VIII

Gritaba con todas sus fuerzas sin perder la dignidad.

Era el heraldo, el máximo responsable del protocolo durante las justas y torneos. Una figura bien reconocible por su vistoso tabardo, un ropón blasonado de manga caída y muy ancha. Su misión era velar por el cumplimiento de las reglas de juego y dejar registro escrito de todo lo sucedido y, por supuesto, del resultado de las contiendas.

Diego y Marcos le escuchaban declamar el orden de los que iban a intervenir al día siguiente. Lo hacía desde un cadalso, a la derecha de la tribuna donde se sentarían las autoridades religiosas y la nobleza.

Antes, habían presenciado una espectacular demostración de cetrería con seis halcones.

Se maravillaron de sus piruetas en el aire, de los vistosos y rápidos vuelos cuando daban caza a las piezas que varios mozos les lanzaban a su paso. Aquel batir de alas, los agudos chillidos de las aves al atacar a sus presas, los vítores y aplausos en los presentes. El simple hecho de presenciarlo constituía de por sí una verdadera gozada para los sentidos, y otra primicia para aquellos novatos asistentes.

Caída la noche, Diego y Marcos pasearon por la explanada sin perderse el animado ambiente que por allí había.

—¿De qué viste ése?

Diego habló en voz demasiado alta y el aludido le oyó. Llevaba puesto un traje lleno de parches de colores y un gorro rematado en varias crestas con cascabeles en sus puntas.

—Soy bufón —le respondió con voz chillona.

De tres saltos se plantó frente a Diego y simuló una cómica reverencia.

—Hago reír a las mujeres y doy de qué hablar a los hombres, pues conmigo disfrutan más que con ellos… —Se rió a carcajadas y consiguió que el público le aplaudiera la broma.

Marcos trató de escapar de él, como acababa de hacer Diego, pero no lo consiguió.

—Me sois simpático, os plantearé una adivinanza… ¡Que la oigan todos! —El hombrecillo saltaba sin parar, rodeándole. En una mano llevaba una vara de madera en cuyo extremo estaba labrada la cara de un bufón como él—. Hace años firmé un pacto secreto con las hadas, y por eso, a quien descifra mis acertijos le procuran una maravillosa noche de amor y gozo. Pero también firmé otro con los enanos negros del bosque para cuando no se acierta…

—¿En qué consiste el último? —le gritó una mujer mayor de pómulos rojos, muy risueña.

—¿Qué mal le ocurrirá? —preguntó también una jovencita.

—Un largo mal de vientre que le durará una semana entera. —Se tapó la nariz haciendo exagerados aspavientos ante la risa de todos.

—No pienso jugar a eso —protestó Marcos, pero de pronto, entre el público, localizó a la misma mujer rubia que le había interesado por la mañana. El bufón, ágil como un lince, supo interpretar su pensamiento.

—Pensadlo bien… Os hablo de una noche de pasión… ¿Os lo imagináis? —Le guiñó un ojo.

Marcos miró a los ojos de la moza y ella se ruborizó por completo, halagada por su interés.

—Está bien, decídmela. —El grueso de los presentes le vitoreó y estalló en un cerrado aplauso. Diego se quedó al margen sonriente.

El bufón agitó la cabeza e hizo sonar los cascabeles varias veces, como si la inspiración le viniera mejor de esa manera.

—Mi morada no es silenciosa ni yo hago ruido. El Señor ordenó que fuéramos juntos. Soy más veloz que mi morada, a veces más fuerte, pero ella trabaja más. En ocasiones suelo descansar, pero ella es incansable. En ella habitaré mientras viva; si nos separan, mi destino es la muerte. —Abrió los brazos con un gesto definitivo—. ¿De qué os hablo?

Marcos empezó a pensar. Se la hizo repetir dos veces más. Luego, se rascó la cabeza, miró al suelo y se tapó los ojos aislándose del entorno. Estaba preocupado por si erraba, y además sentía la presión del público allí reunido. Buscó la mirada de la chica y se llenó de gozo al encontrar en ella una respuesta prometedora. Y de golpe se le ocurrió una posibilidad. La meditó de nuevo antes de hablar. Coincidía bien, aunque también podía ser cualquier otra cosa.

