Aquella noche Marcos no durmió en la tienda. Diego lo comprobó cuando se despertó muy inquieto, con los recuerdos todavía frescos de la pasada velada.
Acabada la cena, se había celebrado una emocionante procesión de antorchas como era costumbre en las vigilias anteriores a una justa. Al menos cuatro centenares de personas acompañaron a los caballeros hasta sus tiendas, donde tenían que velar las armas. Les escoltaba una embriagadora humareda formada por una mezcla de aceite y leña quemada.
Esa ceremonia era la más deseada para el pueblo llano, pues en aquellas rondas podían ver de cerca a las grandes damas, a sus caballeros, reconocer a los representantes del alto clero y a sus propios gobernantes.
Diego se mantuvo durante toda la procesión cerca de Mencía. No había podido hablar con ella, pues la escoltaban sus familiares y criados, pero la pudo admirar, sentir, oler y escuchar.
—¡Albéitar Diego! —La voz de Gómez Garceiz le sacó de sus pensamientos y de la tienda.
—¿Podrías revisar una vez más al caballo? Si lo ves bien, mandaré prepararlo para la justa.
—Voy ahora mismo.
Diego salió de la tienda junto a su anfitrión, pero una voz firme, a sus espaldas, les detuvo. Se volvieron para ver quién era y al reconocerle Gómez Garceiz sonrió.
—Espera un momento, vas a conocer a mi oponente en la justa, a García Romeu, alférez del rey de Aragón.
Diego observó al hombre. Llevaba bordado en el pecho su escudo de armas, un águila negra sobre fondo blanco, y de su cintura colgaba una poderosa espada. Se acercó hasta ellos y saludó una vez más a su colega de Navarra, con quien ya había compartido mesa y conversación la noche anterior. Gómez Garceiz presentó a Diego como albéitar y éste elogió el caballo del recién llegado.
—Tienes buen ojo, joven, es el más valeroso ejemplar que poseo. —Se retiró su guante forrado en acero y le estrechó la mano—. Me gustaría presentarte a mi menescal Giulio Morigatti, es napolitano. Dado que disfrutáis de oficios bastante comunes, tal vez os interese compartir alguna que otra experiencia.
El tal Giulio se acercó con una sonrisa forzada.
Los dos alféreces se pusieron a hablar apartándose de ellos. Con un marcado acento latino, Giulio se dirigió a Diego. Su voz era melodiosa.
—Me resulta raro ver un albéitar en tierras cristianas…
Diego frunció el ceño, imaginando la intencionalidad de sus palabras.
—Y a mí a un menescal. Creía que ese oficio sólo se ejercía en tiempos de guerra.
—Noto un cierto desdén en vos, supongo que será debido a vuestra ignorancia. —Se sacudió el chaleco—. Practico una medicina que no está hecha para cualquiera. Estoy seguro de que no sabríais ni por dónde empezar…
—¿A qué os referís?
—A tratar con diligencia y eficacia a caballos con heridas profundas de lanza, cortes en tendones, cráneos golpeados con mazas, o a coser vientres abiertos… —Diego esperó a que terminara sin contestar—. Los menescales tenemos el noble oficio de cuidar las caballerías de los ejércitos, como ya hacía el sacro y antiguo oficio de veterinarius que tanto prestigio tuvo entre las legiones romanas. —Diego pensó en fray Servando y en su manía de llamarle alguna vez de aquel modo—. Por decirlo en pocas palabras, somos parte de su milicia y llevamos la responsabilidad de cuidar una de sus mejores armas: los caballos.
—Yo no los veo como un arma…
—Lo son. Decidme alguno de los grandes caballos que la historia sigue recordando todavía, y veréis como todos han participado en famosas batallas a manos de sus propietarios, por supuesto, también valerosos guerreros. Por ejemplo, Bucéfalo, el caballo de Alejandro Magno. Un ejemplar venido de Tesalia, negro azabache, de impresionante belleza y poderío en batalla. ¿Y qué me decís del de Aníbal? Strategos, otro ejemplar de la Tesalia griega con el que atravesó los Alpes y del que se decía que era inquieto y agresivo, enorme de talla, también negro. O quién puede olvidar a Athee, el caballo del rey Agamenón en la batalla de Troya, o Genitor, el famoso caballo de Julio César…
—Para mí, el caballo es algo más, es poesía, lealtad —le replicó Diego—. Y como veo que os agrada la historia… —Giulio se irguió orgulloso, con aquel porte tan habitual en los militares—, os pondré el ejemplo de otros equinos, famosos también, pero no por su carácter bélico. Seguro que habréis oído hablar de Pegaso, el caballo alado de Zeus. Un cruce de sangre persa y tesálica, blanco. Criado sobre las mismas faldas del Olimpo, se decía que era el ser más rápido de toda la tierra, pues corría como el viento.
