Fray Servando, como sanador de caballos, atendía los diferentes casos que se le presentaban tanto dentro como fuera del monasterio.
Por fin Diego había conseguido acompañarle algunas veces más, no muchas, pero suficientes como para empezar a sentirse decepcionado.
No acababa de entender de dónde procedía su buena fama cuando sus carencias eran tan notorias como graves las consecuencias para sus pacientes. Diego llegó a pensar que el fraile no manejaría ni una cuarta parte de sus conocimientos, jamás le había visto emplear ninguna técnica de diagnóstico diferente a las que él ya usaba, y su catálogo de remedios resultaba tan exiguo como muchas veces absurdo. Sus limitaciones eran tan graves que empezó a sufrir incluso cuando le veía herrar a un caballo, pues tampoco en eso demostraba demasiada destreza.
Y Diego callaba, prefería no hablar, hasta que en aquella mañana todo se puso en su contra.
Llegó a las cuadras un caballo propiedad del alférez real de Navarra. Era la primera vez que venía y lo traía su escudero.
Diego estaba prendiendo unas astillas de madera, para poner en marcha la fragua, cuando el animal entró en la cuadra de manos de aquel hombre. Se trataba de un ejemplar bellísimo, fuerte, de enorme talla. Su capa era de color baya con un tono casi cereza.
Al verlo, y sobre todo cuando descubrió el enorme bulto que asomaba por su grupa, no pudo resistir la tentación de acercarse a verlo, al tiempo que mandó llamar a fray Servando.
Diego se fijó en el color del tumor y en la textura. Por fortuna para el animal, era rojo y parecía reciente. Con Galib había visto aquellos tumores varias veces más, pero nunca tan grandes como éste, que tenía el tamaño de una naranja. Como era común a otras muchas enfermedades, había quienes justificaban su presencia por el acumulo anormal de humores. Recordó que en el Tratado de albeitería, su primer libro y regalo de Benazir, estaban descritos con detenimiento. Los llamaba higos, y quedaban clasificados por colores, siendo los más graves los negros, luego los rojos y por último los blancos.
Sin darse un solo respiro, el mozo de cuadras volvió con la nueva de que fray Servando no se encontraba en el monasterio y además nadie sabía cuándo regresaría, si durante la mañana o bien entrada la tarde.
Vista la situación, Diego no pudo resistirse y se decidió a tratar aquella malformación. Buscó una pieza de cuero y le hizo un agujero de igual tamaño que el bulto. Luego se lo colocó por encima para aislarlo del resto de la piel.
—Tiene mal de higo, mi señor. —El escudero dijo no saber qué era. Diego se lo explicó y además disculpó a fray Servando, presentándose como si fuera su ayudante y sanador de caballos.
—¿Vos sabéis cómo ponerle remedio? —El hombre estudió a Diego. No parecía convencerle demasiado dejar el valioso caballo en manos desconocidas, pero le vio tan seguro y firme en sus palabras que acabó aceptándolo.
Diego empezó a fabricar varios ungüentos. Uno estaba hecho con cal viva y tierra. Otro, en forma de pasta, a partir de unas hierbas secas de río y agua. Y un tercero, de repugnante olor, tenía en su composición heces calientes de gallo, majadas en un mortero con jabón.
Con la masa de las hierbas fabricó unos pequeños panecillos y los llevó hasta el fogón. Colocó el primero sobre un hierro caliente y después lo apretó contra el bulto del caballo. Cuando ya estaba frío, lo cambió por otro. Y así obró durante un rato hasta notar que el tumor empezaba a ponerse blanco. Diego le explicó al hombre que de ese modo conseguía rebajarle la sangre antes de cortarlo con un afilado cuchillo.
Todos los mozos de la cuadra dejaron sus faenas y se arremolinaron para verle en acción.
—Necesito que me echéis una mano para sujetar al caballo. Ahora va a sentir bastante dolor.
Con cuerdas y amarres, entre varios, consiguieron inmovilizarlo. Diego se acercó con un cuchillo cuya punta había calentado al fuego y empezó a cortar el higo hasta la base, rebajando la carne a su alrededor. Lo hizo en profundidad, con cuidado de no dañar ningún nervio. Fue rápido, demostrando poseer una mano certera, sin dejarse intimidar por los agudos relinchos de protesta del animal.
—Ahora sangrará un poco. Tomadlo como algo bueno.
La mirada del caballero estaba clavada en el enorme bulto extraído ante el asombroso tamaño que tenía.
Diego espolvoreó la herida con la mezcla de cal viva y tierra, y con rapidez se separó del animal previendo su violenta reacción. A continuación tomó un hierro al rojo vivo y con él repasó los contornos para cortar la hemorragia. El caballo, dolorido y furioso, no paraba de moverse.
—¿Tiene que pasar por todo esto? —El escudero estaba pálido, haciéndose cargo del terrible dolor que padecía el animal.
—Estad tranquilo. El siguiente ungüento le aliviará.
