Diego recobró la conciencia empapado en sudor, desorientado y tembloroso.
—Por fin has vuelto… —oyó decir a alguien a su lado.
Al volver la cabeza sintió un doloroso tirón en el cuello. Trató de saber qué lo originaba y se encontró con una gruesa venda. Vio a Marcos. A pesar de reflejar un gran agotamiento, la sonrisa le desbordaba.
—Te vi muerto… Perdiste tanta sangre…
Diego quiso hablar, pero no pudo. Sentía la lengua pegajosa y la boca seca. Una horrenda visión volvió a hacerse viva en su mente, era la misma que le había despertado de su dulce sueño. Sintió una pavorosa angustia. Miró nervioso a su alrededor, incapaz de saber dónde estaba y se le aceleró el pulso. Tuvo que pellizcarse varias veces para estar seguro de que estaba despierto. Era algo terrible. La había visto…
—Marcos… ha pasado algo espantoso —consiguió decir entre balbuceos—. Mi hermana… era Blanca… He visto su sangre. ¡Nooo!
—¿Pero qué dices? —Marcos comprobó si seguía con fiebre—. Te hirieron. ¿No lo recuerdas?
Por la puerta entró el alférez Gómez Garceiz junto a otro hombre de mediana edad que se presentó como médico. Sin perderse en otras consideraciones, el hombre le tomó el pulso y comprobó el estado de sus mucosas en boca y párpados.
—Blanca ha muerto… —Diego empezó a sollozar ante el estupor de todos los presentes.
—Sigue delirando —el médico justificó así su extraña reacción—; se debe al fuerte trauma.
—No es cierto —le replicó el mismo Diego—. Yo la he visto… —Respiró con dificultad. Sus ojos parecían estar a punto de estallar de puro dolor.
Gómez Garceiz intentó serenarle.
—Has padecido mucha fiebre y es normal que tengas extrañas visiones… Llevas más de dos días dormido, y te hemos oído gritar, insultar, gemir y hasta gruñir.
Diego trató de incorporarse, pero sintió un repentino mareo y se dejó caer sobre la mullida cama. Igual tenían razón, pensó. Tal vez aquellas pavorosas imágenes tan sólo se debían a su convalecencia. Se consoló con ello.
—¿Qué me ha pasado?
—Al finalizar la justa te atacó el infame Giulio Morigatti, humillado por tu magistral actuación con el caballo de García Romeu —le contestó Garceiz—. Después de cometer esa villanía, fue detenido por las tropas del aragonés.
—¿Y Mencía? —La recordó a su lado—. ¿Le pasó algo?
—Tranquilo. No sufrió ningún daño. —Diego estudió el gesto del alférez y sus palabras le parecieron sinceras—. Estuvo preguntando a diario por ti hasta ayer, antes de volverse a Albarracín. De todos modos, te dejó una nota.
Recogió un sobre lacado de una mesilla y se lo entregó. Diego no lo abrió. Prefería esperar a estar solo.
—Os recuperáis con bastante rapidez, joven —intervino el médico—. Aquel puñal pasó a menos de una pulgada de vuestra yugular… —Levantó la venda y estudió la herida. Tenía buen color y aspecto—. A eso le llamo yo tener suerte…
El médico ordenó mantener las curas y el tratamiento que le había indicado. También le aconsejó que empezara a caminar algo, aunque fuera por el interior del palacio, para ir recuperando fuerzas. Después recogió todas sus cosas y se despidió.
Diego le volvió a preguntar a Gómez Garceiz.
—Perdonad, pero me sigo sintiendo demasiado confuso todavía. ¿Dónde estoy?
—Estás en mi casa, en Olite. Puedes quedarte en ella el tiempo que necesites hasta recuperarte. —Garceiz sintió ruido de caballos y se asomó por un ventanal—. Ahora he de irme; veo que acaba de llegar el embajador almohade y he de recibirle.
Dos días después Marcos le ayudó a levantarse para dar su primer paseo por el interior del palacio. Éste tenía una hermosa galería en la segunda planta, abierta a un patio interior, por donde caminaron.
