Para llegar hasta Santa María de Albarracín, superaron la sierra de Balbanera por su extremo este y luego siguieron hacia el sur hasta pisar las primeras tierras del señorío. Tardaron cuatro jornadas.
Diego y Marcos habían sido invitados a viajar con la expedición castellana. Era treinta de mayo cuando divisaron el mágico enclave de la ciudad. Encaramada sobre un peñón retorcido, parecía como una larga lengua lamiéndole las orillas al río Guadalaviar.
Doblemente amurallada, en su extremo se levantaba una pequeña iglesia situada a cierta distancia del conjunto urbano. Entre ambos, destacaba una sólida fortaleza de piedra caliza, con un particular tono rojizo que era común a otros de sus edificios. Después de cerrar y proteger por completo la ciudad, sus murallas tomaban un pronunciado ascenso por el este, a lo largo de un collado.
Antes de llegar a su destino y a pocas leguas de él, Diego se vio afectado por una suma de emociones que terminaron por afectar a su estómago. Aunque ansiaba ver a Mencía, no tenía claro si ella iba a sentir lo mismo. Con verdadera emoción guardaba la nota en la que le invitaba a visitarla en Albarracín, pues había querido ver en ella más cosas de las que en realidad encerraban sus tres escuetas frases.
Casi a las puertas de la ciudad, don Diego López de Haro empezó a conversar con su yerno Álvaro Núñez de Lara, ambos próximos a Marcos y Diego de Malagón.
—En cuanto entremos os presentaré a mi cuñada doña Teresa Ibáñez. Como es la madre y tutora del joven señor de Albarracín, se ha convertido en la cabeza visible del señorío. Es una castellana de armas tomar, ya lo veréis.
—Somos muchos… ¿Podrá acogernos a todos?
—Mandé un emisario poco después de abandonar Estella y casi estoy seguro de que tendrá preparado alojamiento para todos, pero lo primero es saludarla.
—¿Cuántos años tiene el heredero?
—Sólo once. Hasta que alcance la mayoría de edad, el señorío estará gobernando por la Orden de Santiago.
La puerta norte de la muralla les esperaba abierta, pero sólo la atravesaron unos pocos caballeros, pues tanto los carromatos como el resto de la caballería pesada, la de guerra y transporte, fueron llevados hasta una explanada a las afueras de la villa.
Las calles de Albarracín eran empinadas, sinuosas y estrechas, tanto que respiraron aliviados por haber dejado afuera una buena parte de la comitiva. Algunas vías se estrechaban de tal modo que era casi imposible que dos personas pudieran caminar a la vez.
Tras unos cuantos vericuetos más y después de dejar atrás una plaza muy concurrida, alcanzaron una explanada limpia. A su derecha, sobre una pétrea plataforma de roca, contemplaron el grandioso castillo de los Azagra. Bajo un enorme pórtico enrejado se encontraban sus propietarios.
Don Diego López de Haro, junto a alguno de sus más allegados caballeros, descabalgó con prontitud para saludar a la viuda y a su joven hijo Pedro. A su lado, se encontraba un caballero de la Orden militar de Santiago y dos niñas revoltosas de pequeña edad. A media distancia, Marcos y Diego observaban la escena sin ver por ningún lado a Mencía.
—Bienvenidos seáis todos a Albarracín —doña Teresa saludó a don Diego y se abrazó a su cuñada Toda. Luego, empujó por los hombros a su hijo para presentárselo.
—Este debe de ser… —Don Diego estudió al muchacho.
—Pedro Fernández de Azagra, tercer señor de Albarracín y vuestro sobrino —contestó el chico con voz infantil, pero sin falta de decisión.
En ese momento las dos niñas se escaparon corriendo hacia el interior del castillo, entre risas y chillidos, ajenas a cualquier obligación social. Al verlas, su madre puso un gesto de absoluta desesperación.
