada.
—¿Y mi espada?
—No la necesitas —sentenció sin más—. Y ahora pasemos a la acción. Imagino que es lo que deseas, ¿verdad?
—¿Qué he de hacer? —Diego se puso en guardia sin perder de vista aquella maza; una enorme bola con afilados pinchos.
En ese momento, sin que tuviera tiempo de reaccionar, la espada de don Álvaro le alcanzó en un hombro. Sólo el instinto hizo que Diego se fuera cubriendo con el escudo una y otra vez, pero cuando menos se dio cuenta, el acero le rozó la pierna.
—Estate siempre alerta, muchacho. El escudo resiste cierto tipo de armas, otras no. Ten más precaución con la maza, evita como sea su contacto. ¡Ah!, y debes aprender a desestabilizar a tu enemigo con su ayuda.
Don Álvaro le rodeó, despacio, con la espada en su derecha y la maza a la izquierda, buscando sus ángulos débiles, haciéndole girar a su mismo paso. La pesada bola se balanceaba con la cadencia de sus movimientos. Diego pensó que podía terminar clavada en sus carnes si no estaba atento. No dejaba de mirarla. Se apretó al escudo con la pretensión de que formara parte de él, como si fuese una prolongación de su propio cuerpo. Creyó que podría moverlo a la misma velocidad que su mano.
Don Álvaro se le acercó por la derecha. Ése era su flanco más desprotegido, y sin esperárselo, le sorprendió con un increíble grito asestándole después tres golpes de espada seguidos y uno de maza que pudo esquivar.
—Cuando luches contra alguien que lleve una como ésta —alzó la bola llena de púas—, debes concentrarte en ella y calcular en todo momento cómo evitarla. Intenta que la pierda, dirigiéndole por ejemplo tu espada hacia su mano, o dándole un buen golpe en su base. Tal vez así se le caiga, porque si no estás atento… —con un fulminante movimiento le asestó un mazazo en el escudo, partiéndolo en dos pedazos. Diego se cayó al suelo—, te verás en muy serios problemas.
La espada de don Álvaro quedó suspendida en el aire, justo sobre su nuca.
—Pido clemencia…
—Hoy, por lógica, la tienes, Diego, pero desconfía siempre. Nunca permitas que tu enemigo pueda atravesarte la yugular con una espada, como yo podría hacerlo ahora. Antes de que eso ocurra, busca por ejemplo su pierna, la tendrás cerca, y clávale allí una daga. En el interior del muslo existe una vena que si la alcanzas le mataría al instante.
Diego se levantó confiado en que don Álvaro no iba a atacarle más, pero de inmediato su espada empezó a golpearle sin descanso; diez, veinte veces, pudieron ser cuarenta. Una auténtica lluvia de acero y furia que el joven trató de evitar hasta sentirse derrotado. Incapaz ya ni de sujetar los restos del escudo, de pronto le recorrió un imparable temblor en el brazo cuando la espada de su enemigo le asestó un definitivo golpe. Como consecuencia del mismo, Diego terminó tirado en el suelo y rendido.
Don Álvaro le miró, entre sudores y jadeos, con los dientes apretados, todavía aferrado a su espada. Sin necesidad de palabras le exigía que no se venciese todavía, que siguiera defendiéndose hasta el final…
Diego lo entendió. Con el escudo hecho astillas, casi sin aliento y todavía en el suelo, su pensamiento viajó al pasado. Recordó a los dos caballeros calatravos que habían brindado su vida en defensa de la de su padre. En los ojos de don Álvaro reconoció aquel mismo espíritu, emanaba la misma fuerza que ellos, la propia de una raza de hombres excepcionales y únicos. Y entonces, Diego se levantó, empujado por una fuerza desconocida. Tensó los músculos de sus brazos y piernas, respiró con profundidad y gritó como nunca lo había hecho. Se lanzó a por don Álvaro, parapetado entre los restos de su escudo, y como éste no tuvo tiempo de prever el golpe ni de atacarle con la maza, recibió un tremendo empujón que consiguió derribarle. Al caer se golpeó la cabeza con una piedra, pero buscó a Diego con recelo. Esperaba su siguiente movimiento, pero no tuvo tiempo. De inmediato se encontró con la bloca del escudo y su afilada punta justo encima de sus ojos.
—¡Rendíos! —Diego soltó un suspiro de triunfo.
—Te felicito. —Núñez de Lara separó con la mano aquel acero—. Aprendes rápido, Diego. Tal vez te hiciera falta reforzar tu musculatura sobre todo en los brazos. Trata de levantar esa piedra. —Le señaló una redonda de grandes dimensiones—. Hazlo una y otra vez hasta que te creas morir. Y repítelo a diario con otras, al menos tres veces al día.
—Deseo tener valor…
—Valor… —Se limpió de tierra la túnica—. Supongo que vuelves a pensar en tus hermanas, ¿no?
—Me arde el alma por no haber salido en su ayuda cuando pude hacerlo. —Bajó la cabeza confiándole su doloroso secreto—. No consigo olvidarlo.
