Estiércol de caballo, sudor y ciencia.
Aquellos tres ingredientes caracterizaron la vida de Diego durante los seis siguientes meses, como también un permanente ambiente de reproche por parte de fray Servando. Aquel fraile se había empeñado en no disculpar ni un solo error de su trabajo, a pesar de no enseñarle nada de lo que él sabía, aunque no fuera mucho. Tal vez, por todo eso Diego buscaba un único refugio en los libros.
Un año después de llegar a Fitero, el invierno había penetrado entre sus muros y Diego seguía empapándose de saber. Le faltaban horas y días para ordenar sus conocimientos, asimilar lo que iba leyendo y pensar cómo lo podría aplicar en el futuro.
En una ocasión, sin que le viera fray Servando, disecó el casco de un caballo antes de ser enterrado en cal viva. Pudo así entender cómo funcionaba, qué fuerzas y presiones eran soportados por sus huesos y tendones, cómo se generaba el movimiento. Husmeó en su interior en busca de respuestas a los males que en él se originaban, como los gabarros y las hinchazones, empedraduras y hormigas.
También decidió ordenar en su mente las dolencias de una manera diferente a como había leído y hecho hasta ahora. Lo haría por su emplazamiento anatómico. Así le sería más fácil diferenciar entre una y otra enfermedad.
Un día Marcos le halló pensativo, sentado sobre un montón de paja, cerca de su yegua, a la que no dejaba de visitar cada anochecer.
—Háblame de tus hermanas…
En esa ocasión Marcos le traía un libro escrito por una monja del Palatinado: Hildegarda de Bingen.
—Ya te conté lo que ocurrió… ¡Dios! Es horrible, hace ya seis años de aquello… ¿Se puede saber por qué me lo preguntas ahora?
—Es algo que te martiriza… y sin embargo, nunca hablas de ello.
Diego acarició la suave cubierta del libro pensativo y lo abrió de repente con tal ansiedad que parecía querer buscar la explicación entre sus páginas. Luego lo cerró y se acercó a Sabba. Ella tembló de gusto.
—Si siguen vivas, que presiento que sí, podrían estar viviendo en Marrakech como esclavas. Muchos días pienso qué podría hacer yo para ayudarlas, pero suelo terminar desmoralizado. La idea de salvarlas está tan lejos de mis posibilidades… Por ese motivo, cada vez que lo pienso, llego a la conclusión de que ahora sólo puedo prepararme, adquirir el suficiente valor y fortaleza, como también dinero para poder luego viajar…
Marcos se quedó pensativo.
Un mes atrás, harto de tantas restricciones y penurias, suponiendo que a esas alturas ya nadie le buscaría, se había sentido tentado de abandonar el monasterio. Sin embargo, decidió no hacerlo. Para él, las cosas habían empezado a cambiar. Su situación en las cocinas era buena, nadie le martirizaba como antes hacía fray Servando, y podía salir del monasterio cuando le apetecía. Y lo hacía cada dos o tres días, a alguna de las poblaciones vecinas, para comprar alimentos.
Gracias a esa posibilidad dejó de sentirse encarcelado y empezó a despistarse, en menos ocasiones de las que hubiera deseado, con alguna buena moza que había conocido.
Diego abrió de nuevo el libro de Hildegarda y leyó lo primero que vio.
—Lechuga silvestre, el mejor remedio para los dolores de vientre en los asnos. Ortiga, para la fiebre en el caballo. Levístico, o apio de monte, para los catarros.
Lo volvió a cerrar y estudió la cara de Marcos.
—Remedios eficaces, seguro… Hildegarda, como otros más antes que ella, investigaron muchos remedios que nos han dejado por escrito para bien de las siguientes generaciones. —Mordisqueó un trozo de paja pensativo, saboreando su amargor—. Los griegos llamaban a los albéitares hippiatras o sanadores de caballos, como gusta llamarme fray Servando. Los romanos, veterinarius. ¿Cómo puedo ser yo un buen hippiatra, albéitar, sanador de caballos o veterinarius, sin aprender antes lo que esta monja u otros muchos sabios dejaron por escrito? —Se quedó pensativo, mirando hacia el cielo—. Marcos, en esta biblioteca duerme una buena parte del conocimiento humano y médico. Si consiguiese empaparme de él, podría ayudar más adelante a mucha gente que tiene al animal como su único medio de vida. ¿Entiendes ahora la verdadera razón de mi insistencia en permanecer en este monasterio?
—Vale, vale —contestó Marcos—. Sigue con esas monjas, y con los griegos, me da igual. Pero a mí déjame lo práctico —agitó la mano con un gesto de desdén—, pues prácticos son los cuatrocientos sueldos que ya he conseguido ahorrar.
