XIII

Diego se leyó aquel extraño tratado que versaba sobre filosofía y cábala, y luego uno de Catón titulado De re rústica.

Por aquel entonces se le presentó una inesperada circunstancia que le llevó a tratar con el más notorio de los habitantes del monasterio: con su prior.

Todo sucedió un buen lunes de febrero, cuando su mejor caballo empezó a mover la cabeza de una forma extraña. En vez de llamar a fray Servando, como hubiera sido lo normal, el prior quiso ver a Diego.

Sin saber en qué consistía el problema, Diego se presentó en las cuadras aquella misma mañana. De una primera inspección, consciente del terrible pronóstico de aquella enfermedad, decidió que no sería él quien dirigiese la cura y por eso recomendó que avisasen a fray Servando. No se sentía preparado para sufrir más vigilias en aquel albañal apestoso, sólo porque su mentor se sintiese de nuevo ninguneado.

Cuando fray Servando conoció su gesto, se lo agradeció tanto que le rogó estar presente durante la observación del animal.

El prior, presente durante el acto médico, se manifestaba muy preocupado y no le faltaban motivos, teniendo en cuenta el penoso aspecto del animal.

—¿Ha pasado mucho frío?

Fray Servando rompió la tensión con poca fortuna.

—¡Pero qué pregunta más tonta… por Dios! —Las mejillas del prior se encendieron de pura ira—. ¿Acaso no sois el único responsable de las cuadras? ¿No sabéis ni lo que ocurre en vuestras pías y santas narices?

El hombre parecía de verdad alterado.

—Disculpadme, mi prior. Estaba pensando en una causa que de confirmarse le supondría un grave pronóstico. Antes de deciros nada, quise asegurarme…

Diego entendió que fray Servando estaba acertado en el diagnóstico por el comentario que acababa de hacer.

—Tuvo un mal de pulmón, hará cosa de un año… —recordó fray Servando—, tal vez fuera en estas mismas fechas…

—Sí, es cierto. Padeció unas fiebres muy altas, pero lo de ahora es distinto… —le señaló el prior en tono agrio y a punto de perder la paciencia—. Desde hace unos días mueve la cabeza de una forma extraña y le sale mucho líquido por la nariz.

—Tiene cimorra —afirmó fray Servando—; es una dolencia secundaria al mal que tuvo el año pasado.

El prior miró a Diego por si encontraba algún atisbo de desacuerdo en su rostro. Sólo halló conformidad.

—Lo trataré con un remedio muy efectivo y veréis qué pronto resolvemos su mal.

La expresión de Diego mudó en perplejidad al escucharle decir aquello, cuando esa enfermedad no tenía cura. Miró al fraile, pero prefirió no decir nada, a la espera de verle actuar.

Fray Servando mandó que le pasaran una cuerda por la cabezada y la ató a dos argollas de la pared. De ese modo evitaría incómodos cabeceos en el caballo. Luego abrió un armario donde guardaba sus tratamientos, y sacó una caja llena de capullos de gusano de seda. Los contó y pareció satisfecho.

El prior observaba perplejo cómo fray Servando levantaba en el suelo un pequeño montón de ellos, justo debajo de la cabeza del equino, pero se inquietó más cuando empezó a quemarlos, según dijo, para que el animal inhalara los humos.

—Esos vahos le entrarán por los ollares hasta el cerebro y disolverán los malos humores allí concentrados —afirmó muy seguro fray Servando.

—¡Eso espero! —repuso el prior, tapándose la nariz—. Esto huele peor que el mismo infierno…

Diego miraba a fray Servando y luego al caballo. Conocía la poca virtud de su remedio y por eso se separó unos pasos temiéndose lo que pudiera ocurrir.

No contento todavía con los efectos de aquel pestilente olor, aquel fraile sanador pidió a otro mozo un palo delgado y una tela de lino para enrollarla en su extremo. En cuanto lo tuvo todo en su mano, buscó la nariz del animal y empezó a metérselo por dentro sin ninguna pena.

El caballo abrió los ojos espantado y pateó el suelo.

—¡Le hacéis daño! —se quejó el prior, ya enfadado.

—No lo creáis; sólo trato de empujarle los humores y correrlos de sitio, así se le equilibrarán sus malestares y mejorará.

En ese momento el caballo debió de notar un fuerte picor y Diego presintió su reacción. Se lo avisó a ambos, pero sin tiempo. Una impresionante cantidad de mucosidad salió en explosión por sus ollares hacia el rostro de fray Servando y al blanco hábito del prior. Diego, y todos los que estaban presentes, no pudieron reprimir una sonora carcajada.

Desde el primer momento Diego sabía que aquello no iba a curar al caballo, y también adivinó su consiguiente represalia ante la irreprimible risa. Pero a pesar de ello disfrutó como nunca.

