II

Las puertas del monasterio permanecían cerradas todo el día. Eso les había dicho un mendigo que estaba frente a ellas.

—No entraréis jamás… —El hombre azuzó la mano significando lo imposible que le parecía—. Si no conocéis a algún fraile dentro, ni os atenderán.

—Ya veremos, ya veremos… —le respondió Marcos dándole vueltas a una idea.

Desde el suceso con los alguaciles, y a lo largo de dos jornadas, habían recorrido viñas y ríos, pueblos y ermitas, entre lluvias y neblinas, hasta llegar a Fitero.

Su monasterio, aun estando en Castilla, había sido levantado por expreso deseo del rey Alfonso VIII en una provocativa esquina, vértice con los reinos de Navarra y Aragón. Pertenecía a la Orden del Císter y se trataba del primer cenobio fundado en un reino cristiano dentro de la antigua Hispania Visigoda.

Durante aquellas largas caminatas tuvieron tiempo para hablar y conocerse mejor. La personalidad de Marcos era peculiar, ambigua en muchos casos pero interesante. Diego aceptó finalmente su compañía, agradecido por su ayuda frente a aquellos hombres, sin saber cuánto tiempo duraría.

—¿Te ves en un monasterio?

—¿Y por qué no? ¿Dónde mejor para ocultarme? Además, los frailes se me dan bien… son de fácil trato y sé lo que de verdad les gusta…

Aquellas afirmaciones, como tantas otras que le había oído decir durante el camino, le hicieron ver que Marcos, por encima de cualquier otra consideración, era sobre todo un granuja. Un claro ejemplo de cómo se podía explotar el engaño hasta convertirlo en un arte. Pero, aparte de eso, era rabiosamente simpático, alegre y mentiroso. Tanto era lo que engañaba que ni parecía darse cuenta de cuándo decía verdad o cuándo mentía.

—¿Crees que nos admitirán? —Marcos observaba aquel enorme recinto amurallado por donde sobresalía un alto campanario.

—Manejo el arte de la herrería y el oficio de albéitar. Puedo leer en árabe y latín, y además conozco a un fraile calatravo, fray Benito, que me servirá como recomendación. Creo poder conseguirlo siempre que podamos hablar con su maestre.

De pronto un agudo chirrido atrajo su atención. De la entrada del monasterio empezó a salir una abultada fila de frailes con blancos hábitos, unos a caballo, otros en carreta y el resto a pie.

Diego descabalgó de Sabba y fue hacia uno preguntándole dónde podía encontrar al máximo responsable. El interrogado, tras estudiarles primero, les respondió sin mucha cortesía.

—Si cabalgas hacia el sur, durante doce jornadas, lo encontrarás en el castillo de Salvatierra, en tierras de frontera con al-Ándalus. Por aquí sólo se le ve cuando hay capítulo general, a lo más una o dos veces al año… —Azuzó a su caballo y continuó camino.

Marcos, poco acostumbrado a dejarse vencer por las contrariedades, quiso ayudarle y se dirigió a otro de los frailes.

—¿Hacia dónde vais? —Sujetó a su caballo por el cabezal, frenándole el paso. El hombre le miró indignado.

—A trabajar a una de las granjas del monasterio. ¿Quién os creéis vos para detenerme de esta manera?

—Disponéis de caballerías, supongo. —El monje asintió sin entender todavía a qué venía la pregunta. Muchos les miraban al pasar.

—Hemos sido contratados por el gran maestre para ayudaros con ellas. Venimos de Salvatierra… —Diego se quedó perplejo ante la inventiva.

—Hablad entonces con fray Servando; él se encarga de las cuadras del monasterio. Lo encontraréis dentro.

—Gracias, hermano, que Dios os acompañe y os brinde una buena jornada. —Marcos se santiguó devotamente.