—Y esas dos granujas eran Belén y Beatriz, vuestras sobrinas. —Cayó en la cuenta de que no había presentado todavía a Ordoño de Santa Cruz, el hombre que vestía la Orden de Santiago—. Disculpadme, olvidé presentaros a nuestro administrador…
Los castellanos le saludaron de forma cordial.
—¿Y mi sobrina Mencía? —Doña Toda estaba extrañada por su ausencia.
—Mencía está en Ayerbe, en el alto Aragón. Un importante noble de ese reino, don Fabián Pardo, la pretende desde hace unos meses y por fin ha ido a conocerle. —Les guiñó un ojo y siguió en voz baja—. A mí no me importaría que terminasen en boda, pero ya veremos cómo vuelve…
—¿Ese hombre no es el justicia del rey Pedro II? —A don Álvaro le sonaba el apellido, pero en ese momento pensaba en Diego de Malagón y en su imposible objetivo.
—Estáis en lo cierto —le contestó doña Teresa—, por eso me interesa que la relación fructifique, pues sus influencias en aquella corte son únicas. Pero entremos dentro; supongo que desearéis descansar un rato antes de cenar. Mis sirvientes se harán cargo de los caballos como también de repartir al resto de vuestros hombres por la ciudad. Si vais a quedaros un tiempo en estas tierras, lo mejor es que todos estén lo más cómodos posible. Me encanta teneros conmigo, de verdad, y descuidad, todo está bien organizado.
Diego y Marcos fueron considerados como unos miembros más de la expedición y por tanto les asignaron una vivienda. Ésta se encontraba bastante alejada del centro, su estado era lamentable y la suciedad la invadía por entero, pero al menos tenía cuadra y unas vistas únicas sobre Santa María de Albarracín.
Mientras la inspeccionaban, Marcos sintió verdadera repugnancia, tanto que de inmediato se tanteó la bolsa donde guardaba los dineros ganados en Fitero.
—Esto no es una casa… Busquemos otra donde se pueda respirar. —Sacó un puñado de maravedíes de oro.
—No los malgastemos. Tal vez podamos necesitarlos más adelante. Reconozco que está bastante mal, pero otros habrán tenido peor suerte. Intenta verla con otros ojos, seguro que una vez limpia mejora.
Le dieron un exhaustivo repaso para atacar las deficiencias más urgentes y aquello fue casi peor. Las paredes estaban completamente desconchadas, y el suelo, de arcilla, rezumaba humedad y podredumbre. Y por si fuera poco, en toda la casa flotaba un penetrante tufo que casi mareaba.
—¡Huele a cabra! —protestó Marcos.
Diego volvió a restarle importancia. La posibilidad de ver a Mencía compensaba cualquiera de esos contratiempos. Marcos, que le conocía bien, dedujo lo que pensaba, pero siguió molesto. Cansado de discutir, le pegó una patada a una piedra y la estampó contra una de las paredes. Al hacerlo se desprendió un enorme trozo que terminó en el suelo estallando en mil pedazos. Diego adoptó un gesto de resignación.
Amontonaron un poco de paja en una de las esquinas más abrigadas de la casa para pasar la primera noche. No imaginaron que aquella áspera cama, además de brindarles un cierto descanso, les iba a regalar una desagradable compañía: docenas de pulgas sedientas de sangre.
Nada más amanecer, Diego buscó la ciudad para preguntar por Mencía. Apenas atravesó la puerta oeste, encontró una gran herrería con tres fuegos y cinco hombres moldeando el hierro. Le recordó a la fragua de Galib, en Toledo. Allí fue donde primero preguntó por ella, pero ninguno supo decirle dónde estaba.
Hizo lo mismo algunas callejas más adentro, parando a unos y a otros.
—Es una buena chica —le respondió una anciana.
Consiguió varios testimonios más, como el de un pastor que le juró no conocer mujer más bella que Mencía, o el de una gruesa anciana asegurándole que era tan dulce como un pastel de miel. Sin embargo, la mayoría, antes de opinar, le remitía al castillo para que se informara allí. En ruta hacia aquel destino paró a un religioso para preguntarle.