—Nunca existió. Vos me habláis de una leyenda, de un mito.
—Y de Lazlo. ¿Os suena?
—Jamás oí ese nombre.
—Fue el primer caballo del profeta Mahoma. —Giulio frunció el ceño con aquella referencia—. Un hijo del desierto con el que viajó por primera vez hasta La Meca, y al que amó y respetó como al más perfecto de todos los seres creados. Tan noble era aquel ejemplar que llegó a afirmar que el diablo nunca osaría entrar en una tienda habitada por un caballo de su misma raza, la árabe.
El napolitano estaba tan ofendido con el ejemplo, para él casi herético, que su rostro terminó encendido de ira.
—¡Sucios albéitares! Hijos y herederos del islam. Veo bien claro lo que os agrada… Quedaos con vuestros moros y rezad con ellos. Y de paso pedidle a vuestro Allah que, a ser posible, os inspire un poco de ciencia, además de poesía.
La voz de García Romeu puso fin a la conversación, aunque el italiano antes de irse le hizo una seria advertencia.
—Espero medirme algún día con vos… y cuando lo haga, veréis probada vuestra escasa preparación junto a esa apestosa herencia mora que os recorre.
Después de inspeccionar y aprobar la capacidad de Centurión, el caballo de Gómez Garceiz, Diego volvió a su tienda. Se disponía a organizar el material que le habían dejado a su disposición, cuando apareció Marcos con una sonrisa blanda. Sus ojos testimoniaban una larga noche en vela.
—Os hacía inspeccionando algún pajar… —Diego se contuvo la risa al oler el intenso perfume femenino que destilaba por los cuatro costados.
—¿Sabes lo mejor de Bernarda?
—Supongo que me hablas de aquella rubia…
—Que es soltera, dulce como la misma miel, y además vive en el pueblo de Corella, ¡a tan sólo tres leguas del monasterio…! —Sus ojos brillaron ilusionados al saber que podía volver a ver a la moza siempre que quisiera.
Bromearon un rato sobre su aventura nocturna y Diego le contó lo que había averiguado de Mencía, suspirando de placer cada vez que le describía alguna de sus virtudes.
Sólo le callaron tres largos toques de trompeta, la señal que daba comienzo a las justas. Inquieto, se puso a ordenar a toda prisa los enseres necesarios para acudir a ellas.
En dos pequeñas cajas contó varios cuchillos o cañivetes de diferente tamaño, unas lijas de hierro, dos tajadores grandes y una sierra para huesos, también un lancetero con tres lancetas. Vio una mordaza de palo para inmovilizar a los caballos. Diego odiaba aquel instrumento que retorcía el labio del animal debido al intenso dolor que provocaba. En otra caja encontró hilo de seda y agujas para coser. Y por último, escogió un pequeño martillo y una azuela muy cortante.
Cuando terminó de organizarse, dejó a Marcos en la tienda y se fue a buscar a Gómez Garceiz. Le dijeron que lo encontraría con los caballos. Al entrar en la improvisada cuadra, le vio al lado de Centurión. Le hablaba en voz baja, al oído, y el animal resoplaba de puro placer.
—Ayer escuché que de las seis tandas de caballeros vos combatiréis en último lugar. ¿Dónde he de estar por si me necesitáis? —Diego intervino sin otra intención que hacerse ver.
—Estarás a pie de pista. Verás dos pequeñas tiendas de color azul dispuestas para acoger los servicios de urgencia. Allí estarás junto a los menescales y escuderos. —Tomó en sus manos una coraza y empezó a ponérsela—. Ayúdame a atarla, por favor.