—Se trata de un pez, un pez en un río. No puede vivir fuera del agua, cuando quiere, es más veloz que su curso y la corriente es incansable…

El bufón dio una voltereta en el aire y aplaudió con furiosa alegría. Marcos buscó a la joven y ella le respondió con una generosa sonrisa.

—Habéis ganado. ¡Lo habéis conseguido…! —Se arqueaba y brincaba con increíble agilidad—. Las hadas os buscarán esta noche y cumplirán su trato… ¡Salud y mucha suerte, joven!

Le empujó para ponerse a jugar con otro, y Diego le rescató bromeando y felicitándole por su acierto. No pudo evitar de todos modos sentir una cierta envidia. Le había visto tontear con aquella moza rubia y él no se veía capaz de hacer algo parecido, se solía aturullar y siempre era torpe con las mujeres, o tal vez fuera que esperaba algo diferente.

Unos pasos más adelante volvieron a detenerse para contemplar las habilidades de dos malabaristas. Se lanzaban unos bolos de colores sin dejar de dar volteretas. Uno se metía por debajo de las piernas del otro y recogía sus envíos sin aparente apuro. Los cambiaron a continuación por unas antorchas y lograron poner en el aire seis a la vez.

Se acercaron después a un gran fuego donde estaban asándose dos piezas enteras de cerdo, y a su lado, en otra hoguera, también lo hacía una docena de patos, crujiendo al calor de las brasas. Entre uno y otro manjar sintieron un feroz apetito.

Al verles merodeando por allí, una sonriente mujer de grueso talle se les acercó airosa con seis jarritas de barro en cada una de sus manos.

—¿Cómo es posible que estos buenos mozos no conozcan todavía mi vino? —Ellos se hicieron con dos jarras—. Bebed y decidme luego si por tan sólo un óbolo habéis probado mejor caldo en vuestra vida.

Bebieron el vino, bastante malo, por cierto, y se dirigieron hacia una enorme carpa de tela blanca donde se iba a celebrar la cena. A su entrada, dos hombres les pidieron sus nombres y los consultaron en un pergamino, dándoles el paso sin problema.

Dentro se extendían cuatro largas mesas dispuestas en paralelo y una más pequeña preparada seguramente para recibir al rey y a su corte. Como más de la mitad de los bancos estaban ya ocupados, se hicieron hueco en el extremo de uno de ellos.

Pero nada más sentarse, Diego la vio.

Se encontraba a dos mesas de él. También ella se dio cuenta, pero bajó la mirada de inmediato. Por extraños e irracionales motivos, aquella mujer, de cabello rubio y ojos azules, le tenía atrapado sin todavía saber ni quién era.

Marcos le hablaba, pero él no escuchaba. No podía dejar de mirarla ni de disimular su interés. Intentaba no perderse ni un solo gesto o expresión, por sutil que fuera. Aquello terminó hartando a su compañero de mesa.

—Me vas a obligar a cambiarme de sitio —refunfuñó Marcos.

Diego trató de justificarse.

—Entiendo que es una preciosidad, pero no te limites a una sola mujer. ¡Fíjate en las muchísimas que hay! —Le guiñó un ojo a su rubia. Acababa de localizarla a escasa distancia de ellos.

—Me gustaría saber quién es… —Apoyó el codo en la mesa y su mirada se perdió de nuevo en aquella hermosa dama.

De pronto estalló un coro de trompetas que atrajo la atención de todos. Y a continuación, a voz en grito, el heraldo anunció la llegada del rey de Navarra. Todos se levantaron para verle. Apareció una nutrida comitiva y Diego reconoció entre ellos al alférez Gómez Garceiz. Lleno de interés, preguntó a su vecino de mesa quién era el rey.

