VII

Marcos soñaba con ver muchas mujeres en Olite.

Junto a Diego atravesaron la frontera de Navarra por el pequeño pueblo de Corella, hasta que a media mañana llegaron a la villa de Olite.

Era una población grande y estaba en fiestas. Tenía que haber muchas mujeres dentro esperándole. Hablaría con ellas lo justo, animándolas pronto a buscar algún discreto granero para amarlas. Llevaba más de año y medio encerrado entre piedras y frailes y sólo había conocido a dos buenas mozas durante sus breves salidas, y acababa de cumplir los veintitrés años, uno más que Diego.

Nada más atravesar las murallas, empezaron a disfrutar de la increíble algarabía de sus calles. Vieron a muchos niños, algunos corrieron hacia ellos para pedirles una moneda. Otros iban disfrazados de caballeros y simulaban peleas con lanzas y escudos de madera. Más adelante se detuvieron para aspirar los variados aromas que flotaban por el aire; dulces y seductores unos, a leña quemada, otros a comida.

Preguntaron a un muchacho desdentado, de ojos vivarachos y frente abultada, dónde se celebraba el torneo. Éste se lo indicó, pero corrigiéndoles, pues no se trataba de un torneo, sino de un juego de justas.

—¿Sabes qué diferencia hay? —Unos pasos después, Marcos se lo preguntó a Diego.

—En un torneo los caballeros luchan sin armas reales, como si se tratase de una guerra, hasta que un bando consigue vencer al contrario. El ganador se lleva el rescate y todo el botín. Sin embargo, en las justas se enfrentan de dos en dos. Luchan bajo recias armaduras, con escudo o adarga para su defensa, y una larga lanza de madera con la cual intentan derribar a su oponente. El escenario donde compiten suele tener una valla central que separa la carrera de cada uno y es testigo de sus encontronazos.

—Y todo por obtener como premio el corazón y las gracias de una bella mujer, supongo…

Marcos buscó entre las presentes a aquella que por sus virtudes mereciera ser nombrada madrina del festejo. Localizó a una, muy hermosa, rubia y de rostro simpático. La piropeó cuando pasó cerca de ella.

—Las justas son juegos de honor y sirven de entrenamiento a los caballeros para mejorar sus habilidades guerreras —siguió explicándose Diego—. También ponen a prueba su valor y gallardía.

Al doblar una esquina se chocaron con tres hombres. Dos de ellos parecían escoltar a un tercero, de noble vestidura. Llevaban los rostros ocultos bajo unos yelmos y empujaron con tal violencia a Marcos que terminó en el suelo. Diego, sin embargo, logró esquivarlos a tiempo.

—Dejad paso a mi señor, miserables campesinos.

—¿Quién os creéis para hablarnos así? —Diego se plantó frente a ellos indignado. Vio desenvainar una espada y sintió su punta en el cuello.

—¿Y tú, estúpido chalado? —La voz quedaba absorbida en el interior del acero, pero surgía amenazante de todos modos.

—Me llamo Diego de Malagón; alguien desarmado y bajo la amenaza de una mano cobarde.

El hombre al que escoltaban se retiró el yelmo y miró a Diego con respeto. Se echó la melena hacia atrás, se rascó la cabeza con evidente alivio y mandó guardar la espada a su escudero.

—De un hombre admiro su valentía, y vos acabáis de demostrarla, joven. —Un corro de curiosos les rodearon de inmediato—. Perdonad a mi escudero. Me llamo Luis, Luis de Azagra. Vengo a competir en las justas.

Le estrechó la mano y se interesó por las razones de su estancia en Olite.

—He sido solicitado por el alférez real Gómez Garceiz.

—¿Y a qué os dedicáis?

Iban por una calleja empedrada, dotada de bastante pendiente y en cuyo extremo se abría una amplia explanada. Allí estaba instalado el palenque con las gradas y el circuito, las tiendas de los jugadores y todas las caballerizas.

