III

Fray Servando no llamó a Diego a la mañana siguiente para que le acompañara a la visita. Tampoco le dio ninguna explicación. De hecho, durante la siguiente semana desapareció del monasterio sin que nadie supiera adónde había ido o para qué.

Obedeciendo sus disposiciones, cuando acabaron de limpiar las cuadras, Diego y Marcos se emplearon a fondo en limpiar una enorme fosa ubicada en los sótanos del monasterio, donde se recogía el producto de todas sus letrinas. Le dedicaron tres días enteros, y al acabar cambiaron de escenario para seguir con otra faena menos ardua que las anteriores pero más peligrosa.

El nuevo encargo consistía en desatascar cada una de las gárgolas que bordeaban los altos de la basílica, y limpiar de musgo y suciedad los relieves del tejado. Para acceder a aquellos lugares tuvieron que montar unos andamios de madera y fabricar una grúa con la que subir las muchas tinajas de agua que necesitaron para el lavado de la piedra. Armados con cepillos de gruesa cerda, algunos de ellos atados a largas varas, se dedicaron al trabajo en compañía de un viento gélido.

Aquello les llevó tres semanas enteras, y a Marcos le supuso enfermar.

Ya con fray Servando de vuelta en el monasterio, Diego vio cómo aquel catarro de su amigo empeoraba día a día. Empezó a preocuparse de verdad cuando, aparte de la fiebre, se puso a desvariar recordando con nostalgia sus primeros robos y engaños, o reviviendo emocionado la brutal paliza que había sido la causa de su obligado abandono de Burgos.

Diego habló con fray Servando para que le disculpara de la faena durante al menos dos jornadas, dado que el tiempo que se avecinaba iba a ser más frío y ventoso. Sin embargo, al fraile no le pareció buena la idea y tampoco quiso contestarle sobre cuándo tenía previsto empezar con su aprendizaje.

—Hijo mío, la reciedumbre es virtud santa para cualquier cristiano… —fue lo primero que le dijo—, y en ocasiones resulta una dura prueba que dispone Dios para medirnos… —Se santiguó—. Y ahora, vuelve a tu trabajo y no me molestes más. Cuando acabéis con los altos del templo, seguiréis con el claustro. Y por favor, no estés tan ansioso por acompañarme. Todo llegará a su debido tiempo… Recuerda que para ser un buen sanador necesitas ejercitar la paciencia. Has de practicarla mucho para que un día llegue a ser virtud en ti…

Esa misma mañana Diego se lo tuvo que transmitir a Marcos y por tanto volvieron a subir a la bóveda, bordearon los contrafuertes y alcanzaron la cúpula que centraba el crucero, último enclave que les faltaba por limpiar. Sin embargo, Diego no le dejó trabajar, ni ese primer día ni los dos siguientes. Como en aquellas alturas nadie les veía, en cuanto estaban arriba, Diego lo tapaba con dos mantas para protegerle del mal tiempo y hacerle sudar su mal. Así se pasaba Marcos las horas, acurrucado y durmiendo, apoyado sobre un muro bajo.

Desde aquel lugar Diego observaba ensimismado los trabajos en el scriptorium, donde veía a un grupo de monjes copiando libros y embelleciendo con dibujos sus páginas. Lo hacían tras unos ventanales por los que se desparramaba una abundante cortina de luz, a escasa distancia de donde él rascaba la piedra.

Durante la siguiente semana Marcos recuperó la salud y también su humor.

Aquella mejoría coincidió con el comienzo de los trabajos en el interior del claustro, y de su sala capitular adosada a él. Ambos estuvieron de acuerdo en que si el primero era hermoso, aquella otra estancia todavía lo era más.

Su techo se vertebraba sobre nueve bóvedas de crucería soportadas por cuatro columnas en el centro y otras tantas adosadas a las paredes. Su piedra, de color canela, cambiaba de color cuando la luz la alcanzaba, y sobre todo, a media mañana, el efecto que producía era increíble, casi mágico.

El trabajo de Diego y Marcos en aquel recinto fue duro, pero más gratificante que los anteriores. Frotaron la piedra del suelo y de los bancos hasta dejarla brillante, y luego rasparon con cuidado los tallados de sus columnas y paredes.

—Según pude escuchar ayer, estamos justo debajo de la librería —comentó Diego mientras raspaba con un cincel la hoja de una palmera esculpida sobre una de aquellas columnas.