Diego se asombró de su grosor. Debajo de ella llevaba una túnica de algodón con los colores de su escudo de armas. Y en el yelmo, los dos feroces jabalíes enseñando unos largos colmillos. Le dejó terminando de prepararse y alcanzó a paso el borde sur de la pista. Tras pasar el control de entrada se detuvo impresionado por el fantástico espectáculo que discurría delante de sus ojos.
Un entusiasmado público ocupaba las tribunas por completo. Calculó que sumarían más de dos millares. En ese momento aplaudían entusiasmados las habilidades de tres saltimbanquis, animándoles a doblar el riesgo de sus piruetas. En posición central había una grada ornamentada con un vistoso paño de donde colgaban las espuelas de los combatientes, colocadas allí como prueba de su honor hasta que terminasen los duelos.
Un auténtico mar de estandartes con los escudos del reino de Navarra y de la villa de Olite ondeaban por doquier. Diego curioseaba todo sin agotar su capacidad de sorpresa.
A punto de llegar al lugar destinado para presenciar la justa, el agudo sonido de una veintena de gaitas consiguió enmudecer al público. Procedía de las callejas de la villa y acompañaba a las damas que caminaban en procesión junto a los jueces y criados, y con ellos el mismísimo rey.
Al pisar la liza, la comitiva dio una vuelta entera saludando a la gente y terminó tomando asiento en los lugares reservados. Sin embargo, el palafrén y la dama de honor dieron una vuelta más ante los aplausos de los presentes, y se dirigieron a la tribuna para presidir la justa. Sonaron tres toques de trompeta y todo el mundo se calló. El rey alzó la voz.
—¡Den comienzo las justas!
Un atronador griterío apagó sus palabras. La orden daba paso a la entrada de los participantes.
Cada uno de los doce caballeros desfiló montado a caballo y en compañía de sus pajes y escuderos. Todos ellos iban ataviados con el escudo de armas de su señor.
Diego contemplaba todo entusiasmado. Localizó a Marcos entre el público, sentado junto a su conquista, riéndose a carcajadas.
Buscó también a Mencía sin suerte. Le extrañó no verla, tampoco cuando apareció su primo.
Cuando finalizó el protocolo de presentación, un largo redoble de tambor dio paso a la primera justa. Los primeros combatientes se dirigieron hacia el jurado para obtener su aprobación.
—Albéitares…
Con aquel tono despectivo, el saludo no podía venir de ningún otro. Acababa de llegar Giulio Morigatti.
—Menescales… —repuso Diego con suficiente elocuencia.
Junto al napolitano aparecieron tres ferradores más y otro menescal, todos ellos al tanto de sus respectivos caballeros.
El público vitoreó tres veces el nombre de la mujer que iba a presidir la justa, el de doña Blanca, la infanta del reino de Navarra. En atención a sus deseos, la mujer se levantó a saludar desde su tribuna, hermosamente decorada con flores rojas y tapices, a la diestra de los jueces. Uno de ellos bajó a la arena para hablar con los contendientes. Ateniéndose a las leyes de caballería, les hizo mostrar sus armas para comprobar su correcta medida, repartió los puestos alternativos para que el sol no perjudicase más a uno que a otro, y les hizo jurar lealtad en el combate.
Terminado aquel trámite, volvió a su estrado y esperó a verlos en posición, para dar por fin la señal de arremetida.
Y lo hicieron.
Diego comprendió de inmediato el respetuoso silencio del público. Tan sólo se oía resoplar a los caballos, y luego el atronador golpeteo de sus cascos sobre el suelo, el tintineo de las espuelas, el cegador brillo de las armaduras. Les vio ganar velocidad y las lanzas descendieron hasta quedar en línea con el pecho de cada oponente. Respiración contenida, máxima tensión en la arena, ni una sola ovación para ninguno de los guerreros.
—Va a ganar el de negro —alguien le habló a su lado. Diego ni se volvió. No quería perderse el encontronazo.
La lanza de aquel caballero se mantuvo firme en el golpe, sonó un chasquido, a madera rota, y derribó al otro. El caballo, libre, trotó hasta que fue sujetado por varios peones.
Diego se volvió hacia su incógnito vecino y le preguntó cómo había adivinado el ganador.