—Me preparo para ser albéitar, bueno, no, sanador de caballos…

—¿Sanador de caballos…? Yo vivo en el señorío de Albarracín, aunque soy navarro. Allí, a los que ejercen vuestro oficio los llamamos mariscales y antes veterinarius, aunque ese último término ha quedado algo en desuso, ¿lo sabíais?

Llegaron a la plaza y Diego se sorprendió por su frenética actividad. Varios hombres, martillo en mano, terminaban de fijar los bancos a las gradas. Unos jóvenes, encaramados en altos troncos, colgaban blasones con el escudo de la ciudad. Y en la zona de honor, unas mujeres la decoraban con flores y bellos tapices. Por la pista había una docena de hombres descargando carretillas de fina arena con la que rellenaban desniveles e igualaban el suelo por donde correrían luego los caballos.

En otro lateral había un animado grupo de muchachos enfrascados en una carrera de sacos, otros jugaban a los bolos. Frente a ellos, unas mujeres discutían acaloradamente con un tendero en un improvisado mercado.

Sin desatender la conversación con aquel hombre, Diego trató de localizar entre las tiendas aquella que luciese las armas de su alférez. Según le habían explicado, éstas consistían en un fondo de gules, con un roble en el centro y dos jabalíes apoyados en su base.

Dejó atrás a su acompañante, ya que don Luis se vio obligado a saludar a alguien, y quedaron en verse más adelante. Él y Marcos siguieron camino dirigiéndose hacia el lugar donde se levantaban las lonas. Allí estarían los caballeros. Contaron una veintena de ellas, repartidas a ambos lados de una larga calle central, a la sombra de una arboleda. A su alrededor se respiraba una frenética actividad.

En la primera tienda vieron a dos pajes sacándole brillo a una armadura, y en la siguiente a unas mujeres trenzando las crines de un hermoso caballo. Unas cuantas más adelante se encontraron con un sudoroso jovencito lijando las herraduras de un enorme macho. También les llamó la atención una de color verde, de donde vieron salir a un viejo con guantes de hierro y un trapo de algodón bruñendo un fabuloso yelmo.

Se encontraban como a la mitad del recorrido, cuando de una tienda próxima a ellos salió una bellísima dama. Aunque se tapó el rostro con un velo, Diego pudo verle la cara. Sin saber por qué, algo en su interior se removió, como si el tiempo, la vida, todo se hubiese detenido al paso de aquella mujer.

Se cruzaron. Parecía pensativa.

Durante un instante ella le miró a los ojos. Diego entrevió bajo el tul un paisaje azulado de inmensa belleza, una nariz fina, unas facciones proporcionadas y hermosas. Sus mejillas eran firmes y sonrosadas y la piel parecía sedosa y tenue. Una larga melena rubia caía suelta sobre su hermoso vestido azul turquesa.

—Bienvenido seáis, albéitar Diego… —Una voz familiar le despertó de aquel encantamiento y tuvo que mirar hacia el frente.

Se trataba del escudero de Gómez Garceiz.

Diego estrechó su mano y le presentó a Marcos.

—Os agradezco vuestra amabilidad, pero aún no soy albéitar, sólo aprendiz, y muy falto aún de experiencia y conocimiento…

—No seáis tan humilde y seguidme. Os presentaré a mi señor.

Diego se volvió hacia atrás para ver a la mujer, pero ya había desaparecido.

Caminaron hasta la última lona y el escudero les invitó a entrar en su interior. Les recibió un hombre de buena estatura, mediana edad, que lucía una barba corta y bien poblada. Se sentó en una silla y les indicó dónde podían hacerlo ellos.

—Mi escudero me ha hablado muy bien de ti. Dice que tienes una mano especial para curar a los caballos, y además que los entiendes. ¿Es verdad eso?

—Pasé la mayor parte de mi infancia con ellos, observándolos. Tal vez por eso pude aprender cuáles son sus reacciones, cómo se expresan entre ellos, y a veces hasta qué les pasa.

El hombre parecía intranquilo.

—Como sabes, mañana se celebran justas, y yo seré uno de sus participantes. Me enfrentaré a García Romeu. ¿Te suena ese nombre de algo?

