En aquella nota, Mencía le había invitado a visitar Santa María de Albarracín.
Después de lo sucedido con Pedro de Mora, Diego y Marcos abandonaron Olite y tomaron dirección a Fitero, ocho días más tarde de lo previsto.
Su corazón le pedía ir en busca de Mencía, pero por encima de sus deseos sabía que debía volver al monasterio y agotar su oportunidad, tal vez única, de tener entre sus manos un tratado de Celso, al que todavía no había leído, o de Catón, de quien Galib sólo había hablado excelencias. Más adelante, una vez que hubiese agotado aquel recorrido por el saber médico, iría a su encuentro. Marcos no objetó nada, ya que su rubia conquista vivía en las proximidades del monasterio.
Antes de abandonar Olite, Diego agradeció a Gómez Garceiz las atenciones recibidas por su parte sin imaginar la sorpresa que le tenía reservada.
—Se trata del material quirúrgico que empleaste en la justa. Tú le sacarás mejor provecho…
Le ofreció un bolsón de cuero donde tintineaban los excelentes instrumentos, confeccionados en acero por manos expertas. Al recogerlo, Diego se emocionó por la atención y se comprometió a darle el mejor uso posible.
Sin embargo, la recepción en el monasterio no pudo ser peor.
A fray Servando le había llegado la noticia de su brillante actuación con aquel caballo herido, pero se la recriminó nada más verle entrar en las cuadras.
—Por suerte, ya no soy la única víctima de tus deslealtades… —Escupió un trozo de cuero mordisqueado sin mirarle a la cara.
—No os entiendo —contestó Diego.
—He oído decir que en Olite te ensañaste con un colega napolitano, poniéndole en ridículo delante de todos. Veo que te gusta mucho desautorizar a la gente, sí… —Pinchó un montón de paja y lo esparció por el suelo del establo—. Me ha recordado tanto a lo que sucedió con aquel mal de higo que curaste a mis espaldas… O cuando negaste mi diagnóstico ante aquella tahonera… Y por qué no mencionar las muchas ocasiones que has aprovechado para murmurar contra mí, quitándome la razón, casi siempre delante de otros mozos de cuadra…
—Lo que pasa es que no soporto la injusticia —le replicó Diego en tono firme—, y menos cuando afecta a alguien más débil, y ahora no me refiero a los caballos…
—También sabréis que aquel menescal le apuñaló por la espalda y que intentó matarle —añadió Marcos, indignado por el oscuro talante del fraile.
—No sería para tanto, vamos… —Se hizo con una nueva paca de paja y la abrió con el pincho sin darle demasiada importancia al suceso. Miró a Diego, protestó por verle tan ocioso, y le mandó a limpiar los abrevaderos de los caballos primero y después a por grano.
—Antes de la cena quiero que esté repartido por todos los comederos…
Diego suspiró. De nuevo se encontraba frente a la más dura realidad, con el único alimento de la lectura para compensar tanta desdicha.
Mientras cargaba la primera carretilla de avena, recordó a Mencía con nostalgia. Aún no se había cerrado su herida en el cuello, pero ahora sentía un dolor mucho más profundo, el de estar lejos de la más bella mujer que hasta entonces había conocido.
Por suerte, a los pocos días Marcos pudo reanudar los contactos con el fraile responsable de la biblioteca, y en atención a sus deseos le trajo un grueso ejemplar titulado De Medicinae, escrito por el romano Celso.
Aquel importante tratado alimentó sus noches gracias a una lámpara de aceite, de cuyo contenido también le proveía su amigo.
De Celso aprendió otra anatomía, la interior. Su obra exploraba la organización de los tejidos y la funcionalidad de los diferentes órganos. Aunque todas las referencias eran humanas, a Diego le servían igual, pues entendía que las diferencias con los animales no podían ser tan notables como para no ser extrapoladas.