Diego andaba despacio, sintiendo a cada paso un doloroso tirón en la piel de su cuello. La daga le había abierto una larga herida y temía que empezara a sangrar, como ya había ocurrido cada vez que había forzado un poco su movimiento.
Dejaron atrás a un grupo de risueñas sirvientas, que habían sido lisonjeadas por Marcos, y se detuvieron al escuchar una fuerte discusión en la planta baja. Se arrimaron a la barandilla con curiosidad, y vieron a Gómez Garceiz junto a un hombre de noble vestidura que les daba la espalda. El extraño parecía muy alterado y no dejaba de moverse. Y Garceiz negaba una y otra vez con la cabeza de forma contundente.
Marcos creyó saber quién era el visitante.
—Me parece que se trata de ese embajador… el de los moros —habló en voz baja.
—¿Todavía sigue aquí?
—He oído que estará una semana más.
Había algo en aquel hombre que a Diego le suscitaba un extraño interés, pero no entendía qué podía ser. Por su aspecto parecía cristiano y, además, lo poco que se le oía hablar lo hacía en perfecto romance, sin apenas acento árabe. Sin embargo, representaba a los almohades y negociaba por ellos… No lo entendía.
—Mírale ahora… —Marcos señaló en su dirección.
Los dos hombres se acababan de levantar de sus asientos y se dirigían hacia una fuente en el centro. Y entonces, Diego le vio. Fue un solo instante, pero reconoció aquella cicatriz en su cara. Ajeno a lo que ocurría a poca distancia suya, el hombre bajó instintivamente la cara.
—¡Es él…!
—¿Cómo? —Marcos se asustó al ver a Diego agarrotado y con la mirada clavada en aquel hombre.
—Es el mismo que…
Diego levantó demasiado la voz y sin querer atrajo la atención del embajador y de su anfitrión. Aunque Marcos tiró de él para separarle de la barandilla, fue demasiado tarde, pues se habían cruzado sus miradas.
—¿Qué te pasa? —Marcos le zarandeó hasta verle reaccionar, momento que aprovechó para dar por terminado el paseo.
—Esa cara… —A Diego le temblaban las piernas.
Un sudor frío le recorrió la nuca al recordar en qué estado se encontró a su padre y las desgarradoras consecuencias del rapto de sus hermanas. El hombre que había visto aquel día tenía una cicatriz parecida… Dudó que no fuese otro. Lo había visto tras unas rocas, desde lejos, y habían pasado casi siete años de ello. Volvió a mirarle y el estómago se le encogió como entonces; seguro que era él… Se retorció de ira, y apretó los puños murmurando entre dientes…
—Parece como si hubieses visto al demonio…
—Lo he visto. Lo he visto…
De nuevo en su habitación, le contó lo ocurrido durante aquel trágico día y en qué circunstancias había visto a ese hombre, cuyo parecido con el embajador era enorme.
—Deberías decírselo a Gómez Garceiz.
—No sin saber antes cuál es su relación. No estoy seguro. Aquella noche Diego apenas pudo pegar ojo. Supo que el embajador había sido alojado en un dormitorio encima del suyo. Por ese motivo, al sentirlo tan cerca, cada ruido que escuchaba creía que procedía de él y se lo imaginaba. Sin apenas respirar, trataba de aguzar su oído para entender qué hacía en cada momento aquel hombre, hasta sentirse del todo obsesionado.
Trató de pensar en otra cosa, pero fue incapaz. Una y otra vez la imagen de aquel hombre volvía a su mente y no podía olvidar su mirada dura y cruel, la que vio en aquel collado.
A la mañana siguiente se despertó confundido y angustiado, con la boca completamente seca, pero decidido a preguntar por él. Necesitaba saber quién era, de dónde venía y qué podía saber de sus hermanas.
Cuando se interesó por ellos, supo que Garceiz había salido muy temprano en compañía del embajador.
Por la tarde bajó a ver a Sabba a las caballerizas. Después de no haber estado con ella los últimos días, la yegua le recibió feliz, olfateándole satisfecha mientras éste la acariciaba. Diego se quedó a su lado un buen rato, no supo cuánto.
—¿Cómo te encuentras hoy?