Diego le reprochó en voz baja el aventurado argumento al quedar obligado a dar continuidad a su mentira, pero recordó que aquel nombre era al que fray Benito había hecho referencia en varias ocasiones como fraile sanador de caballos.

—Desde ahora déjame a mí; no quiero nuevas complicaciones.

Marcos le respondió con un gesto resignado.

El fraile que guardaba las puertas del recinto monacal se mantuvo firme en su negativa, y no les facilitó la entrada. Tuvieron que dejarle en prenda a Sabba, la mula de Marcos y todo lo que llevaban encima, con la promesa de abandonar el monasterio una vez hubiesen hablado con el hermano Servando. Y en realidad, sólo lo hizo cuando escuchó de boca de Marcos que aquel fraile era familia suya: su primo.

Mientras caminaban por un ancho patio empedrado hacia las cuadras, Marcos recibió un puñetazo en el costado por causa de esa última mentira.

Dejaron a un lado una gran basílica de particular color anaranjado en sus sillares y un precioso rosetón en su portada. Diego se recreó en sus vidrieras, emocionado por estar tan cerca de aquella cuna del saber, soñando ya con su magna y bien nutrida biblioteca, viéndose en ella.

Alcanzaron una construcción baja que les pareció la señalada. El fuerte olor que salía de su interior les hizo entender que habían llegado a destino. Empujaron un desvencijado portalón que debía de pesar como diez hombres, y oyeron el martilleo de un yunque. Entraron sin miedo.

Aquélla fue la primera vez que vieron a fray Servando, y a ambos les causó una fuerte impresión. Tendría algo más de cincuenta años, pero conservaba una fortaleza propia de los veinte. Mediría por lo menos diez palmos, a cualquiera le sacaría dos cabezas, aunque tal vez era la proyección de su sombra contra el fuego lo que le hacía parecer más grande.

Cuando le hablaron no les prestó ninguna atención, ni siquiera al gritarle. El hombre mantenía la concentración en su trabajo. Llevaba el torso descubierto y el hábito anudado a su cintura. Al acercarse más descubrieron una enorme cicatriz en su vientre con forma de sonrisa.

A su lado, un joven temblaba de modo exagerado mientras recibía una descomunal riña. Estaba incurvando una herradura al rojo vivo y parecía poco habituado a ello, pues con cada golpe la estropeaba más.

—¡Sujétala mejor con las tenazas…! Nooo… Así no le des… ¿No ves cómo estás abriendo el metal…?

Aquel gigantesco individuo resoplaba y gritaba en el oído del muchacho.

—Serás estúpido… Déjame a mí… —Le empujó con brusquedad, se hizo con las tenazas y la pieza machacada. Necesitó sólo cinco golpes para enderezarla.

Al terminar de inspeccionarla por ambas caras, la introdujo en un barreño de agua fría, y en ese momento les vio, entre la densa nube de vapor que surgió al enfriarse el hierro incandescente. A pesar de que aquellos rostros le resultaron desconocidos, sonrió y cambió de modales nada más mandar fuera al joven.

—Reconozco que cada día soporto menos el poco espíritu de sacrificio y la falta de reciedumbre de esta generación de jóvenes. Éste, el que acabáis de ver, tal vez sea el peor entre todos los que recuerdo… —Su profunda voz resonó como un trueno—. ¿En qué puedo ayudaros?

—Nos han informado que sois el responsable de estas caballerizas, su ferrador, y además un reconocido sanador de caballos. —Nada más terminar de hablar, Diego lanzó una mirada llena de advertencias hacia Marcos, dado su anterior comentario.

—No os han mentido, no… —reconoció sin más, a la espera de que se explicaran mejor.

—Desearía poder aprender a vuestro lado… —le soltó Diego de golpe.