—Es mi primo. —Se retiró hacia atrás una capucha y apareció la melena rubia y el rostro de Mencía. Él sonrió encantado de verla.
—Os disfrazáis de paje y entendéis de justas… Me sorprendéis.
—Me agrada el riesgo. Si pudiera, yo misma participaría en estos juegos. —Sonrió de un modo encantador. Diego se sintió morir a su lado—. Y en respuesta a vuestra duda, os diré que mi primo llevaba mejor sujeta la lanza. Hombre, arma y caballo eran una sola cosa. Frente a tanta inercia, no hay quien resista el embate.
—¿Y si os descubriesen?
—Mejor no tentemos mucho a la suerte y callad. Si seguimos hablando, me reconocerán. —Se volvió a tapar con la capucha y observó en silencio a los siguientes justadores. Estos no fueron tan rápidos como los primeros, ni tampoco tan claras sus victorias. Cuando en una justa no se producía el derribo de uno de los combatientes, el jurado dictaminaba contando el número de lanzas rotas, y tres eran las mínimas para decidir el vencedor. Mencía le explicó por qué el público no ovacionaba ni aplaudía a ninguno hasta conocerse el veredicto. La propia regla de las justas ordenaba cortar la lengua a todo aquel que no respetase ese silencio. El motivo no era otro que mantener la honra de los dos caballeros hasta que se supiera quién de ellos era el ganador.
Y llegó el último duelo. Aquel que ocuparía a su mentor Gómez Garceiz, enjaezado en rojo, y a García Romeu, de blanco. Dos alféreces reales batiéndose en la arena, como si sus respectivos reinos estuvieran en liza. El águila negra de Romeu contra los jabalíes de Garceiz.
Un completo silencio acompañó sus dos primeras acometidas. En cada una de ellas, y sin haber derribo, saltaron en pedazos las lanzas. En la tercera se jugaban el todo por el todo. La ventaja la tenía el aragonés.
Iniciaron la carrera. Máxima tensión en los músculos de caballo y caballero. Las puntas de la madera mirándose cara a cara, hasta que se encontraron en un brutal choque. El sonido del golpe cortó el aire y García Romeu y su animal cayeron aparatosamente sobre la arena. La lanza del navarro había rebotado sobre la armadura, y de ella al cuello del animal, lo que provocó su derribo.
La ovación resonó en todo el graderío. El navarro había ganado con limpieza y, por tanto, sería nombrado triunfador de la sexta justa. Todo el mundo le aplaudía. Él, ya sin yelmo, sonriente, se dirigió hacia el palco de la infanta doña Blanca para recibir los honores.
Pero mientras, en la arena, algo no iba bien. El caballo de García Romeu seguía tumbado y de su cuello salía mucha sangre. Giulio Morigatti salió corriendo con su bolsa de instrumental y Diego le siguió también por si podía ayudar.
Llegaron casi a la vez.
—Se le ha clavado una astilla en el cuello. —García Romeu, en cuclillas, comprobaba preocupado la copiosa hemorragia.
Giulio, su menescal, se dispuso a comprobar el daño. De inmediato se alarmó al entender que una punta de madera, del mismo grosor que un dedo, había perforado la yugular del caballo. Diego acababa de llegar a la misma conclusión.
—Voy a sacársela con la máxima rapidez, pero necesitaré la ayuda de dos hombres fuertes para apretar la herida después.
Diego pensó que estaba loco. Si hacía eso le abriría un auténtico torrente que desangraría al animal en un instante.
—¡Lo mataréis! —La voz de Diego, que en un principio pretendió ser discreta y dirigida sólo a Giulio, sonó demasiado alta y clara.
Todos los presentes, incluida Mencía y el propio alférez García Romeu, le miraron. Giulio también, pero éste lleno de odio y rabia.
—¿Qué decís? —García Romeu le interrogó con ánimo de escuchar su opinión. Aquel caballo era su mejor ejemplar.
—No se debe retirar de golpe. Le produciría un colapso y la hemorragia sería imparable —respondió Diego.
—Dice tonterías, no le escuchéis, mi señor. Sé lo que hago. No es más que una de esas heridas de guerra que tantas veces he podido…
—¡Lo matará! —insistió Diego con voz firme.