—Si miráis hacia arriba, no os quedará ninguna duda. —Se rió.

Aunque en ese momento no le entendió, al volver a observar el cortejo, cayó en la cuenta. Del grupo destacaba una gigantesca figura de pelo ensortijado, de rostro firme y serio. Debía de medir entre diez y doce palmos y le sacaba casi dos cabezas al resto. Su vestimenta era regia, su capa de color rojo portaba un águila negra en su centro, la enseña del reino de Navarra.

En cuanto se sentaron a la mesa de honor, empezó a sonar una orquesta de dulzainas y salterios. Y casi al momento empezaron a circular los primeros platos con asado de cerdo y unas grandes fuentes de barro repletas de verdura.

Las cuatro jarras de vino que se había bebido Marcos debieron de despertar su faceta artística, pues sin previo aviso se subió a la mesa y empezó a caminar por ella gesticulando y narrando a todos los presentes una historia inventada. Les debió de parecer muy divertida, pues no sólo atrajo el interés de los comensales, sino que también provocó su risa y un sinfín de comentarios jocosos.

Diego decidió despistarse de aquel barullo para interesarse por la mujer.

—¿Sois vos de por aquí? —le preguntó a su vecino de banco.

—Vivo en Sangüesa.

—Tengo una curiosidad y no sé si vos…

—Deseáis saber el nombre de la mujer, ¿verdad?

Diego se quedó desconcertado.

—No habéis dejado de mirarla ni un solo instante… —se explicó.

—Tenéis razón.

—La conozco.

—Decidme entonces quién es. —La ansiedad le corroía.

—¿De dónde sois vos?

—De cerca de Toledo.

—Ahora lo entiendo, hombre… —palmeó en la mesa—, pero si estáis interesado en ella, podéis ir olvidándoos. Se llama Mencía Díaz de Azagra y es hija de uno de los más importantes magnates de Navarra, don Fernando Ruiz de Azagra, segundo señor de Albarracín.

Diego recordó al otro Azagra con quien se había cruzado nada más llegar a Olite y también a la esposa de don Diego López de Haro. Una larga familia, pensó.

—Los Azagra son muy conocidos por estas tierras, pues además de Albarracín, gobiernan las tenencias de Daroca, Calatayud, Tudela y Estella. Su poder y riqueza supera todo lo imaginable.

Diego saboreó aquel nombre, Mencía, como si fuese el mejor de los manjares. Pronto, aquel vecino de mesa notó su ausencia y agarró un costillar de cerdo entre las manos abandonándose a él sin pronunciar ni una sola palabra más.

Diego apenas probó bocado, sólo la observaba, una y otra vez, siempre que las cabezas de sus acompañantes se lo permitían.

Mientras, Marcos se había acercado hasta su rubia y, a tenor de las carcajadas y el acaloramiento que demostraba el rostro de la joven, debía de estar diciéndole cosas muy graciosas o de lo más picantes.

Una vez terminada la cena, un trovador de nombre Giraut de Bornel cantó las aventuras del propio rey Sancho en sus guerras contra Francia, ensalzando la ayuda que le había regalado a su cuñado el rey de Inglaterra, Ricardo Corazón de León, casado con su hermana Berenguela. En romance y en latín, aquel trovador destacaba su ferocidad en combate, el miedo que a todos sus enemigos infundía y la magnanimidad de su corazón cuando tocaba perdonar a los vencidos.

—¿Por qué ha pasado tanto tiempo vuestro rey en Marrakech?

Su vecino le volvió la espalda sin responder. Prefería hablar con una moza, que llevaba un tiempo sonriéndole, antes que con aquel pesado.

—Por un asunto de faldas… —lo hizo otro, en voz muy baja, como si sus palabras exigiesen una gran discreción.

—Contadme. Os prometo mi silencio.