—¿Aprender a mi lado? ¿A qué viene esto? —Bastante desconcertado, el hombre se retiró sus guantes de cuero y los dejó sobre el yunque—. No sé quiénes sois… tampoco qué pretendéis, y menos quién os ha mandado hasta mí. Pero quien haya sido os ha confundido. No enseño a nadie que no procese votos… —Soltó el martillo y se rascó la coronilla fastidiado por el tiempo que estaba perdiendo con aquellos intrusos.

—Conmigo no tendríais que empezar de cero… —Diego intentó darle otro enfoque a pesar de la contrariedad—, pues sé herrar, manejo bien los caballos y además poseo conocimientos de albeitería…

Aquella última palabra provocó en fray Servando un brusco cambio de actitud.

—¿Albeitería? —Una mueca de desagrado recorrió su rostro—. Ésa es una profesión de moros… odiosa, por tanto… ¿No seréis de esos mudéjares que tanto abundan por Castilla…? —Se limpió las manos en el delantal y le estudió con una expresión desagradable.

Marcos callaba a la espera de tener una oportunidad.

Diego, algo apabullado por la falta de resultados, creyó que era el momento de mencionar a fray Benito.

—Somos buenos cristianos y os aseguro que por nuestras venas no corre sangre infiel. Entiendo que la propuesta os puede parecer extraña, pero si hemos acudido a vos, ha sido por recomendación de un fraile cisterciense al que conocí en Toledo. Él fue quien me habló de la biblioteca que posee este monasterio y de la inmensa riqueza que contiene, pero más aún de vos. Por él supe que sois muy bueno, el mejor en vuestro oficio.

—¿De quién me hablas?

—De fray Benito.

—El bueno de fray Benito… —Su gesto se suavizó—. Y dices que lo has conocido en Toledo… ¿Y te habló bien de mí? —Sin duda alguna, la referencia le había agradado—. Sin embargo, no termino de entender cómo os ha podido dirigir hacia mí, si sabe que no aceptamos a nadie de fuera… —Se rascó la barbilla, pensativo—. Respeto mucho a ese hombre… No sé qué pudo ver en vosotros para recomendaros, pero, creedme, lo voy a averiguar.

Sacó del fuego una pieza de hierro al rojo vivo, amorfa, y le pasó un martillo a Diego.

—Enséñame lo que sabes hacer.

Ayudándose de las tenazas, Diego la sujetó con fuerza sobre una gubia y empezó a alisarla primero y luego a curvarla sin abusar del martillo. Una vez a su gusto, sin haber perdido más tiempo del necesario, se la devolvió.

Fray Servando comprobó con detenimiento su trabajo sin hablar.

—¿Qué le darías a un caballo con mal de ojo?

—Haría un machacado de hoja de mata y se lo echaría por dentro —respondió sin apenas pensarlo.

—Y si os trajesen un animal con aguadura, ¿por dónde empezarías?

—Lo sangraría de sus tercios posteriores y prepararía después un cocimiento de cebada y paja para darle con ello unos frotamientos.

Fray Servando pensó en algo más difícil.

—¿Qué usarías para ablandar una callosidad rebelde en un codo o en el pecho?

—Si fuera un alvarraç y de mala cura, lo intentaría con una mezcla de estiércol seco de cerdo, sal y azufre, y todo envuelto en vino.

—¿Sabes latín?

—Lo leo bien, como también el árabe.

Al hombre empezó a agradarle la idea de tenerle a su lado, acostumbrado a padecer la habitual ignorancia en sus ayudantes, muchos de ellos legos en el mundo del caballo y la mayoría analfabetos.

Diego siguió hablando.

—Sé tratar ciertos tipos de cólicos, castrar a un semental y también cuál es la mejor cura frente al pasmo, o contra los vermes voladores. Me creo capaz de saber dónde le duelen las tripas a un caballo y cómo tranquilizarlo cuando es fiero. —Se dirigió a él mirándole a los ojos—. Sé que atesoráis un gran conocimiento aparte de abundante práctica. Os ruego que la compartáis conmigo, por favor. Hasta ahora, lo que he aprendido de este noble oficio se lo debo a un sabio albéitar que conocí en Toledo y a los libros que he podido leer en estos años. Ayudadme a completar mi formación, aunque no sea lo propio de vuestras funciones. A cambio de molestaros, podría realizar aquellas faenas que por menores o molestas os fastidien más. Y cómo no, prometería serviros en todo aquello que necesitaseis. ¿Qué os parece?