Diego empapó el macerado de heces y jabón en un paño de lino y se lo colocó sobre la herida. Por último, preparó una pomada con miel y pentamirón, e indicó al hombre que se la untara bien caliente una vez al día.
—Si vierais que le vuelve a crecer, pedid que os fabriquen una cuerda muy fina con las crines de un caballo potro que no haya conocido todavía yegua. Con esa cuerda, ataréis el nuevo higo hasta estrangularlo. Lo podéis hacer una, dos, o tres veces, todas las que necesite hasta que se le caiga por sí mismo.
Diego mandó por último desatar con cuidado al animal y le habló en voz muy baja, al oído, a la vez que le rascaba el pecho ganándose de inmediato su confianza. El caballo empezó mirándole con temor, pero poco después terminó relinchando bastante más tranquilo.
Diego se sintió satisfecho por su trabajo. El silencio que le había acompañado mientras operaba de pronto se quebró en un espontáneo aplauso. Todos los presentes estaban sinceramente impresionados.
—Debéis procurarle aquel lugar que veáis más cómodo dentro de la cuadra, y evitarle mojaduras o que se lama la herida. De hacerlo, se le complicaría la curación.
El escudero se quedó satisfecho de sus explicaciones y le felicitó sin reparos. Memorizó su nombre por si pudiera serle necesario en el futuro.
—Me llamo Diego, Diego de Malagón, aprendiz de albéitar o sanador de caballos, como mejor gustéis llamarme.
El escudero, el caballo, y su mal, se fueron, como también lo hicieron el resto de los mozos, todavía sorprendidos por las capacidades de su compañero. Sin embargo, aquella satisfacción le duró a Diego demasiado poco; lo que tardó en aparecer fray Servando.
En cuanto Diego le vio pisar los establos, imaginó que ya estaba informado. Tenía la cara desencajada y los ojos reflejaban una rabia infinita. En cuanto estuvo a su lado, empezó a chillarle y hacer aspavientos como si se hubiese vuelto medio loco.
—¿Me quieres explicar quién te ha dado derecho para atender a mis clientes? —Daba vueltas a su alrededor, con los puños apretados—. ¡Si supieras de quién era el caballo!…
—Del alférez real de Navarra.
Fray Servando le empujó en el hombro con violencia, ofendido por su respuesta.
—¿No tienes ni un poco de vergüenza? —bufó exasperado—. ¿Acaso te crees más capacitado que yo?
—Soy albéitar… —contestó orgulloso.
El hombre, fuera de sí, se aferró a su camisola y empezó a tirar de ella con tanta rabia que acabó rompiéndosela.
—Sabes que odio ese nombre…
Diego decidió no hablar, pues en ese momento cualquier cosa que dijese sería mal interpretada. Esa reacción hizo enfermar aún más al monje. Harto de su silencio, sopesó qué castigo sería el mejor para amilanar el orgullo del joven.
—Volverás a las letrinas, pero desde hoy dormirás también en ellas. Comerás allí, vivirás entre sus tufos, y no saldrás de ellas hasta nueva orden. Espero que por una vez eso te haga recapacitar.
Diego se sintió tentado de ahogarle allí mismo, o tal vez patearle a conciencia en su estómago. También valoró la posibilidad de abandonar el monasterio y olvidar de una vez por todas al absurdo personaje, sin embargo, decidió tomar otra postura.
—De acuerdo —respondió sin levantar la voz—. ¿Debo considerar esto como una penitencia o como un castigo?
—Pues… pues —repetía indignado fray Servando— como una penitencia… Tu pecado se llama deslealtad y vanagloria.
—No os entiendo…
—De sobra lo haces. Sé que sigues pensando que la albeitería es una ciencia superior a la que yo poseo, y además eres un ser obstinado. No te gusta que te llamen sanador de caballos ni veterinarius, te lo noto, y además juzgas con severidad cada uno de los trabajos que yo hago. Lo he podido sentir cuando me miras…
Fray Servando tragó saliva, fastidiado por la actitud moderada que había tomado Diego.
—Tratándose entonces de una pena, ¿quedaré después absuelto de mi pecado?
—Uhmmm… —Le costó una eternidad decirlo y una fuerte cura de humildad—. Sí, supongo que sí…
—Y una vez perdonado mi pecado, podré entonces acudir al scriptorium…
Fray Servando apretó los puños y le miró a la cara harto de él, pero no le dijo que no. La tercera noche que pasaba en su nuevo destino, Diego recibió una inesperada visita que le alivió de verdad. Se trataba de Marcos.
Llegó con una pieza de carne guisada, una libra de pan negro y el mejor de los manjares para su alma, un poco de afecto.
—¿Cómo te encuentras?
Marcos iluminaba el suelo con una antorcha para avanzar entre tanta suciedad.
—No tan bien como tú… —Diego clavó su mirada en el contenido de la cazuela de barro que llevaba entre sus manos.
Marcos dejó la tea en una hendidura de la pared y buscó asiento cerca de él. No pudo contener un gesto de asco al percibir su olor.