Aquélla era la voz del alférez Garceiz. Le vio entrar a caballo a las cuadras por delante del embajador. Ambos dejaron los animales en manos de los mozos y se acercaron hasta Diego.
—Todavía no estás bien… —Gómez Garceiz le notó lívido.
Diego no sabía qué hacer. Sentía la mirada del embajador y apenas podía respirar. Su corazón palpitaba desbocado y empezaron a dolerle hasta las sienes. Tenía que contestarle, pero se veía incapaz.
A los dos hombres, aquel silencio les estaba resultando de lo más extraño.
—Me encuentro un poco mareado…
—Perdonadme, pero los muertos tienen mejor color que vos… —El embajador extendió la mano a Diego.
—Os presento a Pedro de Mora —le interrumpió Gómez Garceiz—, embajador del gran califa al-Nasir.
Cuando le tocó el turno a Diego, al nombre le añadió su oficio de albéitar.
—O sea, que sois de Malagón… entiendo. Malagón me trae recuerdos… —El embajador se rascó la barbilla y le miró con más atención, pensativo. Recordó que aquella población estaba cerca de Alarcos. Percibió una actitud tensa en el joven y no le gustó—. Un albéitar en cortes cristianas… —comentó pensativo—. Interesante… Vuestro oficio es común entre los pueblos árabes, pero no había escuchado que lo fuera en tierras tan al norte.
—No es frecuente, no… La verdad es que… pero…
Diego se sintió incapaz de hablar. La lengua no le respondía como tampoco ningún otro músculo del cuerpo; los tenía agarrotados.
Miró su cicatriz y dudó qué hacer. ¿Y si se estaba equivocando de persona…? Volvió a fijarse en él y le tembló un párpado. Trató de detenerlo con un dedo, pero no lo consiguió. Su rostro reflejaba una suma de angustia, miedo e incertidumbre. Aquello empezó a extrañar y a preocupar a los dos hombres.
—Tal vez deberías descansar un poco… —propuso Garceiz—. Te acompañaremos hasta tu habitación.
Así lo hicieron, pero sin haber dado más de quince pasos, Diego no pudo resistir más y vomitó en una esquina.
Gómez Garceiz se presentó poco después para verle. Había notado la incomodidad que le había producido la presencia de don Pedro, y se propuso averiguar qué la causaba.
—Le conocías de antes, ¿verdad?
Diego decidió hablar.
—Ocurrió el día de la derrota de Alarcos. Estaba allí, durante los saqueos… fue terrible… —Por efecto de los propios recuerdos, Diego empezó a sentir una gran congoja y dejó de hablar. Sus ojos expresaban una terrible angustia.
Gómez Garceiz hizo lo que pudo para tranquilizarle y cuando lo consiguió, quiso saber qué producía tan hondo pesar. Y Diego se lo contó.
Aquella misma noche, Pedro de Mora deambulaba por sus habitaciones sin conseguir conciliar el sueño. Se sentía perturbado e inquieto. Por algún desconocido motivo, aquel albéitar había conseguido remover su conciencia, desentrañando ciertos sucesos que creía olvidados.
La villa de Malagón se había convertido en el centro de sus recuerdos. Hizo memoria y se vio encabezando las batidas de saqueo posteriores a la victoria de Alarcos. Recordó también aquel grupo de imesebelen que él capitaneaba. Gracias a ellos habían hecho multitud de esclavos, sobre todo mujeres que luego sirvieron para alimentar sus harenes. Y entonces, cayó en la cuenta de que aquellas dos concubinas pelirrojas, Estela y Blanca, eran de ellas, que habían sido apresadas esos mismos días y además cerca de Malagón.
Una planta más abajo, Diego escuchaba sus pasos sobre el suelo de madera. Tampoco él podía dormir. Sentirle a tan corta distancia le aceleraba la respiración. Se notaba las mejillas encendidas y el pulso rápido, como efectos de su aguda ansiedad.
En un momento de la noche le tentó la idea de subir con alguna arma hasta sus aposentos para sonsacarle la verdad. Miró a su alrededor en busca de algo que le sirviera, pero no halló nada. Su daga, regalo de Galib, la guardaba con Sabba, oculta en su montura. Era demasiado tarde para buscarla.