Fray Servando guardó silencio y se puso a pensar. Le gustaba la idea, pero aún necesitaba estar más seguro.

—Seguidme…

Se dirigió hacia una yegua atada a la pared.

—Nómbrame las partes de su brazo.

Diego se acercó al animal y fue tocándolas mientras las designaba.

—Ésta es la pala de la espalda, el hueso del encuentro, el de la juntura, el travador, la corona…

El fraile le levantó una pata y pidió que hiciera lo mismo con el casco. Diego le explicó dónde estaba la tapa, la ranilla y cuáles eran los talones, las lumbres, hombros y cuartas.

—Está bien… veo que estás bastante bien preparado, de momento no has fallado en nada… —Golpeó el casco con los nudillos tres veces y le miró—. ¿A qué sonaría si tuviese hormiguillo?

—Como un tonel cuando está vacío.

Marcos les escuchaba sintiéndose bastante anonadado. Creyó que lo mejor sería pasar inadvertido.

—Si al apoyar la pata, la rodilla quedase por delante de la vertical, ¿cómo llamarías a esa deformación?

—Diría que es un caballo corvo, y si le ocurriese lo contrario, y en ese caso estuviera retrasada, entonces sería trascorvo… —contestó Diego con más tranquilidad.

Fray Servando apenas conseguía disimular las excelentes impresiones que estaba produciéndole el joven.

—Sígueme ahora por el pasillo, vamos a ver otros caballos. Quiero saber si también puedes identificar cuál es su estado anímico.

Diego observó al primero. Con sólo mirarle a los ojos entendió lo que le pasaba.

—Éste demuestra incomodidad, o tal vez enfado, no sé.

Fray Servando reconoció que acababa de ser regañado por romper una valla.

El siguiente tenía los ojos casi cerrados. Diego levantó la voz y aún los cerró más.

—Esa yegua está muy asustada, y no me parece que sea por algo menor.

—Lleva unos días así, es cierto —comentó fray Servando—. Tiene una fuerte infección ocular, no podías saberlo. Pero es verdad que se comportaría igual si padeciese un intenso temor.

Sin haber terminado la frase, le señaló un macho que les observaba desde lejos, como a un par de cuerdas de ellos.

—¿Y ése?

El animal abría los ojos con exageración y los párpados superiores quedaban extrañamente fruncidos. Relinchaba con demasiada intensidad y tenía los ollares muy dilatados.

—Parece desanimado, como si algo le preocupase y además mucho.

—Es suficiente… —Se dirigió hacia la fragua, recogió una pieza bruta de hierro y la enterró entre las brasas—. Reconozco tu capacidad, pero no te puedo decir nada hasta tener la aprobación de mi superior.

De pronto, fray Servando cayó en la cuenta de que Marcos estaba allí y se dirigió a él.

—¿Y tú?

—Yo no poseo sus conocimientos, pero no me asusta el trabajo. Dadme cualquier faena, la que más os urja, y descubriréis a un hombre que no os va a dar ningún problema, trabajador, y con unas enormes ganas por hacer las cosas bien…

—Lo que te oigo decir me agrada… —Fray Servando se fijó en la poca fortaleza de sus brazos y piernas—. El trabajo que puedo ofrecerte es muy duro. ¿Te atreves?

—Ponedme a prueba —le contestó Marcos.

