Mencía volvía a casa llena de temores.
Entró en Santa María de Albarracín con un discreto séquito de caballeros, una pareja de sirvientes y sus tres damas de compañía.
Por expreso deseo suyo, había viajado a caballo en contra de la voluntad de su pretendiente Fabián Pardo, que había previsto una carroza y séquito para su protección. Tantas eran sus ganas por salir de aquel castillo que no quiso esperar la llegada de aquel transporte desde otra de sus fortalezas. A pesar de ello, las seis largas jornadas a lomos de su caballo le habían dejado derrotada.
Reconocía que Fabián había estado encantador con ella, y además, aunque ya rozaba la mediana edad, se conservaba bastante bien. Su parentesco con la casa real aragonesa le había procurado una elevada posición social y abundantes tierras y propiedades. Pero, aparte de eso, poseía otras virtudes: era diestro con el clavecín, le gustaba la pintura, la cetrería y sobre todo la lectura.
Mencía volvía de aquel viaje con un regusto amargo fruto de un conjunto de emociones contradictorias. Desde pequeña, siempre había odiado que le organizaran la vida. Y sólo por ese motivo el hombre se había enfrentado de antemano con su rechazo. Sin embargo, era de reconocer que Fabián había puesto mucho para contrarrestarlo, incluyendo sus mejores artes de seducción. Fue tal su empeño que hasta consiguió de ella un incipiente interés.
En su misma circunstancia, Mencía estaba segura de que cualquier otra mujer hubiera caído presa de su encanto. Pero ella no. En cuanto le vio, supo que no se casaría nunca con él.
Su llegada a Santa María fue muy celebrada. Las campanas de las iglesias repicaron con júbilo atrayéndose la atención de todos sus habitantes.
—¿A qué se deberá tanto alboroto? —Diego y Marcos almorzaban en la nueva vivienda.
—Hoy es el tercer día de junio, pero no recuerdo que se celebre ninguna festividad. —Diego se asomó desde una ventana de la segunda planta—. La gente saluda y vitorea a un pequeño séquito, pero no alcanzo a ver de quién se trata.
Se volvió a sentar a la mesa y antes de seguir dando cuenta de su humeante plato de judías, se fijó en Marcos. Su expresión era rara, y a la vez familiar.
—Desde hace unos días te veo dándole vueltas a algo… Y conociéndote, se trata de mujeres, de dineros, o de ambas cosas. ¿Me equivoco?
Marcos le sonrió sin ambages.
—O soy un libro abierto, o tú muy perspicaz. —Se sirvió un cuartillo de vino, le puso otro a Diego, y lo bebió de un trago.
—No se trata de damas. Sólo que necesito hacer algo. —Marcos se sinceró—. He preguntado por ahí, a unos y a otros, dónde podía encontrar trabajo, y salvo tres minas de sal en las cercanías y lo que se obtiene por el comercio en general, los principales recursos de la ciudad provienen de la lana. Bueno, y también de la venta de corderos al vecino reino de Aragón. Recordarás que vimos muchos rebaños poco antes de llegar a esta ciudad, pero parece ser que hay muchos más hacia el sudeste, camino de Valencia.
—Para ti no sería mala profesión la de ovejero, por aquello de poder corretear por los campos tras las pastoras… —Diego tanteó la seriedad de su planteamiento.
—Nada más lejos de mi idea. No, no se trataría de eso. —Se puso serio—. Pero es que, además, he sabido que al otro lado de la frontera, en el reino de Valencia, los sarracenos adoran la carne de oveja, no como nosotros, que preferimos la del cordero joven, casi lechal.
Se levantó y empezó a dar vueltas sobre la mesa.
—Y fíjate, vienen hasta Santa María de Albarracín a comprar lana…
—Entiendo. Se te ha ocurrido que se lleven también las ovejas —dedujo Diego.
—Exacto.
—Pero veo un problema. Dudo que los pastores te las vendan. Lo normal es que se desprendan de ellas sólo cuando están enfermas o son demasiado viejas.
—Dices bien, pero ¿y si recogemos ésas, las más viejas? Imagínate que las pudiéramos encerrar durante un par de semanas atiborrándolas a cebada, que es un cereal muy abundante en esta comarca… —Se apoyó con las dos manos sobre la mesa.
—Comprendo… Bien gordas, aunque sean viejas, los sarracenos las querrán y pagarían mejor.
—Ésa es la idea. Las compramos baratas a los ovejeros, las engordamos en un aprisco y luego las vendemos por el doble de su precio.
—No está mal pensado, pero sin tener un buen contacto con los sarracenos dudo que eso funcione…
—Se llama Abu Mizraín.
—¿Me tomas el pelo? —Diego cabeceó varias veces impresionado—. Llevamos tan sólo una semana por aquí y ¿ya te has hecho con uno?