—No está en la ciudad.
—¿Sabéis dónde ha ido, o si volverá pronto?
—Qué he de saber yo, si sólo me dedico a la contemplación y a la oración, hijo…
Apesadumbrado por la falta de resultados, siguió caminando hacia la plaza principal, donde encontró un mercado. Se chocó con una joven muy risueña cargada con una gran cesta, y con ella tuvo más suerte, resultó ser una sirvienta de los Azagra.
—No sabemos cuándo volverá, pero no antes de una semana… —La moza preguntó a un tendero si tenía faisanes.
—¿Pero adónde ha ido? —insistió Diego.
—¿Acaso la conoces? No tengo por qué decírtelo. ¿Quién eres tú para preguntar por ella? ¿Has venido con los castellanos?
Diego respondió a todas las preguntas a la vez que le seguía el paso de uno a otro puesto. La moza empezó a sentirse incómoda por su insistencia y más cuando al darse la vuelta para ver unos encajes, se chocó otra vez con él.
—¿Me puedes dejar en paz?
—Por favor, te lo suplico… necesito saber más cosas sobre ella… —Diego le agarró por la blusa para que no se le escapara, y ella, indignada, trató de zafarse.
—Suéltame…
—Hasta que no me expliques lo que quiero, no lo haré.
La chica infló las mejillas, le miró harta, y a voz en grito llamó a la guardia. Tras un corto silencio la gente empezó a murmurar señalándole, y algunos hombres, con gesto de pocos amigos, fueron hacia él. Antes de verse en más problemas tomó una calle a la carrera y se alejó de ellos.
Marcos, sin esperar ni un día más, se lanzó a buscar trabajo por toda la ciudad, pero no tuvo suerte. Sin oficio, nadie le daba ninguna esperanza y al parecer tampoco abundaba el trabajo. Convenció a Diego para que probara como albéitar sin saber que le era imprescindible tener antes el beneplácito de los Azagra. Cuando lo supo, Diego buscó a don Álvaro Núñez de Lara para pedirle ayuda, pero la suerte tampoco estuvo de su lado. Le dijeron que había salido de la ciudad y nadie sabía cuándo volvería.
Las cosas no pintaban nada bien para ellos, y sin embargo, cuando hacía ya cuatro días que estaban en Albarracín, a primera hora de la mañana recibieron una sorprendente visita. Diego fue quien abrió la puerta.
—La viuda quiere hablar con vos. ¡Id de inmediato al castillo! —El hombre se presentó como sirviente de doña Teresa. Nada más obtener su conformidad, se marchó con la misma rapidez que vino.
Diego acudió de inmediato a la cita solo, sin entender qué podría querer la madre de Mencía. Atravesó a pie la ciudad hasta llegar a la entrada de la fortaleza y allí se presentó al vigilante. Éste le invitó a esperar fuera y avisó de su llegada. Tanto uno como otro se sorprendieron cuando apareció doña Teresa en persona a recibirle.
—Eres el albéitar Diego de Malagón, ¿verdad? —La mujer, de cuarenta y pocos años, lucía una espléndida figura. Su cuidado aspecto le hacía parecer más joven—. Ayer por la noche me hablaron muy bien de ti. Por ese motivo te he hecho venir. Me gustaría que vieras algo…
—Vos diréis, mi señora. —Diego fue escueto, pero no por descortesía, sino al descubrir en sus ojos los mismos de Mencía y sentirse intimidado por ellos.
Doña Teresa le animó a seguirla hasta las caballerizas del castillo con una expresión rara, como si algo la preocupase. Don Álvaro le había hablado bastante sobre Diego, pero se había dejado algo importante: su gran atractivo físico. Se había esperado encontrar a un joven más bien tosco y ordinario, lo normal en un plebeyo, y sin embargo sólo había visto en él buena presencia y una gran cortesía.