—No tenías más que catorce años. ¿Cómo te ibas a enfrentar contra varios hombres tú solo, tratándose además de esos salvajes imesebelen? No te martirices más. —Le palmeó con cariño—. De momento trabaja tu cuerpo y endurécelo, y luego crece por dentro, eso es lo verdaderamente importante. Para conseguirlo tendrás que combatir tus bajos instintos; desde ahora contémplalos como tus peores enemigos. Lucha para que la pereza no te venza y abandona la comodidad. Si lo consigues, te sentirás más capaz, más apto, y verás como crecerá en ti ese valor que tanto anhelas. —Tomó aire y se hizo con una rama seca para dibujar con ella sobre la arena—. En la antigua Grecia, se decía que ésa era una virtud que los dioses sólo daban a los elegidos. Pero yo creo que todos la podemos poseer, también tú… Aquella tarde Diego encontró a Marcos en la cocina después de haber cerrado un primer envío de ovejas a su tratante valenciano Abu Mizraín. Estaba contando sus ganancias sobre la mesa.
—Hoy se ha llevado las primeras veinte y apenas han estado dos días cebándose. Para la semana que viene tengo preparadas treinta más. —Marcos había decidido invertir los beneficios en comprar más ganado.
—Está visto que los negocios te son favorables…
Oyeron llamar a la puerta de la calle.
Diego mandó a abrir a uno de sus sirvientes. Podía ser algún recado para él.
Para su sorpresa, el paje volvió en compañía de una misteriosa mujer con el rostro tapado.
—¿Quién sois?
—Tengo un aviso para vos —se dirigió a Diego.
—Dádmelo entonces. —Se imaginó alguna urgencia.
—Mi señora doña Mencía Fernández de Azagra os espera mañana en la iglesia de San Juan antes de la primera misa. Me insistió en que fuerais discreto.
—¿Por qué tantos cuidados?
—Mejor se lo preguntáis a ella. Os esperará en los confesionarios.
—Muchas gracias. ¿A quién he de agradecer este favor?
—Olvidaos de mí. Creedme, será mejor así. Diego llegó a la iglesia bastante antes de la misa, tanto que se encontró con las puertas cerradas. Esperó por los alrededores hasta que abrieron, y en cuanto pudo entró enfundado en una capa oscura.
Al localizar los confesionarios tomó su dirección y se ocultó detrás de una gruesa columna para esperarla. Desde allí divisaba la puerta.
La oscuridad le protegía.
Empezó a entrar bastante gente, pero ni rastro de Mencía. En un momento dado escuchó pasos que se le acercaban. Se ocultó mejor y contuvo la respiración deseando que fuese ella. Alguien pasó cerca, un sacerdote.
De nuevo miró a la puerta.
Seguía entrando gente, hasta que de pronto la vio. Aunque llevaba un velo puesto, pudo reconocerla por su cabello rubio y la forma de caminar. La acompañaban dos damas. Mojó sus dedos en una pila de agua bendita y se santiguó. Con cierto disimulo ella ojeó por el interior del templo y dio con él. Habló con una de sus damas y se dirigió hacia donde estaba Diego con paso decidido.
—Hola —le saludó en un susurro.
Después de comprobar que nadie les veía, localizó un confesionario vacío y se lo señaló. Diego entendió el mensaje y entró sin perder tiempo. A su lado, una portezuela daba acceso a los penitentes. Mencía la usó cerrándola con rapidez, recuperó el aliento y se arrodilló frente a la rejilla de madera que la separaba de Diego.
—Aquí podremos hablar más tranquilos…
—¿Por qué hemos de hacerlo a escondidas?
—Se trata de mi madre. No me permite tratar a ningún hombre desde que volví de Ayerbe.
—He sabido que estáis prometida con un noble aragonés.
—Eso dicen.
—¿Acaso no es verdad?
—No lo estoy.
Diego suspiró aliviado.
—Levantaos el velo, os lo suplico. Permitidme disfrutar por un instante de vuestra belleza.
Mencía sonrió halagada.
Al retirárselo aparecieron sus hermosos ojos azules. Diego la observó turbado.
—¡Qué hermosa sois!
Se sorprendió de sí mismo. Siempre le había costado expresar sus sentimientos hacia las mujeres, pero con Mencía era diferente.
—Me haréis sonrojar si seguís diciéndome esas cosas…
—He de reconocer que sólo vine a estas tierras para veros…
Mencía se quedó callada y Diego lamentó haber sido tan directo. Vio como su pecho se movía agitado y la oyó suspirar. Parecía estar pensando.
—Perdonadme, tal vez he sido demasiado franco…
—Habéis dicho lo que sentís. En eso, sois más afortunado que yo.
—No os entiendo.
—No siempre se puede tener lo que se quiere.
—Por desgracia, es verdad lo que decís.
—Todavía os recuerdo en Olite, cuando estabais con aquel caballo. Vuestras manos eran dueñas de su vida y de su muerte. En aquel momento me parecisteis como un dios, y os admiré profundamente… Y luego, ese canalla que os hirió… Estaba a vuestro lado cuando sucedió y creí que os había matado. Fue entonces cuando sentí por primera vez algo muy extraño…
—¿Qué queréis decir…?
La puerta del confesionario se abrió de golpe. Mencía se volvió asustada para ver quién era. Se trataba de una de sus damas.
—Viene vuestra madre. Debería encontraros sentada en un banco, con nosotras.
—Gracias, Braulia.
—¿Os vais…?
—Cada tarde, antes del anochecer, salgo a pasear a caballo por la vaguada del Tuerto. Si hoy podéis, buscadme.
—Allí estaré.