I

Marcos tuvo que decidir: seguir a Diego hasta Santa María de Albarracín en busca de Mencía o quedarse en Corella, donde con gusto le acogería Bernarda.

Si hacía lo segundo, no le faltaría trabajo, pues la familia de Bernarda poseía bastantes tierras y solía necesitar gente para la cosecha.

A tan sólo una legua del monasterio, se mantuvo callado. Diego le miraba de cuando en cuando sin querer influir sobre él. Estaban atravesando una riera con poca agua cuando por fin Marcos habló.

—¿Acaso me imaginas de sol a sol, todos los días, doblándome la espalda hasta rompérmela, empapado en sudor, y sólo para llenar carros y carros de coles o zanahorias que nunca serán mías?

—Te veo, pero siempre que luego ella te endulzara el descanso…

—Ni aun así… ¡Ni hablar!

Marcos azuzó su mula para no quedarse atrás.

Durante las dos siguientes leguas se mantuvo serio y cabizbajo, sopesando tal vez su decisión, hasta que empezó a sonreír primero y luego a reír sin parar.

Diego, un poco desconcertado al principio, terminó contagiándose sin saber a qué se debía.

—¿A qué viene esa risa?

—Cuando vivía en Burgos, aquel monje que me enseñó a leer y a escribir me dijo un buen día que en Castilla éramos más de un millón de personas. —Estalló en una carcajada que todavía dejó más aturdido a Diego.

—No entiendo nada…

—¿Y si te dijese que por lo menos la mitad de ese millón son mujeres?

—Ah, granuja… Ya te sigo… Vuelves a ser como siempre, ¿eh?

—¿No dice el rey Alfonso en sus fueros que todos los castellanos somos hombres libres?

—Eso dice, sí…

Marcos admiró el paisaje que les rodeaba. Se encontraba salpicado de ondulantes lomas repletas de manzanos y ciruelos. El día era soleado, cálido, y una agradable brisa convertía su discurrir en un verdadero placer. Se acercó hasta uno de aquellos árboles y se hizo con dos manzanas bien maduras. Una se la tiró a Diego.

—Me siento libre, y como tal no quiero rendir vasallaje a ningún caballero o infanzón, como hacen otros muchos por estas tierras. Dicen que se entregan a ellos a cambio de protección. Les dan su cereal, carne, la leche de sus ovejas, a veces hasta a sus hijas para disfrute y beneficio de sus señores. Es absurdo… Yo digo que lo que en realidad les dan es su propia libertad…

Diego nunca le había escuchado hablar de aquella manera y estaba asombrado.

—Por eso no quiero quedarme con Bernarda.

—Mi padre rindió vasallaje a los calatravos casi toda su vida, y gracias a ello pudo explotar una posada. Sin embargo, no quiso que yo siguiera sus pasos. Me pidió que volase más alto que él, que me buscase un buen oficio, un maestro, me instó a que fuera alguien por mí mismo, sin depender de nadie.

—¿Y no lo has conseguido ya?

—He aprendido casi todo lo necesario para ejercer mi oficio, a pesar de los muchos sacrificios que tú bien conoces. Y es verdad, sí, creo que ha llegado el momento de poner ese conocimiento en práctica. ¡A eso me dedicaré desde ahora! Fitero resultó ser mucho peor que una cárcel, pero también allí conseguí lo que pretendía.

—Aprender no debería ser tan difícil…

—Cuánta razón tienes, Marcos. Tampoco yo entiendo por qué ha de ser así… No creo que los monasterios deban ser esos lugares oscuros y agrios, donde cohabita la intransigencia de unos con la bondad y la sabiduría de otros. En Fitero hemos visto obtusas personalidades como la de fray Servando, junto a hombres santos y buenos como es el caso de fray Tomás…

Alcanzaron la ciudad de Calatayud, ya en el reino de Aragón, tres días después.

Cuando pretendían entrar en su plaza mayor, se toparon con una numerosa comitiva de caballeros y carromatos que taponaba sus accesos. Trataron de rodearlos para seguir su camino, pero las calles estaban cerradas al paso por causa de aquel cortejo.

Diego descabalgó para hablar con una joven que parecía ajena al grupo.

—¿Qué está ocurriendo aquí?

—Son nobles castellanos. Fugitivos, creo… —contestó la chica, impresionada por su buena planta y altura.

Diego se puso de puntillas para mirar por encima de aquella marabunta. No vio ninguna enseña o arma que los identificara. Cuando quiso volver a preguntarle, la moza se había ido.

—Todo esto es muy raro —comentó a Marcos—. ¿Qué pueden hacer unos castellanos en Aragón y además huyendo? Trataré de enterarme. Tú espérame al tanto de los caballos —Marcos recogió sus riendas—, volveré enseguida.