—Hace poco menos de un mes nos dejó nuestro albéitar, un judío con excelente ojo clínico y mucho saber. Fue reclamado por el gobernador almohade de Valencia, se suponía que para una sola consulta, pero nunca volvió… —La mujer empujó las puertas de los establos con decisión y recorrió callada un largo pasillo que desembocaba en un espacio abierto y más luminoso. Una vez allí, continuó su conversación—. Y el caso es que nos vendría muy bien contar con un nuevo albéitar para atender la ciudad.
—Si acaso pensáis en mí, sería estupendo, desde luego…
Al hilo de su comentario, de repente doña Teresa se quedó quieta, manifestó un ligero temblor en los labios y después liberó de sus pulmones un prolongado suspiro.
—Si pienso en ti, dices… —Estudió el suelo para ver dónde pisaba entre tanto estiércol, y luego se quedó quieta, observándolo. Diego se sintió incómodo. Aquellos ojos—. Tal vez… Bueno, la realidad es que en estos momentos tengo un grave problema… O, tal vez, mejor sería decir que no lo tengo yo, sino mi yegua. Si fueras capaz de devolverle la alegría, el trabajo podría ser tuyo. ¿Qué te parece? —Un brillo de malicia brotó de sus ojos.
—Estaría encantado, pero alegrar un caballo no es de aquellas labores que estén explicadas en los libros. Supongo que el animal padece algún mal que le provoca tristeza. En eso sí puedo ayudaros.
—Claro, claro… Si está apenada, se debe a su ensilladura. La tiene hinchada y con llagas desde hace una semana. Como es lógico, no puedo montarla. Pero lo que peor llevo es verla triste, sin apetito, sin gracia ninguna.
Diego empezó a pensar. Aquélla era una lesión de escasa importancia. Si la única prueba para ser contratado como albéitar consistía sólo en eso, se lo estaba poniendo demasiado fácil. Algo no encajaba bien.
La yegua era un precioso ejemplar de capa torda y larguísimas crines, ojos oscuros y muy expresivos. Pero aquello no era lo que más la distinguía, además, tenía un nervio afilado. Sacudía la cola con tanta fuerza que conseguía hacerla silbar. Diego sabía que aquél era un signo de máxima irritación.
En cuanto se aproximó, el animal resopló amenazante. Él le ofreció ambas manos para que las olisqueara, pero a diferencia de lo que otros habrían hecho, la yegua no mostró ningún interés por ellas. Por el contrario, se levantó de manos nada más acercarse en actitud muy agresiva.
Doña Teresa se quedó parapetada tras una valla a la espera de las reacciones y embestidas de Furia. Aquélla era su yegua más agresiva y peligrosa, a la que todos temían. No se lo quería perder.
Furia era la excusa para poner a prueba a todo aquel que fuese a trabajar para ella, se tratase de un albéitar o de un capataz de cuadra.
—¿Sabéis si cocea con facilidad?
Diego se separó del animal diez o doce palmos para que éste le viera de frente. Tenía comprobado que en las distancias pequeñas no conseguían enfocar bien los objetos, a no ser que ladearan la cabeza.
—Bueno… es algo nerviosa, pero nada serio. —Doña Teresa le mintió.
La yegua no reaccionaba a ninguna de sus habilidades y de pronto empezó a piafar con su pata, escarbando el suelo, con una expresión frustrada. Diego decidió atacarla sin más demoras hablándole entre susurros, le pellizcó por la espalda y luego en el lomo, salvando, por supuesto, la zona herida.
Terminó haciéndolo también en la base de la cola.
Aquello pareció distraer al animal y equivocar a Diego al confiarse demasiado sin prevenir su siguiente reacción. Furia esperó a tenerlo detrás de sus nalgas para aplastarlo contra la pared con una inusitada rapidez y maña.