Valoró qué posibilidades tenía de salir con vida si se enfrentaba a él. Aquel hombre era fuerte, tal vez más que él, pero si actuaba con rapidez podía evitar su reacción. Rebuscó entre la lumbre algún trozo de madera que le pudiera servir, pero todos estaban a punto de convertirse en ceniza.
Pedro de Mora trató de recordar cómo eran los rasgos y los ojos de aquellas dos concubinas, pues empezó a ver en ellos algún parecido con los del albéitar. Tenían algo en común, no sabía qué…
Pensó que si eran familia, cabía la posibilidad de que el joven le hubiera visto durante el saqueo. A tenor de sus extrañas reacciones, aquello entraba dentro de lo posible.
Por un momento se sintió en peligro. Si llegaba a oídos de Gómez Garceiz, su situación podía ponerse muy delicada. Tenía que hacer algo. Debía evitarlo. Después de idear cuándo y cómo actuaría, decidió visitarle antes del amanecer.
Poco después abandonó su habitación sigiloso y bajó en busca del dormitorio de Diego. Tuvo suerte de no cruzarse con nadie de camino hasta llegar a su puerta. La abrió procurando hacer el menor ruido posible. La oscuridad lo cubría todo. En un extremo, una chimenea a punto de apagarse teñía el ambiente con un tenue color naranja. Sirviéndose de su escasa iluminación, caminó hacia el centro de la habitación.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Diego advirtiendo la presencia del embajador.
Sin contestar, Pedro de Mora aceleró el paso hacia él con una daga en la mano.
Diego vio un destello metálico que se le venía encima y sin defensa alguna trató de sortearlo. Volcó una pesada estantería que tenía a su lado sobre aquella sombra. El aparatoso ruido que aquello produjo quebró el silencio de la noche y, sin embargo, no consiguió darle a Pedro de Mora. No así la segunda, que le cayó de lleno antes de derrumbarse con más estrépito. El hombre se zafó con rapidez de aquel peso y fue a por él, furioso y sediento de sangre. Diego notó el sonido de su daga silbándole a tan sólo una pulgada de su cara. Espantado, corrió y corrió hacia la puerta. Su agresor, adivinando sus intenciones, le persiguió con todo su empeño. Y cuando Diego llegó e intentó abrirla, una mano le agarró del cuello y sintió la punta de un acero sobre su pecho.
—Como grites, te la clavo hasta dentro.
Diego no lo dudó; sabía que iba en serio.
—¿De qué me conoces? —le preguntó Pedro de Mora.
Diego calculó las posibilidades que tenía de zafarse, pero eran mínimas. Se sintió perdido.
—De nada… —le mintió.
—¿Los nombres de Blanca y Estela te dicen algo?
Diego reaccionó enfurecido.
—¡Canalla!
—Veo que sí. —Le recorrió la piel con la daga y la apretó hasta abrirle una herida. Diego sintió el calor de su propia sangre recorriéndole el vientre—. Yo también he llegado a conocerlas, y bastante más de lo que imaginas…
Al escuchar aquello, Diego se revolvió lleno de rabia. Buscó con la mano la daga y la detuvo a tiempo, mientras le asestaba un brutal puñetazo en la barbilla. Trató de hacerse con el puñal, pero no lo logró. Pedro de Mora lanzó varias cuchilladas al aire, buscándole, sin que le acertara ninguna.
En ese momento se oyeron pasos al otro lado de la puerta y de golpe entró Gómez Garceiz junto a Marcos. Llevaban una gran antorcha que iluminó por completo la habitación.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó el alférez real.
La daga cayó al suelo sin saberse de quién era.
—¡Habéis llegado a tiempo…! —Pedro de Mora señaló a Diego y luego la daga—. Pretendía matarme con eso…
Diego le rodeó indignado y habló con voz firme.
—¿Y cómo es que entonces estáis en mi habitación?
—Que alguien me lo explique… —Gómez Garceiz, espada en mano, miraba a uno y a otro aturdido.
Sin contestarle, Diego se levantó la camisola y le mostró el corte que acababa de recibir en el pecho.