Se empapó en sus descripciones, sobre todo las que tenían como objeto el estudio de la inflamación, a la que Celso caracterizaba con una tétrada de síntomas: rubor, color, dolor y tumor.
Aun siendo magna y muy excelsa su ciencia, el sabio romano lo estropeaba todo cuando se ponía a justificar la propia inflamación como efecto de un castigo divino, al igual que hacía fray Servando. Incluso leyó que definía la medicina como el arte de la adivinanza.
Aquello le soliviantaba, y de qué manera. ¿Cómo iban a estar los dioses griegos, romanos, o el suyo, pendientes de producir una inflamación a un ser carente de alma y pecado como era un caballo? ¿En castigo de qué…? Cuanto más lo pensaba, menos gracia le hacían aquellas absurdas teorías.
Desde hacía tiempo, casi con sus primeros libros en árabe, Diego se obsesionó por descubrir las verdaderas causas de cada enfermedad. La teoría clásica sobre el desequilibrio humoral nunca le había convencido. Tampoco aquella otra que acusaba a los espíritus malignos como sus responsables últimos. Y menos aún las que mezclaban los efectos de las estaciones y del clima con la edad, para justificar algunos procesos patológicos.
Él creía en la existencia de otro tipo de agentes responsables directos del mal, aunque no fuera capaz de ponerles todavía un nombre. Conocerlos y luego combatirlos se estaba convirtiendo para él en un importante y atractivo reto.
En una de aquellas larguísimas veladas, mientras leía aquel manuscrito, disfrutó con un consejo de Celso que le pareció casi mágico. Habían pasado mil años desde que lo había escrito y, sin embargo, seguía teniendo la misma vigencia.
Decía así:
«El cirujano debe ser joven o, más o menos, con una mano fuerte y firme que no tiemble, listo para usar la izquierda igual que la derecha, con visión aguda y clara, y con espíritu impávido. Lleno de piedad y de deseos de curar a su paciente, pero sin conmoverse por sus quejas o sus exigencias de que vaya más aprisa o corte menos de lo necesario; debe hacer todo como si los gritos de dolor no le importaran».
Como albéitar disculpó la última parte de aquella reflexión, dada su lejanía con la realidad de sus pacientes, pero aceptó su lógica.
También le interesó la técnica quirúrgica que proponía, así como los remedios empleados en la cura de heridas ya muy infectadas, como era el caso del alumbre, las cantáridas, la clara de huevo o las cenizas de salamandra. Nunca imaginó las ventajas que también poseían para idéntico fin las de lagartija, pichón y golondrina. Decidió probarlas en cuanto pudiese.
El siguiente invierno en Fitero fue mucho más duro que los anteriores. Nevó durante todo el mes de enero, y lo hizo con tanta intensidad que nadie podía salir del monasterio.
Al estar encerrados tanto tiempo, muchos caballos enfermaron debido a la mala ventilación de sus establos, e incluso algunos estuvieron cerca de la muerte. Pero como siempre, nadie pidió consejo a Diego.
Un día, fray Servando decidió sangrarlos a todos e incluyó a Sabba, a pesar de sus protestas. Decía que así les rebajaría las aguas interiores para contrarrestar el constante moqueo.
Diego no tenía ninguna fe en las sangrías, pues pensaba que ese líquido no sólo transportaba la enfermedad, sino también las defensas. Por eso, intuía que era mejor dejarla en su sitio.
Una vez supo cuáles eran los planes de fray Servando, optó por tratar a escondidas a Sabba cada noche, sirviéndose de sus propios remedios. Le dio apio de monte seco, tal y como había leído a la monja Hildegarda. También le hizo inhalar una infusión fabricada con menta y roble. Con un puñado de paja le frotaba el pecho para calentárselo y luego lo tapaba con una manta. Alguna noche, incluso pudo dormir a escondidas apoyado en su pecho para procurarle calor.