—Siento deciros que no.

—Se trata de un caballero aragonés, alférez como yo. Él lo es del joven rey Pedro II y yo, de Sancho VII. Por asuntos de embajada estos días ha estado entre nosotros y al saber de estos festejos, ha querido medirse conmigo. Y ahí está el problema…

—Perdonad, no os comprendo.

—Vayamos a las caballerizas. Lo entenderás.

Salieron por la parte trasera de la tienda, donde había un corral y seis ejemplares dentro. Varios peones junto a su escudero trataban de sujetar a uno de color castaño para colocarle una cabezada. El animal estaba furioso y fuera de sí.

—¿Recuerdas a ése? —Le señaló otro: un caballo bayo de tono cereza. El animal tenía una pequeña diferencia de color sobre su grupa.

—El del higo, ¿verdad?

—Curó tal y como dijiste, y nunca más le ha salido otro ni ha rebrotado el anterior. Será con quien compita mañana, aunque ése no era el que yo tenía pensado…

Se colocó un grueso cinturón sobre el cubretodo donde llevaba bordado su escudo de armas. Saltó la valla con agilidad y ellos le siguieron. Aunque iban hacia el caballo operado, Diego no dejaba de observar al otro, al castaño.

—¿Qué virtudes le pedís a un caballo para competir en una justa? —Diego comprobó el buen aspecto de la cicatriz.

—Desde un punto de vista físico, debe ser veloz y muy fuerte de patas traseras, sobre todo para conseguir una arrancada rápida y sostenida. Pero aún es más importante su carácter. Se requiere un animal equilibrado, decidido y firme, que no dude en mitad de una embestida. Por buena que sea la destreza del caballero con la lanza, si no siente que su caballo forma parte de él y se convierten en uno solo, será vencido con toda seguridad.

Diego estudió la expresión del animal que había operado. Le pareció un ser temeroso y por tanto poco apropiado para la pelea.

—Habéis dicho que este caballo no es el mejor. ¿Por qué lo elegís entonces?

—Iba a competir con Centurión —señaló al castaño—, un caballo nacido para las justas… Pero desde hace unas semanas se ha vuelto como loco. Esa es la razón por la que te hice llamar. ¡Míralo si no ahora!

Acababan de ponerle el cabezal y el animal, furioso, estaba a dos patas, levantando con él a uno de los mozos. El joven, agarrado a sus riendas, parecía volar de un lado a otro arrastrado en su cabeceo. Los demás se separaron a tiempo y saltaron al otro lado de la valla. Nada más volver al suelo, empezó a cocear en todas direcciones.

—Nunca fue así. Antes era bravo pero dócil. Siempre reaccionaba de un modo razonable, de acuerdo a lo que se le pedía. Me gustaría que le echaras un vistazo.

Diego se rascó el mentón y suspiró complacido ante aquel difícil reto.

Saltó la valla y se acercó primero hacia los demás caballos, que no parecieron intranquilizarse con su presencia. Les saludó como acostumbraba, olisqueándoles los hocicos, y empezó a hablar con cada uno, para hacerse con ellos. Al que vio más enérgico le dio un azote en las nalgas, y al resto, para forzarles a moverse, le bastó con una palmada en sus costillares. Uno a uno fue comprobando su obediencia y cuando le llegó el turno al último, supo que ya todos le reconocían como jefe de la manada.

Desde esa situación observó a Centurión. Se encontraba al otro extremo del corral. También le miraba a él, pero con la cabeza altiva, rebosando agresividad.

Diego decidió usar la manada para mezclarlo en ella. Puso en marcha a los más dóciles, él entre ellos, y en un instante se encontró al lado de Centurión sin aparentes problemas. Consiguió que todo el grupo caminara al paso, y les dio varias vueltas al recinto mientras observaba al semental. Estudió sus reacciones hasta en el menor detalle. Supo cómo movía las orejas, la expresión de sus ojos, la tensión de los belfos, la forma de pisar, su respiración, sus aplomos, todo. Y de pronto sospechó algo.

