X

Para él no era una concubina más.

Su ondulada melena pelirroja, la fragilidad de su mirada, aquella elegancia en el andar, cada gesto suyo le resultaba adorable, por sutil que pareciera. Era pura magia.

—Báñate conmigo, Estela.

El joven califa al-Nasir vivía embelesado por aquella mujer. Observó nervioso la elegancia de sus movimientos, el decoro mientras se desvestía. Ansió su delicado cuerpo cuando la vio desnuda.

Estela se sumergió en las tibias aguas de la piscina y fue hacia él. Al-Nasir la agarró de la cintura y la besó en los labios, pero tampoco esta vez sintió su pasión.

—¿Deseáis que os perfume? —Ella estiró la mano hacia un bote de vidrio con aceites florales.

—Lo que de verdad deseo no me lo das…

Estela guardó silencio. Jamás lo obtendría. ¿Cómo iba a amarle si no era más que su sucio captor, un carcelero al que odiaba con toda su alma cada vez que se adueñaba de su cuerpo?

Se extendió sobre las manos el aromático óleo y buscó su espalda. Al moverse por el agua, la sintió demasiado fría y se le erizó el vello. Empezó masajeando sus hombros, luego sus brazos. Él cerró los ojos tratando de recoger hasta la última sensación.

—¿Sabes que ya no llamo a ninguna otra?, ¿que eres mi predilecta?

—No merezco tanto honor —mintió.

Se aceitó de nuevo las manos y siguió por su cuello. Sintió la tentación de ahogarle. Seguramente lo hubiera hecho, de haber tenido suficiente fuerza.

Él echó la cabeza hacia atrás y la miró.

—Quien no lo merece soy yo… —le dijo—. Te deseo tanto… —Estela le ofreció una tenue sonrisa, poco sincera. Nunca se adueñaría de su corazón, sólo de su cuerpo.

Se sujetó la melena con la mano y lo rodeó rozándose contra él, hasta ponerse enfrente. Enloquecido de pasión, los labios del hombre buscaron su cuello y luego descendieron.

—Eres perversa conmigo…

Por primera vez desde que estaba en aquel harén, Estela le facilitó sus intenciones. Necesitaba terminar pronto y además sabía que iba a ser la última vez… La ruptura del rey Sancho con Najla había provocado una verdadera conmoción en la corte del califa. Él había vuelto a Navarra y ella se había quedado rota de amor y sin consuelo. Aquella disolución no sólo había quebrado sus sueños, también los de Blanca y Estela. Sus esperanzas de abandonar aquel infierno, acompañándola a tierras navarras, se habían esfumado.

Desde aquella disolución, Blanca la consolaba cada día. Elegía las palabras que conseguían embalsamar mejor sus heridas, y tampoco le ahorraba ternura y apoyo. Sin embargo, su caritativa actitud hacia la princesa tenía otros motivos; había ganado una mayor libertad de movimientos dentro del harén, y eso era justo lo que necesitaba para llevar a cabo su plan. Lo había pensado infinidad de veces hasta tomar una decisión. Sería esa misma tarde, cuando su hermana volviera de estar con el califa.

—Encontraréis otro hombre, mi princesa. No permitáis que éste os amargue tanto…

—Nadie sería como él, Blanca… —Aceptó su mano y la sujetó entre las suyas—. Tú eres cristiana, ¿entiendes por qué se ha ido?

—El Papa es el representante de Jesucristo en la Tierra. La amonestación que recibió por vuestra relación es un asunto muy serio. Imaginad que tuvieseis una figura equivalente en vuestra fe y os llamase al orden. ¿Cómo responderíais?

—La tenemos. Es el califa, mi hermano, pero él bendijo nuestro amor…

Najla rompió a llorar sin consuelo.

Blanca la abrazó y también lloró, aunque sus motivos eran muy diferentes. Imaginó el dolor que le supondría su huida. La besó en la frente y luego recogió las lágrimas que corrían por sus mejillas.

—Sed fuerte, sed fuerte, mi querida amiga…

Estela levantó el doble fondo de aquel baúl y sacó dos vestidos, los menos llamativos que tenían en el ajuar. Había dejado al califa vistiéndose para la recepción de la tarde. Oyó la llamada a la oración.

Todo iba según lo previsto. Se vistió con aquellas telas y esperó escondida tras una columna a que llegara Blanca.

Cuando dejó de oír la potente voz del muecín, sintió unos pasos acercándose. El corazón le latía tan fuerte que retumbaba en sus sienes. La puerta se entornó y chirriaron sus goznes.

—¿Estela? ¿Estás ahí?

Ella salió de la columna.

—Toma y cámbiate rápido. —Miró los ojos de su hermana y se extrañó—. ¿Qué tienes? ¿Por qué lloras?

—Es por Najla… —Se despojó de su túnica y se puso la nueva. Estela dobló la ropa usada y la escondió dentro del baúl.

—De aquí no hay nada que me importe tanto como para derramar una sola lágrima…

—Vayámonos ya. —Blanca afinó el oído, pero no oyó nada—. Una vez cerca de la sala de recepciones, nos mezclaremos con el grupo que recibe el califa. Lo haremos durante su salida. He sabido que venían muchas mujeres y, por tanto, nadie lo notará.