—Tienes demasiada fe en ese hombre… —suspiró Marcos—. Crees que te dejará ir con él para enseñarte lo que sabe, y que después te abrirá las puertas del scriptorium, pero me parece que no hará ninguna de las dos cosas… —Tuvo que bajar los brazos durante un momento para recuperar la circulación. Andaba limpiando los nervios de sus cúpulas y aquella tarea suponía mantenerlos siempre en alto—. Según como yo lo veo, estamos viviendo una farsa. Nos ha engañado como a dos idiotas, ya lo verás…

De pronto sintieron pasos. Al mirar hacia el claustro vieron pasar a un grupo de frailes en procesión. Se dirigían a la iglesia para el rezo de las tercias, del que por suerte estaban dispensados. Respetaron su silencio hasta verles desaparecer.

—Yo creo en la palabra de un hombre y fray Servando me lo prometió… —repuso Diego, sin abandonar la conversación anterior.

—Y yo en mi intuición.

—¿Intuición dices…? La intuición es una habilidad muy necesaria para un albéitar, dada la naturaleza poco habladora de nuestros pacientes… —Le sonrió.

—A mí me ha funcionado siempre. Por eso, cada vez que veo a fray Servando, me reafirmo en lo dicho; nos está utilizando…

—Tal vez sea verdad, pero él es el único que puede ayudarme ahora. Si así lo quiere, completará mi formación, y suya es la potestad de abrirme o no las puertas de la biblioteca. No quiero imaginar que me haya mentido, prefiero pensar que le cuesta confiar en nosotros. En ocasiones llegamos a conclusiones erróneas antes de tiempo. Eso podría estar pasándote con fray Servando. Toma como ejemplo la sensación que produce a cualquiera estar en un lugar como éste… —Recorrió la sala con la mirada—. A mí me emociona tanta belleza y grandiosidad. ¿Y a ti?

—Sólo veo trabajo, mucho trabajo.

—¿Te das cuenta? Vemos lo mismo, pero sentimos cosas diferentes. Tú miras estas piedras y sólo ves eso, piedras. Sin embargo, si las observases con otros ojos, podrías encontrar mensajes, historias ocultas en ellas. ¿Sabes a qué me refiero?

—No demasiado…

—Estas construcciones son auténticos libros en piedra redactados por sus canteros. Unos quisieron dejar escrita la Historia Sagrada para quienes no saben leerla en libros. Otros, sin embargo, se dedicaron a ocultar mensajes encerrados en símbolos o formas, a veces misteriosas. De estas últimas, tal vez hayas visto una en esta sala… En cuanto la veas me darás la razón.

Marcos recorrió las paredes, columnas, techos y deparó en un dibujo un tanto especial.

—¿Te refieres a ése? —Señalaba una columna apoyada sobre la pared este. Bajo su capitel tenía esculpido un curioso relieve formado por un cordel de tres hilos pegados entre sí. El cordel ascendía y descendía en diagonal, y en cada giro se cerraba en forma de codo, tanto arriba como abajo. Unas pequeñas manos sujetaban los codos entre ellos, como también parecían hacerlo sobre la propia columna.

—¡Cierto! —Diego repasó con un dedo aquella curiosa figura—. Me llamó la atención desde el primer día, y desde entonces no he dejado de pensar en su explicación. Creo que fue puesta aquí para hablarnos sobre las bondades de la hermandad, de los lazos, de la unidad hacia un mismo destino. Si piensas dónde se encuentra, me parece un mensaje muy apropiado, dado que aquí se reúnen los monjes a diario para tratar los temas que…

Una voz ronca surgió a sus espaldas.

—Diego, quiero que me acompañes ahora mismo…

Fray Servando había entrado en la sala capitular completamente congestionado. Parecía tener mucha prisa, tanta que ni siquiera comprobó cómo llevaban sus trabajos.

—Y tú, Marcos, sal al patio y ayuda a recibir a los menesterosos. Hoy es viernes y el refectorio está abierto para ellos.

Empujó a Diego por la espalda queriendo sacarle pronto de la sala.

—Ve a ensillar a mi yegua y luego a la tuya. Tenemos que acudir a una aldea vecina, a Cascante.

Sin entender el motivo, Diego le vio mirarse las manos por ambos lados y después le pidió que hiciera lo mismo con las suyas.

—Las mías son demasiado gruesas y necesito otras más estrechas…

Aunque la primera reacción de Diego fue preguntarse para qué le querría, la ilusión de ser requerido le llenó de optimismo.

La pequeña población de Cascante, a tan sólo tres leguas al sudeste de Fitero, poseía una importante judería y un populoso barrio mudéjar. Sin embargo, ellos se dirigieron al barrio cristiano, a casa de la tahonera. No les costó demasiado dar con su negocio al seguir el rastro que dejaba el olor a pan.

Al llegar, una mujer les esperaba a sus puertas con una expresión de absoluta preocupación.

—Pensé que no iban a llegar nunca… —Les miró con gesto contrariado—. Dense prisa, por favor.

Descabalgaron de sus yeguas y las dejaron atadas afuera.