Detuvo la marcha y se dirigió a él susurrándole unas palabras que a todos les sonó a árabe. El caballo dirigió de inmediato sus orejas hacia él. No parecía excitado. Diego le pasó la mano por el cuello, despacio, hasta asegurarse de que lo aceptaba. Siguió acariciándole hasta llegar a la cabeza y también la exploró. Y cuando se acercó a su oreja derecha, entonces notó el bulto. Lo apretó un poco y el caballo reaccionó con dolor y miedo. Acercó su oído todo lo que pudo y oyó un tenue zumbido. Centurión resopló excitado.

—Traedme un cuchillo bien afilado y una jarrita de aceite.

Gómez Garceiz trasladó la orden a uno de sus pajes.

—¿Qué has encontrado?

—Le han criado moscas bajo la piel.

—¿Moscas? ¿Cómo es eso posible?

—A través de una pequeña herida. Se ven atraídas por la sangre y los zumos que se producen, y depositan allí sus huevos. Luego, al cerrarse la lesión, las larvas se van desarrollando hasta que, una vez adultas, intentan salir, y lo hacen por donde pueden. En su caso han escogido su oído.

—Así se entiende su comportamiento… —resolvió el alférez Gómez Garceiz.

—El sonido de sus vuelos les acaba volviendo locos.

El mozo se acercó con el pedido y se lo dio en mano.

Diego sujetó al caballo por el bocado y le cortó la piel alrededor del bulto. Centurión se revolvió, pero consiguió de nuevo calmarlo. Levantó la herida y localizó una bolsa llena de crías de mosca. La aisló por completo y la tiró al suelo. Al romperse salieron al vuelo varias de ellas. Comprobó que no quedaba ninguna en la herida, ni huevos, y la dejó al aire. Luego echó un chorrito de aceite por el interior del oído para ahogar las que pudieran seguir en su interior y le rascó los belfos.

El caballo pareció mejorar de inmediato, aunque todavía cabeceó molesto por la presencia del líquido. Sus ojos empezaron a brillar tal y como acostumbraba a hacer antes.

Gómez Garceiz estaba encantado.

Elogió a Diego sin rebajar ningún calificativo, y todavía más cuando supo que podría competir con Centurión en la justa.

—Te hice venir por las buenas referencias que me dieron, y porque desconfío de ferradores y otros que se hacen llamar sanadores de bestias. No pienso lo mismo de los albéitares. Ahora me alegro de haberlo hecho.

Diego saltó la valla y se limpió las manos en un barreño.

—También nos hemos alegrado de venir, llevábamos demasiado tiempo encerrados dentro de aquel monasterio.

—Es una pena que no seáis más…

—No os entiendo.

—Durante su estancia en Marrakech, nuestro rey conoció a muchos albéitares, comprobó la seriedad de vuestro oficio, y se dio cuenta de que manejáis un conocimiento muy superior al que nos tienen acostumbrados otros por estos reinos. Movido por ello, desde que volvió de aquellas lejanas tierras, ha tratado de atraerse a algunos de tus colegas para que atiendan nuestras caballerías, pero no resulta nada fácil. La tensión religiosa, casi prebélica, que se da entre ambas culturas supone un freno insalvable para que quieran establecerse en tierras cristianas. Por eso, cuando supe que tú eras albéitar, te hice venir.

Centurión se arrimó a su amo y le olfateó. Gómez Garceiz le rascó la barbilla complacido.

—Vuestros frailes han sido duros de convencer. Ya te había reclamado en otras ocasiones, pero lo impidieron hasta hoy. Imagino que lo desconoces, pero tuvo que firmar tu solicitud el propio rey Sancho VII a petición mía. El monasterio no ha podido esconderte por más tiempo y aquí estás. Ahora salid. Descansad un rato y disfrutad de la fiesta… Y por cierto, esta noche se celebrará una gran cena en honor de nuestro rey Sancho. Y antes se proclamarán las normas de la justa. Os animo a estar. Os gustará.

—¿Acudirá el rey a las justas?

—Las presidirá. Si nunca le habéis visto, os aseguro que quedaréis impresionados.