Se descalzaron para no hacer ruido. Al no ver a nadie en el pasillo corrieron hasta alcanzar el inicio de las escaleras. Un imesebelen hacía guardia en la planta baja. Esperaron hasta que desapareció por su izquierda y bajaron a toda prisa. Doblaron a la derecha, y pegadas a la pared, sin abandonarla en ningún momento, fueron recorriéndola hasta llegar a una sala abierta. Oyeron voces cercanas, pero no vieron a nadie. Estaban cerca de los grandes salones.

Con la respiración agitada y todos sus músculos en tensión pudieron entrar en la pequeña estancia que les iba a servir de escondite hasta que fuese el momento adecuado. Blanca comprobó la cercanía con el pasillo de salida por donde pasaría el grupo y dejó la puerta entornada.

—Lo lograremos, Estela…

—Dios lo quiera.

Poco tiempo después, las puertas de la gran sala se abrieron y empezó a salir por ellas un nutrido grupo de invitados. Había llegado el momento. Se taparon la cabeza con un niqab y se desearon suerte. A la señal de Blanca salieron de golpe y giraron a su derecha para alcanzar al grupo, pero con las prisas no vieron al imesebelen, pero él sí. Las sujetó por los brazos con una fuerza increíble. Aquellas manos dolían. El africano reconoció la expresión de pánico en sus ojos sin saber todavía lo que pretendían.

—No deberíais estar por aquí… —Oyó las voces del numeroso grupo y se volvió otra vez a ellas. Temblaban de pánico. Y entonces se imaginó algo.

—No lo permitiré… —Agarró a Blanca por el cuello y empezó a apretarlo con una fuerza terrible. Ella se sintió ahogada. Estela recibió su otra mano, pero decidió actuar. Le mordió con todas sus ganas en la muñeca y, sin que él la soltara, consiguió arrastrarse hasta la pequeña dependencia que les había ocultado. El imesebelen, sujetándolas como podía, trató de parar a la huidiza Estela, que, sin embargo, consiguió soltarse de él un instante, y para cuando quiso hacerse de nuevo con su cuello, el hombre se encontró con un afilado listón de madera clavado en su corazón. Aunque trató de quitárselo, no pudo, y se derrumbó sobre el suelo muerto. A toda prisa lo empujaron entre las dos para ocultarlo, limpiaron la sangre con un paño y cerraron la puerta. Superaron su estado de agitación inspirando varias veces hasta tranquilizarse y se miraron todavía muy asustadas.

—De no haberlo hecho, nos hubiera matado… —se justificó Estela.

—Confiemos en que no le encuentren pronto…

Las dos hermanas buscaron el grupo y se mezclaron con los invitados intentando no parecer nerviosas. Por una sola vez se alegraron de la obligación del niqab.

Salieron al exterior junto al resto y atravesaron el patio buscando la salida de la alcazaba. Miraron a su puerta. Se encontraba protegida por cuatro imesebelen bien armados. Uno de los hombres que organizaban la comitiva se les adelantó para hacer recuento antes de abandonar los palacios. Estela y Blanca sintieron pánico. Sólo ellas sabían por qué volvía a contarlas una y otra vez. Tan sólo les faltaban diez pasos para estar fuera.

—No lo vamos a conseguir, Blanca —le susurró Estela al oído.

—En cuanto sobrepasemos la vigilancia, ponte a correr con todas tus ganas. Nos escurriremos por las callejas de la ciudad. Hoy hay mercado, y entre tanta gente no podrán vernos.

—Tengo miedo…

—Y yo, cariño, pero lo lograremos. —Blanca le acarició la barbilla.

—¡Alto! —gritó el individuo—. Me sobran dos.

Dos imesebelen se acercaron para ver qué ocurría.

Blanca entendió que no tenían otra oportunidad para escapar y le dio un fuerte empujón a Estela.

—¡Ahora, corre, y no mires atrás!

Las dos hermanas se lanzaron a la carrera y consiguieron atravesar la puerta aprovechando el inicial desconcierto de sus guardianes.

—Busca las callejas más estrechas… —le gritó Blanca.

—Tengo mucho miedo…

—¡Corre y no pienses!

Los cuatro imesebelen salieron en su persecución gritando y pidiendo a todos que se apartaran. El que no atendía sus órdenes y tenía la mala suerte de ponerse en medio terminaba en el suelo. Corrían mucho. Las hermanas llegaron a un cruce y sin quererlo se separaron. Ninguna podía volver atrás. Los guardianes también lo hicieron. Blanca llegó hasta la plaza del zoco. Estaba repleta de gente, demasiada para poder correr. Se agachó para no ser vista por sus perseguidores, pero la mala fortuna le hizo tropezar con las patas de un puesto y cuando quiso levantarse, se llevó con ella una vajilla de platos, lo que provocó un gran estruendo. Antes de reaccionar, los imesebelen le habían dado caza.