—Como tendré que procuraros cama y comida, y a vuestros animales también… —aquellas palabras les sonaron a gloria—, os descontaré la mitad de vuestro jornal. El trabajo empieza después de la vigilia y termina con las completas, antes de la cena. Ahora vais a poneros a limpiar estos establos, y tú —Diego se dio por aludido—, en mi presencia no vuelvas a denominarte nunca más albéitar. Usa el término latino veterinarius o, si quieres, sanador de caballos, me es igual. Así es como te nombraré desde ahora. Si consigo hablar con mi superior, mañana mismo me acompañarás a visitar a un cliente, fuera del monasterio.

—Os lo agradecemos… —le reconoció Diego.

—No os engañéis conmigo. Odio la cortesía. Tan sólo exijo lealtad y sinceridad. Rechazo a la gente que intenta disfrazar la realidad con excusas… Si os aceptamos en este monasterio, tendréis que asumir ciertas normas y reglas que son sagradas entre nosotros. No faltéis a ellas.

Frunció sus enormes cejas y adoptó un tono serio para remarcar la importancia de su cumplimiento.

—Sólo daréis opinión cuando se os pida, y me obedeceréis siempre, lo entendáis o no. No admitiré que comparéis el trato que los frailes reciben con el vuestro, ni la comida, y deberéis respetarlos siempre. Guardaréis silencio en todo el recinto interior y no os estará permitido transitar por él sin mi permiso. Cada dos días abrimos el comedor para los necesitados que vienen desde las comarcas vecinas. Ayudaréis en todo lo que se os pida, y eso puede incluir cualquier tarea de limpieza o mantenimiento. Y de momento eso es todo.

—Perdonad, pero he de preguntároslo… ¿Podré conocer entonces vuestra famosa biblioteca? —Para Diego, aquello era un asunto demasiado vital como para obviarlo.

—Antes tendrás que ganarte mi confianza. Si llegase el caso, tal vez pasado un tiempo, te advierto que cualquier lectura sería siempre dirigida. Es así como yo pienso. No diré que la ciencia sea mala, pero ha de ser bien dosificada para no dañar la conciencia. Ése sería mi encargo…

Se sentó cerca del yunque y les hizo la última advertencia.

—No toméis ninguna iniciativa sin consultarme. De vosotros espero lealtad. Y, por último, recordad siempre que si hay una cosa que odio en esta vida, es que se me oculten las cosas… Ah, también, os espero en misa todos los días, y por supuesto a los rezos de sexta, nona y vísperas.

A pesar de las contrariedades que tendría que superar en su vivir diario, Diego se sintió satisfecho. Habían conseguido entrar en el monasterio, se veía ya casi aceptado como aprendiz, y eso significaba que su formación podría continuar. No le gustaba ni el nombre de veterinarius, ni ser tratado como un sanador de caballos, prefería el término de albéitar, pero tampoco ése era el asunto más importante. A pesar de que el carácter de fray Servando parecía completamente opuesto al de Galib, quiso imaginar que sus conocimientos fueran superiores.

Pensó en la biblioteca. Entre aquellas piedras, acariciada por la quietud de su silencio, reposaba una gran parte del saber humano. Como si se tratase de un precioso tesoro, ahí estaba, esperándole, hasta el momento que aquel rudo fraile lo bendijese.

Cerró los ojos y se vio sumergido entre miles de páginas, desentrañando sus teorías, absorbiendo su ciencia… Un conocimiento que mejoraría sus diagnósticos, que haría más precisas sus manos cuando operase, y que despertaría su intuición para poder ver más allá de las manifestaciones externas de la enfermedad.

A Marcos, sin embargo, aparte de no haberle encontrado ninguna ventaja especial al lugar, tampoco le había gustado demasiado fray Servando. A diferencia de Diego, empezó a dudar si aquélla había sido la decisión más acertada. Aunque se hallase a resguardo de sus perseguidores, el panorama que le esperaba por delante le parecía desolador.

Ambos, desde ese mismo momento, y con distintos pensamientos, se pusieron a barrer el establo obedeciendo la primera orden del fraile.