—Dispongo de un solo caballo para poder repartir el pan por el resto de las aldeas… ¡Esto es un desastre…! Fijaos que he tenido que pedir ayuda a una mujer para… Bueno, será mejor que lo veáis con vuestros propios ojos.

—¿Qué edad tiene el animal? —Fray Servando sabía con lo que se iba a encontrar, no así Diego.

—Conmigo ha cumplido ocho inviernos, pero cuando lo compré yo, creo que había trabajado antes para un campesino. Puede tener doce…

Entraron en una sucia y estrecha cuadra bastante mal iluminada. En cuanto se adaptaron a la escasa visibilidad, la escena que contemplaron les dejó paralizados. Al caballo se le habían salido los intestinos y le colgaban libres, llenos de moscas, con un color rojo oscuro y muy hinchados.

A su lado había una mujer de bastante edad que parecía decidida a devolver todo aquello a su sitio. Sin haberles oído llegar, la anciana bufaba y sudaba sin medida, como consecuencia del enorme esfuerzo que estaba realizando. Entre uno y otro empujón, además de proferir un par de blasfemias, separó las piernas para fijarlas mejor al suelo y, sirviéndose de ambas manos, comenzó a meter dentro todo aquello poco a poco. Para su desesperación, el caballo relinchó de dolor y en ese momento lo poco que había logrado introducir volvió a salir con una facilidad pasmosa.

—No esperaréis que trabaje junto a esa malhablada y vieja curandera…

Fray Servando miró a la tahonera y luego a la mujer. Había coincidido más veces con ella, y en todas las ocasiones, además de solventar el problema principal por el que le habían llamado, le había tocado arreglar las consecuencias de sus entuertos.

—¡Ya ha tenido que venir el cura…! —chilló la anciana mirándole con desprecio.

—No tengo por qué aguantarla… —El fraile se plantó delante de su clienta y la mujer reaccionó. Fue hacia la vieja y poco menos que la sacó del establo entre empujones y protestas.

Una vez solos, fray Servando y Diego se acercaron al animal para estudiar la situación.

—¿Qué haría uno de esos albéitares ante un caso como éste? —La pregunta de fray Servando seguramente tenía doble intención, pero Diego la contestó de todos modos. Además entendió por qué necesitaba sus manos.

—Prepararía una molienda de pez con sal y lo mezclaría con bastante aceite. Luego untaría bien el tejido aflorado con ese ungüento, antes de intentar devolverlo a su sitio.

—Dejo la cura en tus manos. Pídele a esa mujer lo que necesites, pero antes te sugiero que añadas a tu mezcla una pizca de incienso. Verás como la hinchazón se retrae antes.

La tahonera escuchó lo que necesitaban y sin necesidad de pedírselo poco después volvía con todo. Mientras Diego molía los ingredientes en un mortero, fray Servando aprovechó la espera para interrogar a la mujer.

—María, he oído decir cosas sobre ti que no me han gustado nada… —La mujer se ruborizó, seguramente al saber a qué se refería.

—No sé… —Disimuló rascándose la nariz con inquietud.

—Sí lo sabes, y también que está casado…

—¿Ponéis en duda mi honra? —La mujer se mordió el labio y se ofreció a Diego para ayudarle con la pócima, tratando de desviar la incómoda conversación.

—No soy yo el responsable de que vuestra virtud esté en boca de todos —insistió fray Servando. Recientemente había sido informado de las adúlteras relaciones que mantenía la mujer con un campesino que además era operario en una de las granjas del monasterio.

La mujer trató de cambiar de tema preguntando por la solución de su caballo.

—Nunca le había pasado esto… —Miró a Diego—. ¿A qué creéis que se debe? Vos sois sanador de caballos, ¿no?

Fray Servando vio llegado el momento de darle un poco de árnica, y para empezar quiso contestar a su pregunta.

—La enfermedad es una penitencia que Dios nos envía para purgar los pecados, que en tu caso son muchos, María. Lo que le ocurre al caballo lo provoca tu condición de pecadora. No eres capaz de detener tus bajos instintos, por eso verás como Nuestro Señor te seguirá poniendo nuevas contrariedades en tu vida, para que expíes esa desordenada alma que posees… ¡Confiésate cuanto antes y deja de verte con él! —Alzó la voz—. Si sigues así, todos te tratarán como una fulana, y además yo te acusaré de ello en los tribunales.

Diego se había sentido primero incómodo, pero a medida que escuchaba todo aquello, le pudo la indignación, dado el humillante comportamiento que demostraba fray Servando. Él no entraba a juzgar si las acciones de la mujer habían sido buenas o malas. Entendía que aquella tarea era competencia exclusiva de Dios. Sin embargo, le parecía deleznable y francamente cruel que estuviese relacionando la enfermedad del caballo con sus comportamientos.