La tumbaron boca abajo y uno le apretó las costillas contra el suelo, apoyando su pie sobre ella. Blanca pensó en Estela. ¿Habría tenido más suerte? Lloró de rabia por su fracaso e imaginó los horrores que le procurarían aquellos salvajes. Empezó a rezar por su hermana, pero también por ella. Al-Nasir aguardaba enfurecido en la escalinata de su palacio. No podía creerse lo sucedido, y menos que se tratase de Estela.

Vio aparecer a su guardia personal arrastrando a una mujer pelirroja. Llevaba la cabeza caída. El califa se encogió de angustia al no saber de cuál de ellas se trataba. No lo pudo aguantar más, y se adelantó a su encuentro. Se agachó para verle la cara y suspiró al reconocer a Blanca.

El cadí, como administrador de justicia, la abofeteó sin demostrar piedad.

—¿Sabes cómo se paga lo que acabas de hacer, sucia cristiana?

Un reguero de sangre resbaló del labio de Blanca. Aquel hombre se lo acababa de romper.

—No, sid, pero ruego vuestro perdón. —Al levantar la vista se encontró a la princesa Najla, rota de espanto. Buscó a Estela y se alegró al no verla allí.

—La ley dice que a toda esclava que pretenda escapar se le corte la cabeza de inmediato. ¿Sabes…? —Estiró una mano para que le facilitasen una espada—. ¡Lo haré yo mismo!

—¡Nooo…! —Najla no lo pudo soportar y se arrodilló frente al cadí, suplicándole clemencia. Su hermano intervino con rapidez para evitarle aquella humillación y mandó que se la llevaran.

—Haced venir a todas las esclavas —ordenó el cadí mientras comprobaba el filo de la espada—; quiero que tomen buen ejemplo.

Al-Nasir parecía ajeno a la dramática situación. Tan sólo miraba lleno de intranquilidad la puerta de la alcazaba, agobiado por el futuro de su amada Estela. Deseaba verla, pero en el caso de que la capturaran sabía que sufriría idéntica sentencia.

Empezaron a llegar las primeras mujeres y fueron colocadas en círculo rodeando a Blanca, atenazada de miedo. Algunas se le acercaron para consolarla, pero ella, en ese instante, recordaba otros tiempos, cuando vivía con su padre y su hermano Diego. Entre lágrimas se preguntó qué habría sido de ellos, y también de Belinda.

—¡Hemos capturado a la otra!

Todos se volvieron hacia la entrada, también el califa y la propia Blanca.

Estela se retorcía sujeta por dos imesebelen y gritaba enfurecida. Al ver a su hermana Blanca, trató de zafarse para abrazarla, pero se lo impidieron.

Al-Nasir no ocultó su angustia y miró hacia otro lado.

—Tu falta se paga con la vida —le gritó el cadí a Estela en su cara—. Ahora mira a tu hermana…

Se dirigió hacia Blanca y alzó la espada por encima de su cabeza. Muchas de las esclavas estallaron en gritos y cerraron los ojos sin querer presenciar aquel espanto.

Estela buscó la mirada de al-Nasir, implorándole que interviniera, pero éste se mantuvo inmóvil y callado.

—¿Qué… vais a hacer? —titubeó Estela, revolviéndose furiosa contra sus captores, tratando de morderles.

Blanca la miró a los ojos, entre lágrimas, diciéndole sin palabras lo mucho que la quería, y Estela gritó, con todas sus fuerzas, negándose a ver lo que iba a ocurrir.

El cadí miró a su califa para obtener su aprobación, y al-Nasir bajó la cabeza concediéndosela.

La pesada espada silbó al cortar el aire y separó el cuello de Blanca de su cuerpo.

Un murmullo de espanto recorrió al grupo de esclavas cuando vieron su cabeza rodando.

Estela sollozó, destrozada de dolor. Apartó la mirada de aquel horrible espectáculo, odiándolos con toda su alma.

—Ahora te toca a ti. —Aquel verdugo, con la espada teñida de sangre, se dirigió hacia ella para ejecutarla también.

Estela cerró los ojos y pidió ayuda a Dios.

Un imesebelen la sujetó por la cintura mientras otro le retiraba el pelo del cuello para dejarlo libre. El cadí calculó la fuerza que debía imprimir si quería un corte limpio y suspiró a la espera de recibir la orden.

Miró a su califa.

—¡Deteneos!

El hombre, desconcertado, mantuvo la espada en alto.

—Bajadla y no la ejecutéis.

—Pero, sid… nuestra ley…

—Soy el califa y poseo la prerrogativa de condonar cualquier tipo de sentencia, incluida la de muerte.

—Tenéis razón, pero el delito es tan grave que…

—¡Si seguís desautorizándome, seréis castigado! ¿Acatáis o no mi voluntad?

El hombre agachó la cabeza sumiso y guardó la espada. Al-Nasir se acercó a Estela.

—Nunca lo vuelvas a intentar… —le susurró al oído.

—Dejad a vuestro cadí que me mate. Ya no deseo vivir… —Estela gritaba en un baño de lágrimas.

Al-Nasir se sentía roto de dolor al oírle decir aquello y sólo deseaba abrazarla y consolarla, colmarla de besos.

—Yo sí lo deseo. ¡Lleváosla de aquí!