Pasados los días, aquellos remedios le hicieron bien a Sabba, pues mejoró de un modo notable, a diferencia del resto de los caballos.
En tan sólo una semana murieron cuatro animales, dos de ellos muy jóvenes, y por ese motivo la preocupación entre los frailes creció de forma notable. Diego puso en tratamiento algunos caballos más, a escondidas, pero alguien avisó a fray Servando de su iniciativa y una vez más fue enviado a las letrinas, donde estuvo recluido dos semanas seguidas.
Aquello empezaba a hartarle.
Pasado ese tiempo, regresó a los establos, donde se le asignó la faena habitual, pero ya no volvió a ser el mismo ni a comportarse como en anteriores ocasiones. Había tomado varias e importantes decisiones.
Una de ellas la puso en marcha tres días después, cuando decidió colarse de madrugada en la biblioteca del monasterio para buscar los dos últimos libros que le interesaban. Si se hacía con ellos, tras leerlos, daría por terminada su formación, y abandonaría de una vez aquella inhumana prisión.
—Marcos, ¡lo haré hoy! —Le miró decidido.
—Tal y como querías, me hice con la llave de la biblioteca. No sabes lo mucho que me ha costado conseguirla, dado que fray Tomás duerme aferrado a ella, como si le fuese la vida en esa misión. Recuerda, por favor, que he de devolverla antes del primer rezo.
Diego esperó hasta medianoche para entrar en el claustro y buscar la escalera de caracol que conducía a la segunda planta, donde estaba la biblioteca, justo encima de la sala capitular.
Mientras recorría sus primeros arcos, apretó el puño sintiendo la llave dentro. Marcos le había explicado que debía buscar un largo pasillo, a su derecha, al final del cual encontraría su objetivo. También le previno de un peligro; a ese pasillo daban las veinticuatro celdas donde dormían los monjes. Si hacía el menor ruido o alguien le veía por allí, la situación para ambos se pondría al rojo vivo.
No encontró a nadie de camino.
Por suerte, era demasiado tarde para que alguien siguiera despierto. Se apoyó en la barandilla de piedra que recorría la escalera de caracol. La sintió fría. Antes de poner el primer pie en la planta alta, aguzó el oído. Todo parecía tranquilo.
Tomó aquel pasillo y dejó las primeras puertas a su espalda. No oyó ningún ruido raro, nada alarmante, sólo un intenso coro de ronquidos y una profunda oscuridad. Continuó despacio hasta su mitad sin problemas, pero de pronto oyó una de las puertas abrirse. Se tumbó sobresaltado en el suelo y rezó para que no se tropezaran con él. Aguzó el oído para calcular la distancia de sus pisadas y comprobó con pánico que se trataba de un monje que iba hacia él. El pasillo era estrecho, pero se pegó todo lo que pudo a la pared y gracias a eso el hombre pasó a su lado sin advertir su presencia. Escuchó sus pasos perdiéndose por una esquina y decidió moverse con rapidez para evitar verle de vuelta.
Alcanzó las dos gruesas puertas que daban paso al scriptorium y la biblioteca y las abrió con la llave. Rechinaron en exceso.
Una vez dentro, le llegó un intenso olor a óleo y a piel de ternera. Era el material con el que confeccionaban las vitelas, un tipo de pergamino mucho más suave y más adecuado para la copia.
Trató de adaptarse a la escasa luz que entraba desde un par de ventanales a su derecha. Sobre una mesa de grandes proporciones vio colocados y en perfecto orden los tintes y las mezclas de aceite y mineral para producir los diferentes colores. En otra más pequeña había un gran depósito de tinta negra lista para ser usada. Contó una docena de escritorios con libros a medio copiar. Los observó con mimo, maravillándose de sus delicados dibujos y de la elegancia de sus formas, de la perfección de su escritura.
De pronto oyó ruido fuera de la sala y permaneció inmóvil hasta estar más seguro. Luego abrió todas las puertas en busca de la que daba a la librería, y por fin la encontró. Al entrar se quedó paralizado.