—¿Cómo? —Diego se temió lo peor.
—Fray Jesús, mi mentor y fraile sensible donde los haya, como clavero del monasterio, ha depositado en mí toda su confianza. Y como prueba, me ha encargado las compras del monasterio. Una buena oportunidad, créeme. —Le guiñó un ojo.
—¿No meterás la mano en la caja?
—No se trata de eso… He conseguido convencer a los principales suministradores del monasterio para que reserven en cada pedido una pequeña cantidad de dinero para mí… bueno para nosotros.
—No dejarás nunca de sorprenderme… ¡Serás granuja!
—Por cierto, ahora que lo pienso… ¿recuerdas a ese escudero de Navarra, y el bulto que hiciste desaparecer de su caballo?
—Cómo no. Aquello desencadenó el peor castigo que he padecido hasta hoy, y de eso hace casi un año…
—Me han contado que ha venido hoy a verte. Al parecer, te han excusado con alguna mentira. Y además, según tengo entendido, ésta no ha sido la única vez que lo ha intentado.
—¿Por qué me lo habrán ocultado? —Diego sintió una profunda rabia. Recordó al hombre y también sus encendidos elogios—. ¿Para qué me querría?
No pudo tener respuesta alguna a esa pregunta hasta pasados tres meses, durante el inicio de la primavera de mil doscientos dos, en un soleado mes de abril. Diego acababa de cumplir veintidós años. Fue fray Servando quien no tuvo más remedio que explicar para qué era solicitada ahora su presencia.
—Prepárate para viajar pasado mañana —le espetó serio, sin darle más justificación a sus palabras.
—¿Podría saber adónde y para qué?
—Estarás fuera tres días, e irás solo. —Se cargó una cesta de avena al hombro y la acercó a los pesebres para repartírsela a los caballos. No parecía estar muy dispuesto a facilitarle más información.
Diego le observaba intrigado.
—¿Adónde he de ir? —insistió encantado, al darse cuenta del efecto martirizante que le producían sus preguntas.
El hombre bufó, carraspeó dos o tres veces y terminó respondiéndole.
—Pretendes ponérmelo difícil, ¿eh? —Diego adoptó un gesto de falsa sorpresa—. Está bien… Se va a celebrar un torneo o una justa, no lo sé bien, en Olite. Se trata de una población cercana a ésta que pertenece al reino de Navarra, y nos han pedido que acudas.
—¿Yo?
—¿Conoces a Gómez Garceiz?
—¿Es el del higo en la grupa de su caballo?
—Ése era su escudero. Quien te solicita es su señor, Gómez Garceiz, el alférez real de Navarra.
—¿Y me quiere a mí?
Fray Servando se retorció de envidia.
—¡Eso creo! —exclamó de lo más seco.
—¿Y para qué pueden necesitar a un albéitar o, mejor dicho, a un aprendiz de sanador de caballos en un torneo? —Diego no había visto ninguno, pero había escuchado fantásticos relatos sobre aquellos juegos entre caballeros.
—Por alguna absurda razón te requiere. No sé si será más bien por tus capacidades de ferrador, no creo que sea por otro motivo… —Tragó saliva humillado—. ¡Y ya basta! No me preguntes más.
Diego calculó el enorme poder que debería tener aquel alférez para llegar a conseguir que fray Servando le dejase ir y además se tragase su orgullo. Si Gómez Garceiz había preferido sus servicios en lugar de los del fraile, al que se le suponía la fama en la comarca, aquello tenía que estar reconcomiéndole.
—¡Iré gustoso! —resolvió con ímpetu—. Os agradezco muchísimo haberos acordado de mí… —La mirada de fray Servando no podía contener mayor rabia—. Pero os pediré una cosa más.
—No fuerces más la situación…
—Necesitaré a mi amigo Marcos.
—De acuerdo… —Suspiró resignado. Pensó en su prior y recordó cómo le había forzado a respetar aquella orden.
Las dos jornadas que transcurrieron hasta abandonar el monasterio se hicieron eternas para Diego.
Se sentía excitado por muchos motivos. En quince meses, aquélla era su primera salida del cenobio. Iba a poder presenciar un espectáculo desconocido y además, por primera vez, era requerido por sus conocimientos y no sólo por sus habilidades con la escoba.
La misma mañana de su partida, recién amanecido el día, recuperaba a Sabba, a la que apenas había montado durante todo ese tiempo.
Al sentir bajo sus piernas el calor de la yegua y la fragancia de los campos en flor, una vez tomado el sendero hacia el norte junto a Marcos, pensó que también recuperaban algo mucho más inmaterial pero de lo más placentero: un poco de libertad.