—Dicen que fue para solicitar al califa ayuda militar y dinero contra Castilla, pues tenía las arcas diezmadas de anteriores enfrentamientos. Soldados no le dio, pero sí una formidable cantidad de oro. Y se cuenta que durante su estancia en aquellos palacios ocurrió algo excepcional…

El hombre aceptó que le rellenaran la jarra de vino y se lanzó a mordisquear un muslo de pato dorado y crujiente.

—Seguid, por favor. Me tenéis en ascuas.

Escupió un hueso al suelo y continuó mientras masticaba los restos del ave.

—Alguien le hizo saber que la hija del califa estaba locamente enamorada de él. Al parecer, la mujer había escuchado cosas maravillosas sobre nuestro rey de boca de un embajador almohade venido a Navarra unos años antes. La princesa, por lo visto bellísima, lo había idealizado hasta convertirlo en un sueño.

—¿Y él la correspondió?

El hombre le habló más cerca, a su oído.

—Se cuenta que vivieron un intenso romance lleno de pasión y sensualidad. Pocos meses después de su llegada, el califa Yusuf murió. Su hijo al-Nasir, de dieciocho años, le sucedió y también bendijo la relación. Algunos hasta aseguran que le ofreció a su hermana como esposa, pues también su madre había sido cristiana, y aquel matrimonio podía estrechar lazos contra el enemigo común de Castilla. Otros dicen que nuestro rey Sancho padeció un encantamiento por ella de tal magnitud que le costó dos años volver en sí.

—Ante una bella mujer, ¿quién no se vuelve vulnerable? —Diego recordó con cierta amargura a Benazir.

—Decís bien, pues a pesar de saber que el rey de Castilla estaba atacando Vitoria, no reaccionó, y siguió con ella. Los que han podido ver a la mora dicen que sus encantos son muchos. Luego, por causa de una severa amonestación del Papa, tuvo que volver, y lo hizo sin ella…

Mientras le escuchaba, Diego se percató de que Mencía estaba hablando con alguien que él conocía: el caballero Luis Azagra, recordó. Éste debió de sentir su mirada, pues en ese justo momento volvió la cabeza. Diego disimuló, pero fue de inmediato reconocido. Cuando volvió a levantar la vista, ya estaba a su lado.

—Perdonad si os molesto, pero al veros, se me ha ocurrido que dado que tuvimos que cortar nuestra conversación esta mañana, igual os apetece continuarla ahora en compañía de una jarra de vino y de mis amigos en aquella mesa. —Diego aceptó, algo nervioso, imaginándose mucho más cerca de la mujer.

Antes de irse buscó a Marcos, pero no le vio. Debía de andar con aquella rubia.

De camino creyó vivir un sueño. Apenas recorrió veinte pasos, pero le parecieron doscientos. Al llegar, don Luis le presentó primero a los más cercanos y luego le llegó el turno a ella.

—Y ésta es mi prima Mencía, Mencía Díaz de Azagra.

—Encantada, albéitar Diego. —Ella le ofreció su frágil mano y Diego la besó con la respiración contenida, percibió su dulce aroma.

—Bueno… en realidad, no lo soy del todo…

Se quedó callado, dubitativo. Ella le ayudó con otra conversación.

—¿Os ha enseñado mi primo los caballos con los que competirá mañana? ¿Qué os han parecido?

—No sé. —Diego se veía incapaz de articular más de dos palabras. Empezó a sentirse como un tonto.

—Venid y sentaos a mi lado. —Don Luis le señaló un hueco, por desgracia lejos de ella—. He de consultaros una cosa. —Diego se disculpó ante ella por tener que retirarse.

—Perdonad, pero… espero… ya hablaremos en otro… —No conseguía terminar ni una frase.

—Claro, cómo no. —Ella le sonrió y, al hacerlo, dos maravillosos hoyuelos se le dibujaron en sus mejillas.

Diego se sentó junto a los otros, pero no conseguía centrar su atención en ellos. Decidió que aquélla era la mujer más perfecta y bella que había conocido en su vida. Y sintió algo nuevo, muy intenso e íntimo, una sensación turbulenta y agobiante.

¿Sería eso amor?