La sala podía tener una altura de diez hombres y todas sus paredes estaban forradas de libros, desde el suelo hasta el techo. Algunos eran enormes, tanto que una sola persona se vería incapaz de moverlos. Estaban colocados dentro de una especie de nichos excavados en la pared, sobre unos anaqueles de madera.
En el centro había dos mesas alargadas de lectura con varios soportes mecánicos donde debían apoyarse los libros más pesados.
Miró hacia el techo y contó cinco claraboyas por las que penetraba la luz de la luna. Su color azulado, mezclado con el fino polvo que flotaba en el aire, convertía aquel lugar en un escenario mágico, casi fantasmal.
Diego se sentía extasiado y arrepentido por no haber estado antes. Tomó el estrecho pasillo de madera que bordeaba las estanterías, a tan sólo unos palmos del suelo, y empezó a leer algunos lomos.
La madera crujía bajo sus pies.
Identificó algunos libros, aunque la mayoría le resultaban desconocidos. En un principio no entendió cómo estaban ordenados, pero cuando terminó de recorrer su perímetro dedujo que era por temas. En las primeras dos filas de la izquierda se encontraban los libros de canto, enormes. Hasta el final de aquella pared, el resto del espacio lo ocupaban libros de carácter religioso, incluidas dos biblias de proporciones fabulosas y portadas repujadas en oro.
Más adelante encontró algunos tratados latinos, muchos de los que ya conocía, y algunos griegos. Les seguían los de ciencia, médica sobre todo. Acarició sus lomos con ansia de leerlos todos.
Al fondo de la sala localizó dos viejos armarios con las puertas cerradas. A través de una rejilla consiguió ver lo que contenía. Uno de ellos era La maldición del amor y también vio una Biblia Rabínica y otro extraño ejemplar de título Opticorum. Había muchos más, casi todos de lomos oscuros y aire tenebroso. Decidió que se trataba de los libros catalogados como impíos. Los exploró uno a uno, pues ahí debía de encontrarse el que buscaba, la razón que le había llevado hasta allí.
Trató de forzar la cerradura, pero no encontró nada a mano con lo que ayudarse. Recordó haber visto una gubia en el scriptorium, y fue a por ella. De vuelta la introdujo entre las dos hojas del armario e hizo palanca. Tras un fuerte chasquido las puertas cedieron sin problemas y de inmediato se puso a reconocer los lomos hasta que dio con el deseado.
—¿Quién sois? —oyó a sus espaldas.
Diego creyó morir del susto. Al volverse se encontró con un monje de ojos pequeños y amenazantes. Sujetaba una lamparilla de aceite. Diego trató de huir, pero el hombre fue más rápido y le sujetó por la camisola.
—¿Adónde pretendíais ir…? —Observó el armario forzado y después el libro que Diego sujetaba entre sus manos. Se trataba de un ejemplar del Mekor Chaim, un antiguo tratado filosófico asentado en los principios de la cábala, escrito casi dos siglos atrás por un poeta malagueño y judío de nombre Salomón ibn Gabirol.
Se lo quitó de las manos y le miró fijamente a los ojos.
—¿Tú no serás el albéitar…?
Diego afirmó con la cabeza.
—Y vos sois fray Tomás…
—El mismo.
Aunque aquel hombre se había convertido en su proveedor de literatura, aquélla era la primera vez que hablaban. El docto religioso jamás abandonaba la biblioteca salvo para ir al refectorio a comer, al templo a rezar o a su celda a dormir, y nunca se le veía hablar con nadie. Así se lo había contado en una ocasión Marcos.
—Espero que dispongas de una razón de peso para justificarte. No me esperaba esto de ti…
—Antes de explicarme he de agradeceros vuestra ayuda por todos los magníficos libros que me…
—De acuerdo, está bien… —le cortó—, pero déjate de formalidades y ve al grano.