Al mirar la expresión compungida de la mujer y comprobar cómo temblaba, se sintió obligado a parar aquello, y sólo se le ocurrió una manera.

—¡No le creáis! —intervino Diego—. El problema de este caballo no tiene nada que ver con ningún pecado, y mucho menos se trata de un castigo divino. La realidad es que tiene muchos años, y seguramente le hacéis trabajar demasiado. Puede que haya sido forzado a tener que llevar cargas excesivas últimamente… No os angustiéis por él; el mal tiene solución.

Fray Servando tardó un rato en reaccionar, pero cuando lo hizo estaba encolerizado. No soportaba que nadie le contradijera, y menos en presencia de una mujer. Empezó a insultar a Diego y a acusarle de morería. Escupió en el suelo muy enfadado a escasa distancia de Diego, y le vaticinó, entre nuevos exabruptos, una larga estancia en las oscuras letrinas.

De camino al monasterio no volvió a hablar, ni le miró, aunque Diego pudo reconocer en su rostro cuáles eran sus pensamientos; fray Servando se encontraba profundamente decepcionado. —Esto es absurdo… —protestó Marcos en cuanto supo lo ocurrido—. No sé qué hacemos aquí. Nunca te dejará llegar hasta los libros, ni tampoco aprenderás nada de él…

—Tal vez le demostré poca lealtad cuando contradije sus palabras… Reconozco que es una persona difícil, tal vez imposible. Sé que mi actitud puede parecerte absurda, pero vine hasta aquí para completar mi formación como albéitar y para entrar en su magnífica biblioteca, y no pienso abandonar estos muros hasta conseguirlo.

Marcos no quiso explicar cómo lo haría, pero desde entonces decidió intervenir para acelerar los deseos de Diego. Si respetaban los ritmos de formación de fray Servando, podían pasarse allí años y años sin haber conseguido otra cosa que un magnífico brillo en sus suelos. Y él no tenía tanta paciencia.

Durante algunos días los dos amigos no se volvieron a ver, dado que Diego había sido enviado a las letrinas, sin embargo, la suerte de Marcos cambió de repente y sólo por escuchar una conversación.

La mantenían dos monjes; el clavero, que se encargaba de las cocinas, y otro que lo hacía de las finanzas. Marcos ayudaba al primero a descargar un carromato de barriles de aceite cuando se les acercó el otro a preguntar.

—¿Habéis hablado ya con el prior?

—Lo hice, pero todavía no me ha ofrecido a nadie… ¿Os lo creéis? —Se palmeó las rodillas—. Ahora sólo cuento con un ayudante, y para mal de males, está enfermo. Mis anteriores empleados estarán llegando a Salvatierra para ayudar a defender aquella fortaleza. ¿Cómo voy a dar de comer a doscientos frailes, organizar todas las compras, almacenar los suministros y limpiarlo todo solo? Quien crea que eso es posible está loco. Para mí es una tarea imposible…

Marcos encontró la oportunidad de salir de las cuadras y del entorno de fray Servando para dedicarse a algo que le gustaba más.

—Tal vez no insistieseis lo suficiente… —repuso el fraile.

—De momento me he llevado una buena reprimenda por parte del prior. Según él no pongo suficiente interés en mi trabajo, no sé sacrificarme, y además he perdido la confianza en la providencia… —El hombre se llevó las manos a la cabeza desesperado—. La providencia… No la imagino desplumando pollos, pero sí a mí…

—Yo podría serviros para ese trabajo —intervino de pronto Marcos.

—¿Cómo dices? —El hombre se quedó extrañado.

—Desde muy pequeño me he movido entre fogones —le mintió como era costumbre en él—, y conozco la cocina lo suficiente como para permitiros volver a recuperar el sueño.

El fraile, grueso pero de excelente aspecto, recordó las palabras de su prior. ¿Acaso sería ese muchacho fruto de la famosa providencia?

—Joven, desconozco cómo has sabido que últimamente padezco insomnio, pero me agrada tu propuesta. Dime quién se encarga de ti y te reclamaré ahora mismo. ¿Trabajas en las cuadras?

Marcos asintió.

A fray Jesús, que así se llamaba, no pareció costarle demasiado convencer a fray Servando pues, desde aquella tarde, Marcos se puso a trabajar con él en las cocinas del monasterio, satisfecho y más animado.

Para Diego, sin embargo, aquellas jornadas no resultaron tan afortunadas como las de su amigo, y de hecho, pocos días después de abandonar las letrinas, tuvo la oportunidad de conocer el verdadero carácter de fray Servando, además de conseguir que su ya deteriorada situación empeorara todavía más.

Y todo por culpa del mal de un caballo, que casi todos conocían como higo.