Diego se hizo un hueco entre el gentío hasta llegar a la plaza. La algarabía era tal que apenas conseguía oír a quienes preguntaba. Pero por fin una persona se lo contó todo.

—Seguimos a don Diego López de Haro.

Diego se quedó estupefacto. No entendía cómo el señor de Vizcaya, a quien él conocía, podía estar huyendo de Castilla tratándose del más leal servidor del rey castellano. Aquello le resultó muy extraño.

Buscó el centro de la plaza, donde había un grueso grupo de caballeros, y al llegar a ellos volvió a preguntar.

—¿De dónde venís?

—De Estella —le contestó uno.

Diego sabía que aquella ciudad estaba en Navarra, lo cual tenía aún menos sentido.

—Tuvimos que abandonarla —el hombre se explicó mejor ante el gesto desconcertado de Diego—, después de haber sufrido un largo asedio por parte de Alfonso VIII y de su primo el rey de León. No consiguieron doblegarnos, y tampoco capturar a don Diego López de Haro, pues a eso venían, pero una vez se fueron, también tuvimos que irnos nosotros…

—¿Diego de Malagón?

De repente, aquella voz a sus espaldas le sonó conocida. Al volverse reconoció a su propietario: don Álvaro Núñez de Lara, esposo de doña Urraca y yerno del señor de Vizcaya.

—¿Pero qué haces tú por aquí?

—Eso mismo digo yo —contestó Diego con una amplia sonrisa. Aquel hombre siempre le había caído bien.

—Una larga historia, te lo aseguro. Pero antes de contártela, ven conmigo. En cuanto te vea mi mujer, se va a llevar una enorme alegría. ¿Cuánto hace que no sabíamos nada de ti? ¿Dos años?

—Tres. Los que he pasado en el monasterio de Fitero.

Don Álvaro, extrañado, estudió su ropa.

—No parece que hayas tomado los hábitos…

—No, no. Nada más lejos. Tan sólo estuve allí para ampliar mi formación.

De camino hacia uno de los ángulos de la plaza, don Álvaro le sorprendió mirando repetidas veces hacia una misma dirección.

—¿Acaso vienes con alguien?

—Sí, viajo con un buen amigo. He de avisarle. Decidme dónde os puedo buscar y en breve volveré con él.

Después de hallar a Marcos y contarle lo ocurrido, se dirigieron a la vivienda que le había indicado don Álvaro. Allí les esperaban él y su esposa doña Urraca.

La mujer corrió al ver a Diego y le dio un beso en la mejilla.

—¡Menudo cambio! —exclamó.

Desde Toledo Diego se había fortalecido, era más alto y atractivo. Ella seguía estando tan bella como recordaba, o incluso más todavía.

Diego les presentó a Marcos, y éste, cómo no, se quedó prendado desde el primer momento de doña Urraca.

—Entremos en la posada. —La mujer señaló el interior de la casa—. ¿Tenéis hambre?

Mientras esperaban a ser servidos, la mujer preguntó a Diego en voz baja si sabía lo de Galib.

—No sé a qué os referís. No le habrá pasado nada malo, ¿verdad? —Diego esperó su contestación con ansiedad. Trató de entender en sus ojos cuál podía ser su intención. ¿Estaría refiriéndose al turbulento suceso que protagonizó con ella en las cuadras? ¿O es que iba a recriminarle su deslealtad hacia Galib?

—Perdonad, pero no sé de qué me habláis.

Doña Urraca le notó nervioso.

—Poco después de tu desaparición, Galib repudió a Benazir…

Diego se sintió fatal. Seguramente él había sido causa y parte de aquella desgracia. Lo lamentó, sobre todo por Galib, a quien quería como a un padre.

—No sabía nada…

—Las malas lenguas te relacionaron con el asunto.

Diego se puso colorado. Trató de hablar, pero no encontraba las palabras adecuadas. Ella sabía por qué. Había mantenido una larga conversación con Benazir y se lo había confesado todo.

—Descuida… Sé que actuaste con nobleza y lealtad. Me lo contó ella.

Diego se sintió más aliviado.

—Y entonces, Benazir… ¿Sigue en Toledo?

—No, sé volvió a Sevilla. Creo que vive con su padre, el embajador persa.

Diego apretó los puños con rabia. Al final, su renuncia a Galib no había servido para nada. Si con su gesto había pretendido salvar el honor de Benazir, no sólo no lo había conseguido, sino que encima el matrimonio se había roto.

Su rostro reflejaba un hondo pesar.

Don Álvaro cambió de conversación a propósito.

—Si has vivido dentro de un monasterio cisterciense tanto tiempo, dedicado a la oración y el estudio, lo cual me parece muy loable, me pregunto cuál puede ser ahora tu siguiente destino…

—Santa María de Albarracín —contestó Marcos por él—. Allí vive una mujer que le tiene muy alterado…

El matrimonio se miró con expresión de asombro.