—No os preocupéis, lo haré… Hasta ahora, todo lo que os he pedido a través de Marcos me lo habéis hecho llegar sin ningún problema. Ahora bien, con éste no me he atrevido… —Señaló el que pretendía llevarse—. Lo imaginé en la lista de los libros de lectura no recomendada y por eso decidí hacerme con él sin vuestra intermediación. Quería leerlo sin comprometeros. ¿Me entendéis? Ésa es la verdad.
—Tu sinceridad me da confianza. Pero, dime, ¿qué buscas en ese libro? Si acaso es la Verdad, no la vas a encontrar ahí…
Diego volvió a mirar el libro y luego al fraile.
—Sólo quiero conocer cómo pensaban los grandes sabios del pasado. Deseo sacar de ellos algunas conclusiones que me sirvan en el desarrollo de mi oficio —contestó convencido.
—¿Y lo pretendes hacer a través del estudio de la filosofía y el de la cábala?
—En Toledo conocí a un sabio traductor, Gerardo de Cremona, que me dejó leer un pequeño fragmento de este mismo libro. Decía que a través de su lectura se conseguía profundizar en el conocimiento del Ser, pero no sólo eso, también ayudaba a entender la enfermedad, y de un modo indirecto a hallar remedios a la misma, aunque no desde un punto de vista clásico. Él mismo me reconoció que en el Mekor Chaim había aprendido muchas cosas, como alguna de las grandes verdades de la propia existencia…
—Veo que diste con un hombre de mentalidad abierta, dispuesto a aprender de cualquier disciplina. He de reconocer que esa actitud me agrada, y no te imaginas cuánto…
Fray Tomás apoyó la lamparilla sobre la mesa y dibujó con el dedo tres pequeñas rayas sobre el polvo.
—¿Qué ves ahí, tres marcas o algo más…?
—No os entiendo. —Diego miró el dibujo primero y luego a él bastante desconcertado.
—Los números regulan más cosas de las que nos pensamos. Aquí tienes el tres, el número más perfecto de todos. Los días que estuvo muerto nuestro señor Jesucristo. Los períodos básicos en la vida de cualquier ser: crecimiento, madurez y muerte. Las tres expresiones de la Trinidad. ¿Sabes algo sobre esto?
Diego negó con la cabeza y el fraile siguió hablando.
—El poeta Virgilio decía que la divinidad se complacía con los números impares. Creo que no le faltaba razón, pues por ser éstos indivisibles hay más inmortalidad en ellos, no así en los pares. Pero fíjate también en que hasta los nombres de nuestros rezos monásticos como la prima, tercia o nona, no reflejan tan sólo horas, son números. Ese libro que pretendes estudiar habla también de números, sobre todo de su interpretación. —Observó a Diego. Estaba entregado a sus palabras.
—Nunca imaginé que los números tuvieran tanta importancia…
—Hagamos un trato. Yo no diré nada sobre tu visita si me prometes mantener en secreto lo que te voy a contar.
—Tenéis mi palabra. —Diego se llevó la mano al corazón en señal de juramento. Fray Tomás suspiró y decidió hablar.
—Adoro estudiar este tipo de creencias antiguas, la cábala entre ellas, pero también las procedentes del mundo griego o del viejo Egipto. He de reconocer que en todas aprendo algo, pues no existe nada peor que encerrarse en una única verdad.
—Aún es peor defenderla con fanatismo.
—Dices bien, joven. El que defiende sus opiniones con violencia o las pretende imponer a los demás, en el fondo lo hace porque en su interior no está lo suficientemente seguro de ellas. Por desgracia, en este mismo monasterio puedes encontrar hermanos míos que se comportan así. He sabido, por ejemplo, que fray Servando no te ha tratado nada bien, seguramente al envidiar tu talento, o tal vez por haberle hecho consciente de sus propias limitaciones.