Diego puso en tensión sus músculos para resistir la presión que ejercía sobre él e inspiró una larga bocanada de aire para endurecer su pecho. Miró a doña Teresa conteniendo la respiración y sin ocultar una seria expresión de pánico. Ella parecía insensible a la situación, pues siguió hablando tan tranquila.
—Es un poco traviesa… En una ocasión, al anterior albéitar consiguió pisotearle con tanta precisión el mismo dedo del pie que a punto estuvo de dejárselo plano. Pero es muy lista. Cuando ve que su víctima no puede seguirle el juego, lo deja para ponerse a otra cosa.
Diego emitió un débil quejido, casi inaudible. Imploró para que la yegua se aburriera lo antes posible y pudiera volver a respirar. Y tuvo suerte.
El animal se interesó por un gorrión que se acababa de posar en su abrevadero, aparición que Diego consideró casi milagrosa, y le dejó libre. Corrió hasta la valla, desde la cual doña Teresa, con una sonrisa maliciosa, esperó a conocer su siguiente reacción. De la determinación que a partir de ese momento tuviese, dependería su idoneidad para el trabajo. Ahora empezaba de verdad la prueba definitiva.
—¿Te encuentras bien? —Las mejillas de Diego estaban tan encendidas que parecían a punto de reventar.
—Sí, sí… estoy perfectamente.
Inspiró con profundidad tres veces, recuperó fuerzas, y se dirigió de nuevo hacia Furia. Aquello demostraba que no era un sujeto fácil de vencer. Todo lo contrario, Diego era de los que se crecían ante la adversidad. Sin él saberlo, con ese gesto acababa de superar el examen. Era justo lo que doña Teresa esperaba ver.
Diego exploró las llagas de la yegua. Estaba claro que las había producido la intensa sudoración y el roce con la silla de montar. Algunas estaban abiertas y rezumaban una bilis amarillenta de un olor horrible. Diego sacó de su maletín un cañivete y recortó los bordes secos de la piel. Sabía que eso no iba a hacerle daño. Después levantó alguna de sus costras para comprobar cómo habían evolucionado.
Doña Teresa, sorprendida de la habilidad de sus manos, le dejaba hacer sin distraerle, observando todos sus movimientos, y tan sólo dijo una cosa, sólo una:
—Desde este momento, el trabajo es tuyo.
Aquello produjo en Diego una enorme satisfacción. Al fin y al cabo, iba a ser la primera oportunidad que tuviese para desempeñar su oficio sin depender, como antes, de la opinión o última decisión de un maestro. Sintió un escalofrío de satisfacción y a partir de entonces fue notando como se difuminaba la tensión entre ellos.
—Conocí a vuestra hija Mencía.
—Ah, ¿sí?
—En Olite. Hará tres meses, durante una justa.
—Ahora que lo dices, creo que escuché algo sobre ti…
—¿Os lo contó ella?
—No recuerdo…
—Me ayudó a curar un caballo herido en el cuello.
—No sabía…
—Luego me atacaron con una daga y ella estaba a mi lado.
—Ya… algo terrible, entiendo… —contestaba despistada—. ¿Necesitarás algo más de mí? Ahora tengo que atender una cita importante.
Diego se volvió hacia su yegua.
—Para su cura requeriré vinagre, pez, salvia, azufre y algo de aceite. ¡Ah!, y también un mandil.
—Me encargaré de que te lo traigan todo. —Hizo ademán de irse.
Diego se percató y quiso preguntarle cuándo volvería su hija, pero doña Teresa no le dio oportunidad.
—Ordenaré que limpien y preparen la vivienda del albéitar. No está lejos de aquí y creo que te gustará. Dispone de una amplia cuadra para alojar los caballos que necesites tratar o supervisar. La casa tiene personal propio que desde este momento está a tu servicio.
Casi a punto de desaparecer, se dio media vuelta.
—Ah… te pagaré cien salarios a la semana. Si estás de acuerdo, anunciaré mañana mismo tu nombramiento.