—Es un comerciante que vive al sur de Valencia y viene a Albarracín cada dos semanas para comprar lana. Lo hizo ayer, y por eso conseguí hablar un rato con él. Aunque son varios los que manejan su mismo negocio, él tiene una ventaja que no poseen los demás.
—¿Has conocido a otros comerciantes?
—No, pero me han contado cosas…
—No seas tan parco en palabras y habla.
—Los demás viajan solos.
—¿Y qué tiene de desventaja eso?
—Abu Mizraín lo hace siempre con su hija. —Suspiró con ojos de borrego—. Es preciosa… y creo que le he gustado.
—Ahora lo voy entendiendo… —Diego le soltó un cachete en la nuca—. Ya tendrás algún lugar donde cebarlas, imagino…
—Todavía no, pero pretendía buscarlo esta misma mañana. ¿Me acompañas?
A pocas calles de ellos, a las puertas del castillo, doña Teresa Ibáñez recibía a su hija Mencía ansiosa de noticias. Escudriñó su rostro en busca del menor atisbo de complacencia. Como acostumbraba, Mencía se mostró impertérrita.
Nada más besarla, y sin poder aguantarse más, se lo preguntó abiertamente.
—Madre, no seas pesada. Déjame. Ahora sólo sueño con darme un largo baño y quitarme toda esta suciedad. —Se sacudió el vestido y brotó una nube de polvo—. Estoy agotada, ya te contaré después.
—¿Pero te ha gustado? ¿Es guapo? —Doña Teresa se agarró de su brazo mientras entraban en el castillo y subían hacia las habitaciones—. Tengo entendido que está muy bien considerado en la corte del rey Pedro II, y además que es muy rico… —Aquella serie de preguntas y comentarios se sucedían sin dar tiempo a que la joven contestara—. ¿Qué te ha parecido su castillo? Seguro que te ha tratado como a una reina. ¿De qué color dices que tiene los ojos? ¿Habéis puesto ya fecha para la boda? Supongo que el rey Pedro de Aragón acudiría a la ceremonia…
—¡Madre! —tuvo que gritar para conseguir pararla.
—Vale… Piensa que has estado tres semanas fuera y te echaba mucho de menos —protestó—. He pasado tanta angustia… Te marchaste con tal mal aire que me quedé preocupadísima. —Sus ojos se humedecieron y se le escurrió una lágrima por ellos—. No sabes lo mucho que sufre una madre cuando ve a su hija hacerse mujer, cuando vuela en busca de una nueva vida, en tu caso con ese hombre…
—¡Basta ya! Deja de atosigarme con el mismo asunto.
—Pero cómo quieres que te deje, si todavía no me has dado la menor señal sobre cuáles son tus sensaciones…
Mencía suspiró agotada, vencida por su insistencia. Se encontraba a las puertas del baño.
—Vale. De acuerdo. Si quieres conocer qué pienso, te lo diré ahora. Creo que no es mi hombre. Es así como lo veo en estos momentos, aunque reconozco que me ha desagradado menos de lo que yo misma imaginaba.
Con esa escueta frase le cerró la puerta en las narices, pero a doña Teresa no le importó demasiado. Una enorme sonrisa se le dibujó en la cara. Para lo que había esperado escuchar, aquello le sonó a música celestial.
Antes de perderse por el largo pasillo, oyó abrirse la puerta del baño. Miró hacia atrás y vio a Mencía asomándose por ella.
—Me he cruzado con un montón de caballeros desconocidos. ¿Quiénes son?
—Ha venido tu tía Toda con su nuevo marido, don Diego López de Haro. Ya sabes los problemas que éste tuvo con el rey Alfonso de Castilla. Desde su destierro, el pobre anda de sitio en sitio. Acaban de llegar de Estella y les he dicho que aquí pueden quedarse todo el tiempo que deseen.
—Tú siempre tan buena, madre.
Mencía volvió a cerrar la puerta y llamó a una de sus damas de compañía para que le preparara el baño y le ayudara después a desvestirse.
Una vez desnuda, se quedó quieta frente al espejo, a la espera de tener el agua caliente. Se estudió en su reflejo. Midió la tersura de su piel, sus redondeadas formas, su blancura. El rostro de Fabián Pardo le asaltó de repente provocándole una repentina sacudida. No deseaba a ese hombre, y tampoco lo imaginaba como destinatario último de su pasión.
Oyó rellenar el barreño con agua y se acercó hasta él. Metió un pie dentro y a continuación se sumergió por entero. Al salir soltó un relajante y largo suspiro.
Sólo le quedaba convencer a su madre para que aceptara su forma de ver…
—Lo voy a tener difícil —se expresó en voz alta.
—¿Necesitáis algo, señora?
—Nada, Berta, nada…