—Fray Tomas, me reconforta saber que para vos la intransigencia es resultado de la ignorancia.
—Es cierto. Vivo en un monasterio donde se guarda el saber, y sin embargo, siendo algo bueno, en vez de difundirlo a los cuatro vientos, lo escondemos. Prohibimos su acceso a quien no sea religioso o noble, tal vez para evitar que la gente de baja condición, o plebeya como es tu caso, llegue un día a pensar más de la cuenta. —Inspiró con profundidad y cambió el tono de su voz dándole una mayor gravedad—. Soy una persona de profundas convicciones religiosas, y por eso deseo una fe más abierta a todos, enseñada y no obligada. Y además creo que en cada uno de esos libros —extendió las manos como si pretendiera abarcarlos a todos— está Dios. Yo le busco en ellos y te aseguro que allí suelo encontrarlo.
Diego pensó en la pobreza de pensamiento que acompañaba la vida de fray Servando en oposición a la de fray Tomás. Ojalá hubiera sido éste quien se encargase de las cuadras y también de su formación. Todo habría sido mucho más fácil para él.
—Conozco todos los libros que duermen entre estas paredes —continuó—. Algunos los he leído hasta diez veces. He vivido la historia de cada uno, sé dónde están colocados, quiénes son sus autores, sus temas. Y habrá más de siete mil.
—¿Puedo entonces leer este libro? —Señaló el libro de Las Fuentes de la Vida.
—Te animo a ello. Puede que contribuya a abrir nuevas sendas en tu pensamiento, y tal vez te sirva para tu trabajo, como bien dices.
—¿Me veis aplicándolo en una curación?
—No menosprecies su ciencia sin antes saber cómo los números influyen sobre nuestras vidas y, por qué no, también en la enfermedad. Si los conviertes en tus aliados, verás cómo pueden potenciar determinadas soluciones. Prueba a dar tres drogas en vez de dos, o que los tratamientos prescritos se den tres veces al día, o tres días seguidos…
—Perdonad mi comentario, tal vez os parezca estúpido, pero eso parece magia más que ciencia.
—El siguiente libro que te haré llegar a través de tu amigo será el de Catón. Míralo con otros ojos. Como ejemplo de lo que digo, en él encontrarás un brebaje recomendado para los bueyes que ha de darse tres días y a cada buey tres veces. La receta lleva doce ingredientes, múltiplo de tres. En realidad, y eso es lo más misterioso del asunto, se trata de un filtro, un remedio preparado para conjurar las dolencias. La recuerdo de memoria. Dice: «Si temes a la enfermedad, dale a los sanos tres granos de sal, tres hojas de laurel, tres briznas de puerro, tres vainas de ajo, tres granos de incienso, tres plantas de hierba sabina, tres hojas de ruda, tres de vid blanca, tres habas también blancas, tres carbones ardiendo, tres sextarios de vino. Que quien se lo dé esté en ayunas, y debe darse esta poción a cada buey durante tres días». ¿Qué te parece?
—Acabo de recordar algo parecido en el gaditano Columela —intervino Diego—. Para conseguir expulsar los humores sobrantes a un problema intestinal, proponía el uso de tres medidas de un determinado brebaje durante tres jornadas. Y para evitar una sangría recomendaba tres onzas de ajos molidos con tres heminas de vino, equivalente a seis sextarios de líquido. Y todo sin dejarle beber al animal durante tres días.
—¿Lo ves? Hazme caso y no olvides usar los números en tu favor cuando trabajes como albéitar. Pueden ayudarte…
—¿También para otras cosas? —Diego pensó en su peor enemigo, Pedro de Mora, y en sus hermanas, y por último en ganarse el amor de Mencía.
—¿A qué te refieres?
—No sé, por ejemplo cuando esté rezando. —Diego ocultó sus verdaderos pensamientos.
—Sí, hijo mío. También cuando te dirijas a Dios…