—¡Ha sido él! —afirmó rotundo—. Este hombre tiene las manos manchadas de sangre. Sangre de inocentes. Es un asesino, un ser depravado que actúa sin ninguna piedad. Fue responsable del brutal saqueo posterior a la batalla de Alarcos, quien dio muerte a centenares de cristianos y dirigió la violación de sus mujeres e hijas. También cometió rapiña y masacró poblaciones enteras. Él ordenaba las tropas…
—¡Miente! —gritó Pedro de Mora.
—Me temo que dice la verdad… —le replicó Gómez Garceiz—, y no es la primera vez que oigo decir eso de vos, aunque nunca quise creerlo. Si pudiera, os detendría ahora mismo, pero sois embajador y no tengo esa potestad. —Le apuntó con su espada directamente al pecho—. Además de contar con mi desprecio, desde hoy, os aseguro que buscaré la forma de hacéroslo pagar…
—¡Pero yo le vi! —protestó Diego ante su impunidad—. Podría testificarlo delante de un tribunal si me lo pidieseis… —Miró a Garceiz en tono suplicante.
—Este joven os está confundiendo… —replicó Pedro de Mora.
—¿Y os atrevéis a decir eso —Gómez Garceiz le amenazó la garganta con el filo de su espada—, cuando sois el mayor embaucador que he conocido? Os hago responsable de la ausencia de mi rey en Marrakech. Vuestra manipulación y proceder supuso penosas consecuencias para Navarra.
Sin que nadie se lo esperase, Diego localizó la daga de Pedro de Mora, la recogió del suelo y se la plantó en el cuello.
—¿Qué ha sido de mis hermanas?
Sus ojos manifestaban una decidida sed de venganza. Tanto Marcos como Gómez Garceiz se alarmaron al verle en tal estado.
—¡Déjalo! Si le hieres, tendré que detenerte.
Garceiz se dirigió a Diego para quitarle la daga, pero se detuvo cuando éste le advirtió lo que ocurriría si daba un solo paso más.
—¿Acaso he de recordaros quién soy…? —Pedro de Mora se dirigió al alférez añadiendo más tensión al ambiente—. ¡Parad a este energúmeno de inmediato! —continuó—. Esto es inadmisible… ¡un atropello! —Miró enfurecido a Diego—. Si me ocurriese algo, o fuese herido por este malnacido sin haberos visto intervenir, alférez Garceiz, se desencadenará la furia de al-Nasir. Y no os conviene… Lo sabéis. Por tanto, exijo que pongáis fin a esta lamentable situación.
—¿Qué habéis hecho con ellas? —Diego le apretó la daga hasta hacerle temblar.
—No sé de qué me hablas —balbuceó—, ni quiénes son tus hermanas.
—¡Mentís, sucia víbora! No he dicho que lo fueran…
Diego dirigió la daga hacia su cara y le hizo un buen corte desde la comisura de la boca hasta la mitad de la mejilla derecha. La sangre brotó generosa. Sabía que aquello no le mataría, pero le dejaría una fea mueca de por vida, un recuerdo imborrable de su persona.
El hombre se llevó la mano hacia el rostro. Gritó dolorido por el corte y empezó a blasfemar. Gómez Garceiz aprovechó el momento para hacerse con la daga antes de que Diego la volviera a usar.
Nada más conseguirlo, ordenó a Marcos que sujetase a su amigo y él se dirigió a don Pedro.
—Mañana mismo iré a informar al rey sobre vos y haré lo posible para que seáis repudiado como embajador. Pero ahora, abandonad pronto mi casa. No quiero veros más por aquí…
Pedro de Mora miró a Diego tapándose la herida con una mano.
—¿Qué fue de mis hermanas?
—Contestadle —apuntó Garceiz.
—No sé nada… —Apenas se le entendía al hablar.
—Sé que miente —aseguró Diego.
—No miento. —Sus ojos expresaban una profunda ira.
—¡Salid ahora mismo de esta casa…! —le ordenó Garceiz.
Pedro de Mora abandonó la habitación dejando tras de sí un reguero de sangre y un infinito odio hacia Diego.
Su nombre, aquel rostro… Se juró por lo más sagrado que no descansaría hasta verle muerto.