Sancho VII se había enamorado de ella hasta perder la conciencia. Llegó a Marrakech para una corta embajada, pero la princesa Najla alargó la estancia del rey de Navarra durante casi dos años.
—Traerle hasta nosotros fue todo un acierto…
El califa al-Nasir mandó que rellenaran sus pipas con aquellas hierbas que elevaban el espíritu.
—Recordaréis lo mucho que me costó convenceros, ¿verdad? —Don Pedro de Mora se llenó los pulmones con una honda bocanada de humo.
—Cierto, pero la decisión de poner como cebo a mi propia hermana no me fue fácil de tomar. Eso sí, ahora no guardo ninguna duda sobre su eficacia.
Una esclava se acercó de rodillas, sin mirarles, con una bandeja llena de dulces de almendra, miel y coco. Los probaron. Al-Nasir levantó su velo, le acarició las mejillas y pasó su gordezuelo dedo por la comisura de sus labios.
—No te conozco. ¿Cómo te llamas?
—Abeer, sid. —Ella le miró a los ojos, asombrada por su intenso color azul.
—¿Qué significa su nombre? —preguntó don Pedro, embelesado con su hermoso cuerpo.
—Fragancia… Toda una insinuación a la pasión. ¿No os parece bellísima?
—Es preciosa.
Al-Nasir acarició la barbilla de la chica.
—Vuelve más tarde.
—Gracias por elegirme, sid.
El califa la abofeteó con extrema violencia.
—¿Nadie te ha advertido todavía que no debes hablarme si no te he preguntado yo antes?
La mujer bajó la cabeza sumisa y les dejó solos, sin darles la espalda en ningún momento, como le habían explicado.
Salieron a la terraza para tomar el aire y vieron al rey Sancho junto a Najla paseando por los jardines del palacio.
—Cuando le visité en Navarra acababa de separarse —recordó Pedro de Mora—. Vos le erais necesario en su política de expansión territorial… Y Najla, en su juventud, soñaba con ser amada por algún noble y valiente caballero. No tuve más que juntar todas las piezas y…
—El acuerdo con su reino nos conviene, y mucho —le interrumpió el califa—. Con Navarra de nuestro lado, romperemos la peligrosa unidad de los reinos cristianos tan perseguida por Castilla.
—¿Os imagináis cómo le sentaría al rey Alfonso VIII una boda entre Najla y Sancho…? Al-Ándalus unida a Navarra… —Don Pedro se frotaba las manos encantado con la idea.
—Lo que no entiendo es que aún no me haya solicitado su mano… Llevan así más de un año… —El califa les señaló. Los dos enamorados se miraban con absoluta entrega, sus manos juntas, él rozándole los cabellos con pudor—. ¿A qué diablos espera?
—Pensad, mi señor, que al haber instalado a Sancho en el palacio del visir, se encuentra demasiado lejos de vuestra hermana, a quien además no le permitís abandonar éste con ninguna excusa. Si les facilitaseis un poquito más de intimidad, tal vez ellos probasen las esencias del amor y lo mismo se aceleraban así vuestros deseos… —Don Pedro comprobó que al-Nasir había captado el sentido de sus palabras.
—Pensaré en ello. Todos los días le rezo a Allah para que bendiga y acreciente su amor, pero también para que sea pronto… Necesito sellar ese acuerdo de una vez.
Aquella misma noche, Najla entraba en el harén en busca de Blanca y Estela, hecha un manojo de nervios, ansiosa por contarles la noticia.
—Van a trasladarle…
La princesa no esperó ni a llegar hasta la cámara azul, donde se solían encontrar. Les habló en árabe, dado que las hermanas empezaban a manejarlo. Desde hacía un tiempo alternaban una y otra lengua.
—¿A quién? ¿De qué nos habláis?
—De Sancho. Acabo de saber que mi hermano va a permitirle su alojamiento en este palacio.
Blanca le guiñó un ojo a Estela. Algunos meses atrás la princesa les había prometido llevarlas con ella a Navarra si al final se casaban. Entendieron que una mayor cercanía entre los amantes podía acelerar su relación, y si anunciaban por fin su boda, la salida de aquel infierno estaría más cerca.