—También nosotros vamos allí. Si recuerdas, mi suegro contrajo segundas nupcias con una Azagra. Un apellido firmemente vinculado a esas tierras.

—¿Y quién es ella…? —doña Urraca interrumpió al marido para enterarse por boca de Marcos, llena de curiosidad. Necesitaba saber qué mujer podía atraer tanto a Diego como para ir en su búsqueda.

—Mencía —le contestó con total complicidad.

—¿No te referirás a Mencía Fernández de Azagra? —A doña Urraca se le nubló la expresión. Si se trataba de ella, la relación con Diego, un plebeyo, era tan difícil como ver nevar en el desierto.

—La misma —respondió Diego.

Doña Urraca se volvió a su marido con una expresión frustrada.

—Mi esposa y Mencía son primas… —apuntó don Álvaro.

Un extraño silencio recorrió la mesa hasta que el noble Lara volvió a hablar haciendo un rápido resumen de lo ocurrido en sus vidas durante esos años, dejando de lado la referencia a la chica.

—Poco después de aquella fiesta fui nombrado alférez de Alfonso VIII, en sustitución de mi suegro. Pero aquello duró muy poco. Invertimos varios meses en el asedio de Vitoria aprovechando la ausencia del rey de Navarra, que andaba por tierras moras.

Diego le hizo entender que estaba al corriente del asunto.

—Pero las tensiones entre el rey de Castilla y mi suegro empezaron a ser insoportables. En la toma de Vitoria, el rey hizo uso de hombres y abundantes recursos procedentes del señorío de Vizcaya sin pedirle en ningún momento permiso a mi suegro. Éste se enfureció mucho al saberlo, pero todavía más cuando, meses después, supo que el que se enorgullecía de ser su amigo antes que rey se había puesto de parte del monarca leonés en un litigio que la familia Haro mantenía contra este último por causa de unos castillos.

—Creía que su relación rozaba la hermandad —intervino Diego.

—Cierto, pero se transformó en odio, y fue tanto que mi suegro terminó pidiendo su desnaturalización de Castilla.

—No sé qué significa eso.

—Renunciar a todos los privilegios, tenencias, ingresos y hasta la propia pertenencia al reino. Aquello molestó de tal manera al rey que tuvimos que salir de Toledo a toda prisa. Conseguimos primero refugio en Estella, gracias al monarca navarro, pero hace pocos meses fuimos atacados por las tropas conjuntas de Castilla y León. Los dos monarcas, antes enemigos irreconciliables, ahora habían unido sus fuerzas para detener a don Diego López de Haro. Nos resguardamos en el inexpugnable castillo al que llaman de Zalatambor, en la hermosa villa de Estella, y allí pudimos resistir.

»Hartos de no conseguir nada, terminaron abandonando la empresa. Pero poco después, el rey Sancho de Navarra nos expulsó de sus tierras presionado por Alfonso VIII. Y ahora, Castilla se ha convertido en un infierno para nosotros, el reino de Navarra nos ha cerrado sus puertas y el de Aragón tampoco quiere prestarnos refugio. Por ese motivo nos dirigimos a Albarracín. Al tratarse de un señorío independiente de los demás reinos, allí no tendremos problemas. Y bueno, además está gobernado por la familia.

Diego cada vez se sentía más atraído por los avatares de la política, aunque no siempre los entendiese demasiado bien, o incluso algunos le resultasen algo lejanos. Admiraba al rey de Castilla por su firme compromiso contra el fanatismo almohade, por su política protectora de las clases más bajas y por el establecimiento de los fueros. Le parecía valiente la intención integradora que demostraba tener para unir a los diferentes territorios hispánicos en la derrota del enemigo sarraceno, a pesar de algunos contratiempos como el que acababa de escuchar en contra de aquella estimada familia.

Mientras escuchaba a don Álvaro se fijó en él. Aquel hombre era uno de los más altos representantes de la nobleza castellana y como tal disfrutaba de abundantes riquezas y poder, sin embargo, Diego no lo envidiaba por lo que tenía, sino más bien por cómo era. Don Álvaro poseía una virtud que él deseaba tener para sí mismo: valor.

Diego entendía que sin ese ingrediente nunca conseguiría completar sus obligaciones ni alcanzar las elevadas metas que se había propuesto en la vida. ¿Tenía él aquella virtud? No lo sabía.

Hacía ya mucho tiempo que por desobedecer a su padre no había defendido a sus hermanas… y tampoco sabía cómo hacerlo ahora.

La vida seguía, el tiempo pasaba, pero Diego siempre vivía con el lastre de una deuda que tenía pendiente con los de su propia sangre.