Su castigo consistió en dos semanas más en sus ya entrañables y apestosas letrinas, aunque al final sólo estuvo cuatro días. Durante los tres primeros no pudo dejar de reírse cada vez que recordaba la escena, pero en el cuarto la cosa cambió. Una vez más, el responsable de lo que luego sucedió fue fray Servando, y todo se debió a su mala sombra.

Diego empujaba una carretilla llena de estiércol humano con idea de esparcirlo en un campo cercano al monasterio. Cuando atravesaba la plaza central del cenobio, vio salir a fray Servando de las cuadras con el gesto roto. Iba cabizbajo, refunfuñando y abstraído en sus cosas. De pronto le alcanzó aquella pestilencia y al darse cuenta de quién la transportaba, fue hacia él muy decidido.

—Sabías que no iba a funcionar lo de los capullos y no me lo advertiste, ¿verdad? —Su rostro había quedado tan cerca del de Diego que podía respirar su propio aliento.

—Estáis en lo cierto —contestó sin ningún tapujo.

—Lo imaginaba… —Al hombre se le hincharon las alas de la nariz y sus ojos empezaron a inyectarse en sangre—. Aquello me ha supuesto unas penosas consecuencias… ¿sabes? ¡Y todo por tu culpa!

—Permitidme no estar de acuerdo con vuestra conclusión, pero en realidad he de reconocer que me importa más bien poco lo que desde ahora os ocurra…

Diego volvió a ponerse en marcha sin hacerle caso, harto de recibir de él ese trato siempre agriado.

—¡Párate! —Se plantó delante de él para cortarle el paso—. El prior acaba de retirarme mi responsabilidad sobre las cuadras, y desde ahora me manda ir a cultivar un campo, como si fuera uno más…

—Pues me parece una noticia estupenda. Por fin me dejaréis en paz.

Sin mediar otra palabra, fray Servando respondió a su comentario de una forma increíble. Primero le quitó la carretilla de las manos para volcarla a continuación sobre el suelo del patio con un gesto furioso. Pero todavía se quedó más perplejo Diego cuando el fraile empezó a pisotear el estiércol como un loco, esparciéndolo a patadas por su alrededor.

Diego buscó a algún testigo del hecho, pero muy a su pesar no vio a nadie. Una vez que fray Servando debió de considerar su trabajo terminado, o no le quedó más materia orgánica que diseminar, se volvió hacia él ordenándole limpiar todo aquello.

—Lo vais a hacer vos. ¡Yo me niego! —contestó Diego.

El fraile, encolerizado, le abofeteó con una fuerza desmedida y le lanzó contra el suelo.

—Impertinente…

Eso fue lo único que pudo decir, pues Diego, harto como nunca de aquel hombre, se lanzó sobre su estómago empujándole con todas sus ganas. La enorme fortaleza del fraile no fue suficiente como para frenar la furia de Diego. Ante la sorpresa del religioso, éste se vio en el suelo y empezó a recibir la ira de sus puños en mejillas, frente y boca. Diego, fuera de control, consiguió romperle la nariz y le dedicó los siguientes puñetazos a su vientre, momento en el que fray Servando pidió socorro.

Diego se asombró de sí mismo. Creía haberle roto ya varias costillas, aparte de la nariz, y sin embargo se sentía muy bien. Estaba dispuesto a seguir con el resto de sus huesos. Aquello estaba resultando ser el más grato desahogo a todas las calamidades que había pasado.

—Ten piedad… —le pidió el fraile casi llorando.

—¿Acaso vos sabéis en qué consiste esa virtud? ¿Piedad me pedís? —Se miró sus puños. Estaban manchados de sangre y ni siquiera sabía si era suya—. ¡Tomad piedad!

Agarró su cabeza con las dos manos y empezó a golpearla contra las piedras del suelo.

—¡Suéltalo, lo vas a matar! —Diego oía a alguien gritándole al oído, pero no le apetecía parar.

Eran Marcos y fray Jesús. Venían de comprar en Corella y Marcos, de visitar a Bernarda. Cuando entraron en el patio del monasterio y se encontraron con aquel espectáculo, corrieron parar detener aquella refriega.

—¡Diego! —Su amigo le sujetó con todas sus fuerzas para evitar que matase al fraile. Aquel grito le despertó de su locura y detuvo su mano. Miró a Marcos asombrado, cuando éste le ayudaba a levantarse.

Fray Jesús, mientras, corrió a auxiliar a fray Servando.

—Este hombre está malherido… —reconoció con agobio—. Iré a avisar al prior y a todos… —Amenazó a Diego con un dedo—. Y vos no os mováis de aquí hasta que vuelva.

Diego y Marcos entendieron de inmediato que su estancia en aquel monasterio había llegado a su fin. Corrieron hacia las cuadras en busca de Sabba y de la mula de Marcos y lo abandonaron al galope.