IV

Diego supo que Mencía había llegado a Albarracín, pero pasados dos días todavía no había conseguido verla.

Empezaba a trabajar muy temprano, pues era a primera hora del día cuando sus clientes se alarmaban al ir a por sus caballos y mulas para salir al campo. Cualquier mal que tuviesen suponía la alarma de sus dueños y una carrera a su casa para avisarle.

Mencía salía del castillo también muy pronto, a escuchar misa, pero ella apenas recorría unas pocas cuerdas y nunca por donde vivían los campesinos, por eso no coincidían. El resto de la mañana la pasaba dentro de la fortaleza con sus profesores de música, pintura y poesía, y por las tardes solía dar una vuelta a caballo por los alrededores de la ciudad.

Tampoco Diego había visto a Marcos durante esos dos días. Éste había salido de Albarracín en busca de ovejas con las que llenar el aprisco que ya había arrendado, uno de buen tamaño, a dos leguas de la ciudad y en dirección sudeste.

En su ausencia, Diego no pudo compartir su pesar con nadie, y bien que lo lamentó, sobre todo cuando supo finalmente el verdadero motivo de la estancia de Mencía en tierras de Aragón. Desde ese momento todo se le vino abajo. El sueño de imaginarla suya se esfumó a idéntica velocidad que el agudo dolor que le sobrevino en el alma.

A la mañana siguiente de saberlo, desesperado, se presentó a las puertas del castillo decidido a preguntar directamente por ella, harto de no haber conseguido hablar todavía.

Mientras esperaba, escuchó sin pretenderlo una conversación entre dos frailes, cuyo contenido hizo que cambiara de planes.

—A mediodía, el arzobispo bendecirá las obras de la futura catedral —comentaba uno—. ¿Vendrás?

—¿Quién puede faltar a un acontecimiento como ése? —contestó el otro—. Seguro que la ciudad se volcará en la celebración.

Diego pensó que Mencía asistiría a aquella ceremonia con toda seguridad y decidió verla entonces. Montado sobre Sabba, se dirigió hacia el extremo sur de la ciudad, a la iglesia de Santa María. Allí le esperaba la mula del capellán, al parecer con las tripas infestadas de gusanos. Calculó que por mucho que le ocupara su cura, le daría tiempo a asistir a la bendición.

Apenas unas horas después, las estrechas calles de la ciudad se llenaron de gente. Una contagiosa alegría parecía impregnar sus empinadas cuestas recorridas por cientos de niños y niñas que correteaban por ellas.

Con muchas dificultades Diego fue atravesándolas hasta alcanzar la plaza mayor. Observó entusiasmado, una vez más, sus singulares casas. Levantadas sobre la misma roca, sus paredes de yeso rojo se veían atravesadas por recias vigas de madera negra. Destacaba también en ellas el forjado de sus ventanas y un artesonado coloreado cerrando sus aleros.

Dejó atrás la plaza y fue a parar, al fondo de otra empinada calle, al lugar donde se levantaría la catedral.

Por el momento la construcción no alcanzaba más que la altura de un par de hombres, aunque cada día se la podía ver crecer. A su lado, una plataforma de madera decorada con tapices, la talla de un Cristo y cuatro enormes cirios, esperaba la llegada del arzobispo y de las demás autoridades de la ciudad.

Diego, entre empujones, alcanzó un lateral de la explanada y eligió el lugar más próximo al paso de la comitiva. Desde allí empezó a observar los preparativos.

—No imaginaba verte por aquí, albéitar de Albarracín.

Diego reconoció la voz de don Álvaro Núñez de Lara.

—Pues ya veis… Me agradan estos eventos religiosos.

—No sé si creerte o debo pensar en otras motivaciones…

—No os falta razón. En realidad, vengo para ver a Mencía…

Don Álvaro no sabía si estaba al corriente de la relación con el noble aragonés, pero fuera así o no, decidió contárselo.

—Lamento tener que darte una mala noticia…

—No paséis mal rato —le cortó—, sé para qué fue a Ayerbe…

—Entonces, supongo que te habrás olvidado de ella.

—No. No todavía.

—Pero, Diego… —Le sujetó del brazo compadecido—. ¿Qué pretendes conseguir? Lo más probable es que ni se acuerde de ti…

—Tan sólo quiero hablar, y buscar en sus ojos. Necesito saber si represento algo en su vida o no.

Don Álvaro sintió lástima, y aunque pensó que tendría que asumir la realidad por sí mismo, deseó ayudarle. Empecinarse en conseguir el amor de Mencía era un absurdo, él lo sabía, por eso decidió quitarle de la cabeza cualquier pensamiento que tuviera que ver con ella. Sin embargo, en ese momento, tenía otros compromisos que no podía retrasar…

—Me gustaría poder hablarlo contigo con más tranquilidad… —A Diego le extrañó tanto interés—. Cada mañana hago un poco de entrenamiento, ya sabes, algo de arco, ejercicios con la espada… ¿Por qué no te vienes mañana y charlamos?