—Vengo a darte buenas noticias.
—No sabes lo bienvenidas que me son. —Le sonrió Diego.
—He trabado amistad con el fraile responsable de la librería. Se llama fray Tomás. Es un hombre bonachón, de mirada perdida y gesto olvidadizo, pero le gusta comer tanto como a mí los entuertos. Al pasarme el día entero en la cocina, no me ha costado demasiado satisfacer su debilidad, y me lo he ido ganando a tu causa.
Diego abrió los ojos de un modo exagerado. Sólo deseaba escuchar aquella palabra que parecía estar a punto de salir de su boca.
—Le hablé de ti sin dejarme ningún detalle. Conoce tus deseos por aprender y también que lees sin dificultad en árabe. También está al corriente de lo ocurrido con fray Servando. Créeme, ha mostrado interés por tu caso y desea saber qué buscas.
—¿Y…?
—Tengo una noticia mala y otra buena.
—Empieza por la mala.
—Fray Servando miente cuando dice que podrás entrar con relativa libertad en el scriptorium o en la librería. He sabido que para los que no hemos jurado los votos, no nos está permitido.
Diego suspiró derrumbado. Aquello podía suponer el final de sus planes.
—¡Espera! Aún me falta la buena…
—¿Puede haber algo positivo después de lo que me acabas de decir?
—Si no podemos entrar, ellos pueden salir…
—¿Cómo?
—A fray Tomás le pierde una cosa en especial, aparte de comer…
—Dime de una vez en qué consiste.
—El aguardiente de hierbas. —Sonrió con picardía—. Dos garrafas y la promesa de un suministro regular hicieron el resto, y gracias a eso… —sacó un paquete envuelto en un paño de algodón—, podrás leer entre estas podredumbres al romano Vegetius. ¿No es uno de los autores que buscabas?
Diego retiró con ansiedad el paño y se encontró con un libro titulado Digestum artis mulomedicinae, firmado por Publius Flavius Vegetius Renatus, escrito en el siglo cuarto.
—También me dijo que si te interesa… —continuó Marcos—, te pasará luego uno del gaditano Lucio Junio Columela, y luego dos tratados más en latín, creo que me dijo de Plinio uno, y otro de Paladio. En fin, a mí me resultan todos desconocidos.
Diego no pudo contener la emoción y sintió por sus mejillas resbalar un puñado de lágrimas. Por fin tenía entre sus manos uno de aquellos libros, sin importarle en ese momento haber tenido que soportar tantas calamidades, más de lo que muchos hubieran considerado lógicas. Ahora, gracias a ese tratado, podría ampliar sus conocimientos en una faceta poco estudiada por los autores árabes; la metodología en el diagnóstico de las enfermedades.
Vegetius había sido un militar del ejército romano experto en estrategia bélica, defensor del uso de la caballería como arma de guerra cuando el resto de sus colegas confiaban sólo en la infantería. Tal vez por ese motivo había estudiado y compilado la más extensa suma de conocimientos sobre esos animales, incluyendo la de los griegos. Sus páginas contenían maravillosas descripciones sobre las más variadas enfermedades, recomendaciones de crianza, reproducción y otros aspectos como la conformación física ideal o un sistema organizado para seleccionar mejor a los sementales.
A la luz de una vela, Diego se pasó noches y más noches leyéndolo, aprendiéndose cada uno de sus párrafos. Por fin se sentía feliz. Aquello lo compensaba todo.
Por las mañanas lavaba las largas piezas de mármol agujereado donde los monjes evacuaban sus desechos, o bajaba al pozo negro para desatascar las frecuentes obturaciones en su drenaje, sin apenas importarle. Como tampoco cargar a paladas los carros con los restos de detrito humano, usado luego como abono para los campos.
Terminó acostumbrándose hasta a aquel apestoso olor, con el único deseo de esperar la llegada de la noche para alimentarse con aquella sabrosa y nutritiva ciencia, como él la llamaba. Se emborrachaba con la sabiduría escrita en tinta, sin entender por qué se quería esconder a los ojos del mundo. No comprendía qué mal podía hacer al alma del hombre su conocimiento, o qué razón había para tener que ocultar, entre aquellas piedras y templos, auténticas murallas de fe, el dulce efecto del saber. Nunca lo entendería.
Y así se pasaron los días y semanas hasta la última noche de su castigo.
No se durmió hasta bien tarde, entretenido en la lectura de un tratado de Hipócrates. De su hondo y sólido pensamiento entresacó las tres reglas que aquel sabio defendía como principios básicos para la profesión médica.
Las memorizó y las repitió en voz alta varias veces:
—Primun non nocere, «antes que nada no perjudicar». —Saboreó el significado de la primera—. Mejor no hacer nada a empeorar la situación.
Tomó aire y en voz alta recordó la segunda, con la que estaba más conforme.
—Siempre se debe ir a la causa de la dolencia, luchar contra el principio que la produce. Y por último, abstenerse de actuar en las enfermedades incurables, aceptando lo inevitable de las mismas.