El noble aragonés meditó la decisión. Miró a ambos, lamentó tener que decidirse entre ellos, pero finalmente le pidió a Diego que se pusiera a ello. Su hipótesis le pareció más realista.
—¡Dejad hacer al albéitar!
Diego se arrodilló al lado del caballo y actuó con una enorme rapidez y eficacia. Hizo que dos peones le sujetaran el cuello, y con un cañivete bien afilado le seccionó la piel por encima de la astilla. Localizó la yugular. Con un hilo de seda la aisló y la anudó con fuerza para cerrar su luz. Sabía que disponía de poquísimo tiempo para aquella operación. A su lado estaba Mencía. Medio oculta dentro de su capucha, le observaba asombrada por su habilidad. Seccionó la piel que rodeaba a la madera y pidió que alguien separara y abriera los bordes del corte. Para sorpresa de Diego, las manos que le ayudaron eran las de Mencía. Nadie la reconocía, pero él lo sabía. No quiso ni pensar que la tenía tan cerca… En ese momento debía concentrarse en el caballo de García Romeu…
Diego retiró la astilla con cuidado de no desgarrar el vaso, ahora sin flujo sanguíneo, y cosió el contorno del agujero cerrándolo con fuerza después. Los presentes se admiraron de la rapidez de sus manos, de su eficacia. Ninguno percibió el menor titubeo. Soltó entonces la ligadura de la yugular, por arriba, y el vaso se hinchó de sangre, de vida, sin derramarse ni una sola gota.
Le aplaudieron y vitorearon. Para entonces, Gómez Garceiz había llegado hasta ellos, como también hicieron otros muchos nobles y jueces, todos impresionados por su destreza. Hasta el propio rey Sancho VII fue informado de la magnífica gesta del joven albéitar.
Le palmeaban en la espalda, le sonreían. Todos parecían emocionados con su acción, salvo uno: Giulio Morigatti. Éste había esperado, o incluso deseado, la muerte de aquel caballo para haberse ensañado después contra Diego. Aprovechó un momento de despiste y se acercó a él. Le habló muy bajo al oído.
—Jamás olvidaré esta humillación. No sois más que un sucio y vil colega, Diego de Malagón. Tarde o temprano nos volveremos a encontrar y entonces…
—¿De qué me amenazáis? —Diego levantó la voz atrayéndose la atención de los presentes—. Decidlo ahora, canalla…
Giulio se vio acorralado por las miradas de reprobación de los presentes.
—¡Sucio moro! —Escupió al suelo furioso.
Diego se lanzó a por él, aunque fue frenado por dos caballeros.
—¡Calla de una vez! —La orden partió de García Romeu, aferrado ahora a la camisola de Giulio—. Siempre te he tenido por un hombre íntegro y capaz, pero hoy me acabas de demostrar lo contrario. Con tu actitud has mancillado el honor de mi casa y el de la propia corona de Aragón.
La expresión del menescal era todo un poema. Ira, dolor. De apretar tanto las mandíbulas, se le deformaba la cara.
—Desde este instante, dejas de estar bajo mis órdenes. ¡Márchate! No quiero verte más…
Giulio lo hizo, protestando entre dientes, y desapareció entre las tiendas, jurándose venganza.
Diego recibió las disculpas del propio García Romeu una vez se dieron por terminadas las justas. Alterado todavía por la violenta escena, se volvió hacia las tiendas para devolver el material en la del alférez. Allí estaba de nuevo Mencía. Había abandonado su disfraz de hombre y de nuevo vestía como una mujer. Diego no quiso acercarse a ella y ella no podía aproximarse más de lo que recomendaba el decoro, pero cuando tuvo la menor oportunidad, no la perdió para decirle como en un susurro.
—Nunca vi trabajar a nadie como vos…
—Os agradezco mucho esos… cumplidos, mi señora. —Una vez más, se le trabó la lengua.
Estaban a punto de llegar a las tiendas cuando sucedió algo inesperado. Una sombra furiosa se le vino encima, a sus espaldas. Alguien gritó, pero no le dio tiempo a reaccionar. Se vio un puñal en busca del albéitar que le alcanzó de lleno en el cuello.
Diego miró a Mencía y cayó desplomado al suelo.