—Me encantaría. No lo he visto hacer nunca, y tal vez podría aprender un poco de vos…

—Por mí no hay problema. ¿Qué te parece a primera hora en las inmediaciones del río?

—Allí estaré. —Estrechó su mano.

—Bien, te dejo, ahora he de recoger a mi esposa antes de la procesión.

Hasta que empezó la celebración, Diego se distrajo observando al público más cercano. A su lado tenía dos campesinos desdentados, de caras arrugadas como una pasa, y feos como jamás había conocido a nadie, que no paraban de reírse. Nadie sabía por qué, pero lo hacían con tanta gana que acabó contagiando a todos los de su alrededor. Y así, él, como uno más, entre bocanadas de aire y atragantado de risa, la vio aparecer.

Su rostro se escondía bajo un velo azul y caminaba del brazo de su madre, en procesión detrás del joven señor de Albarracín.

Gritó su nombre, pero la voz quedó ahogada en el intenso vocerío. Probó agitando las manos para atraerse su atención, pero tampoco así consiguió nada. Tan sólo cien palmos le separaban del lugar de la ceremonia y quiso ganar terreno en aquella dirección. La gente se lo impedía; unos protestaban, otros le empujaban zarandeándole de un lado a otro, pero a pesar de todo consiguió una buena posición, distinta de la pretendida, pero cercana al camino por donde había pasado la comitiva y volvería a hacerlo después. Y allí se quedó, parapetado tras una valla de madera, en primera fila, algo más lejos del estrado, pero con buena visibilidad del mismo.

—¡Qué bonita es doña Mencía! —El comentario partió de una anciana a su lado.

Él la observó ensimismado. Realmente era preciosa, tanto que parecía una quimera pretender su corazón. Llevaba dos trenzas rubias y un vestido de terciopelo azul, del mismo color de sus ojos, y además se la veía feliz.

Envidió al aire que la envolvía, a todo aquel que la saludaba, hasta los pájaros que tenía posados cerca del templete, pues ellos podían estar más cerca.

El arzobispo, junto a sus diáconos y varios monjes más, llegaron los últimos al estrado y de inmediato se inició la ceremonia. El celebrante entonó un canto en latín y después una letanía de oraciones que Diego no escuchó bien. Su atención sólo estaba dirigida al rostro de su dama, a sus ojos.

Pretendía hacerse notar cuando ella se volviese hacia el público, pero por desgracia sólo parecía prestar atención al celebrante. Y sin embargo, aunque tuvo que pasar bastante tiempo, al final sucedió. Al girarse, entre la multitud, le vio, asombrada primero, sonriente después cuando pudo devolverle el saludo.

Se dirigió a su madre señalándole su presencia. Diego vio que doña Teresa le respondía al oído. Parecía que la reñía por estar distraída. Mencía sólo le miró una vez más, pero lo hizo con una limpia sonrisa en su boca. Después adoptó una devota postura, bajó la cabeza y continuó atenta a la ceremonia.

Diego esperaba con ansiedad que el acto terminara. Llevaba en su bolsillo la nota que Mencía le había dejado en Olite. Sobre ella, Diego había escrito su dirección para que pudiera localizarle. Trataría de dársela cuando ella pasara a su lado.

Al finalizar la bendición, el arzobispo entonó el tedeum y como una sola voz todos los allí presentes le siguieron con emoción y solemnidad. Luego abandonaron la tarima y empezaron a desfilar bajando por la calle donde estaba Diego.

Mencía cambió de posición dentro de la comitiva para pasar más cerca de él. Iban despacio, demasiado despacio para su paciencia. Ella no dejaba de mirarle, muy risueña. También lo hacía doña Teresa a su lado.

—¡Diego! Nunca creí que vendríais.

—Cómo iba a rechazar esa invitación…

Diego era consciente del poco tiempo de que disponía. Se estiró para besarle la mano y de paso dejarle aquella nota de papel. Ella la recibió y la leyó con rapidez. Luego se la coló entre el fajín de su vestido.

—Iré a veros.

Diego escuchó aquello y a punto estuvo de explotar de emoción.

Cuando se despejaron las calles, se dirigió a su vivienda para recoger a Sabba y dar un largo paseo fuera de sus murallas.

Galoparon contra el viento, en la soledad de aquellos páramos. Diego no dejaba de hablar. Le contaba lo sucedido con Mencía, y el animal escuchaba.

Necesitaba compartir su felicidad.

Se llenó los pulmones de aquel aire fresco y respiró feliz. Sabba hizo lo mismo.

Amaba a Mencía.