—Es un hombre tan maravilloso… —Najla se soltó la melena frente a un gran espejo. De inmediato sus cabellos se desparramaron por los hombros y escote—. ¿Me veis guapa?
Blanca se colocó a sus espaldas.
—Sois bella y joven. Tenéis un cuerpo hermoso y desprendéis gracia. Cualquier hombre se perdería en vuestros ojos, en cuanto rozara vuestra sedosa piel. Os aseguro que le volveréis loco… —Le recogió el pelo hacia arriba, dejando su estilizado cuello libre, e inspiró su olor—. Para cautivarle, perfumaos con sándalo y miel, poneos un vestido bien ceñido y pedid a vuestra esclava que os dibuje algo hermoso en vuestros pechos.
—Nunca he estado con un hombre… —La princesa se ruborizó mirándolas con un gesto casi infantil—, y desconozco muchas cosas. No sé cómo agradarle. Imagino que vosotras sabéis muy bien de qué os hablo…
La cara de Estela se turbó en una mueca de contenida rabia y humillación. Todavía le resultaba duro tener que escuchar aquella verdad. No eran más que dos concubinas, mantenidas con vida y bien alimentadas con el único fin de dar gusto al califa y a alguno de sus más allegados colaboradores.
—No aparentéis lo que no sois —siguió recomendándole Blanca—. Sed natural y dejaos hacer. Cuando os desnudéis, no tengáis prisa y miradle con ardor, y después…
La puerta de aquella cámara se abrió de golpe y entró corriendo un guardián negro, un imesebelen.
—Os buscan, mi señora. Salid de aquí. Debéis volver a vuestro dormitorio a toda prisa…
Blanca y Estela se quedaron paralizadas, casi encogidas. La visión de su negro rostro las trasladó en el tiempo. Las horrendas imágenes de su captura, la brutal muerte de su hermana Belinda, el incierto destino de su padre y hermano, todas aquellas terribles experiencias volvían a renacer cada vez que tenían cerca a uno de aquellos hombres.
—¿Quién de vosotras se llama Blanca?
—Yo. —Le devolvió la mirada con un miedo casi físico.
—Ahora mismo deben de estar buscándoos también. Marchad rápido.
—Gracias por avisarnos —intervino Najla—. Tijmud es mi más fiel protector. No temáis de él, es diferente del resto de los imesebelen que forman mi guardia. —Cuando terminó de hablar, se despidió de ellas y en un instante desapareció tras doblar un pasillo.
Las dos hermanas llegaron a su dormitorio y se tumbaron a toda prisa al oír pasos. Poco después entraron dos hombres en la cámara. Eran sirvientes del califa. Uno de ellos preguntó entre las presentes por Blanca, y al localizarla se acercó a ella y la tocó en el hombro. Aquélla era la señal que todas conocían demasiado bien cuando eran requeridas para pasar la noche con alguien. Se levantó y les siguió.
A diferencia de lo que era habitual, tomaron el ala oeste del palacio y caminaron por otros pasillos. Blanca se imaginó adónde iban.
Alcanzaron una hermosa puerta dorada y la abrieron para que pasara. De momento no vio a nadie dentro. La suave brisa que recibió su rostro nada más entrar provenía de un ventanal por donde también se colaban los reflejos de la luna. Caminó hacia él y observó el exterior. La noche de Marrakech la cautivaba. Oyó unas risas en la lejanía, tal vez de alguna plaza o callejuela, y suspiró. Soñaba con volver a ser libre, añoraba su anterior vida, deseaba escapar de esa terrible prisión.
De pronto sintió unas pisadas a su espalda y se volvió.
Una vez más, se trataba de aquel individuo al que odiaba. Mirar su larga cicatriz le suponía revivir los momentos más detestables de su vida. Su rostro reflejaba una poderosa y fina inteligencia, pero también maldad.
—Estás preciosa, como siempre…
Resignada, recibió su primer beso en los labios.