Diego estaba casi congelado.
La nieve se arremolinaba a su alrededor y le abofeteaba el rostro al comenzar el descenso del puerto de Somosierra por su vertiente norte.
La antigua vía romana que unía Toledo con Burgos había desaparecido bajo la intensa nevada, y una gélida ventisca anulaba cualquier otra referencia que diese fe del camino.
Viajaba solo, hundido en una profunda tristeza y arrepentido por todo lo que había ocurrido en casa de Galib. Debido a su precipitada huida, no había tomado las debidas precauciones para enfrentarse a un duro temporal de frío. Por eso, ahora, frente a aquel infinito manto blanco que se extendía por todos lados, se sentía perdido, sin otro remedio que confiar en el instinto de Sabba.
Apenas abría los ojos para evitar que se le congelaran.
Trataba de evitar los efectos del gélido viento sobre sus mejillas, ya que las gotas de agua que éste arrastraba flotaban heladas y ejercían como cuchillos al contacto con la piel. Apenas sentía las orejas, le dolían como si las fuera a perder y sólo gracias al propio calor de la yegua, las yemas de los dedos dejaban de dolerle cuando los colaba entre la montura y el lomo del animal.
Había salido de Toledo hacía cuatro días sin haberse imaginado un viaje tan difícil. Apenas llevaba ropa de abrigo, una manta no demasiado recia para dormir, tres libros, y una bolsa de cuero con todos sus ahorros, algo más de treinta sueldos. Aquellos cortos bienes constituían todo su haber para hacer frente a una nueva vida.
Tomó la decisión de su destino cuando estaba atravesando las murallas de la ciudad, ante la necesidad de elegir uno de los caminos que salían de ella.
En aquel mar de incertidumbres sólo tenía una cosa clara: quería ser albéitar, pero para conseguirlo le faltaba mucho por aprender. Necesitaba más formación, más práctica, más estudio, tal vez alguien como Galib que le dirigiera. Y fue así como recordó aquel monasterio cisterciense que tantas veces había ensalzado fray Benito, y como llegó a la conclusión de que aquél podría ser el mejor lugar donde completar sus necesidades. La idea le ilusionó.
Leería en su biblioteca, ayudaría a herrar o a curar sus caballos si acaso le dejaban, y tal vez hallase en aquel fraile sanador a su siguiente maestro. Junto a él podría aprender todo lo que todavía desconocía; no era mala idea.
Absorto en aquellos pensamientos, un acerado viento del norte le devolvió a la horrenda realidad de la montaña.
Se estaba adentrando por un espeso pinar cuando Sabba perdió apoyo y cayó al suelo arrastrándolo con ella. El húmedo y gélido contacto con la nieve le hizo temer una inoportuna lesión en Sabba. La inspeccionó de arriba abajo, helado de frío. Por suerte, estaba perfecta.
Miró a su alrededor y no identificó nada que estuviera más lejos de tres o cuatro palmos. Desde ese momento, pensó que sería mejor seguir a pie, de modo que Sabba descansara hasta superar el escarpado ascenso. Sin embargo, al pisar la blanda pendiente, comprobó con horror cómo las piernas se le hundían hasta las rodillas. Siguió adelante como pudo, hasta que empezó a desesperarse debido a su corto avance y a un pavoroso cansancio que se empezaba a reflejar en forma de agudos calambres por todo el cuerpo.
Tomó aire y recobró un poco de fuerza tras frotarse con vigor sus congeladas piernas, pero comprobó con desánimo el feo panorama que les esperaba.
Para mayor desgracia suya, el sol había empezado a desaparecer y una espesa bruma ascendía por la ladera hasta alcanzarles en el momento en que se encontraban cerca de un peligroso cortado. Sin apenas ver nada, se vieron obligados a volver hacia atrás para buscar otro camino, momento en el cual se desató un salvaje vendaval que les empezó a azotar sin misericordia.
Entre el agudo sonido del viento y el crujir de la nieve helada oyeron algo. Sabba dirigió su fino oído hacia donde parecía surgir aquel ruido y pronto entendió de qué se trataba. Aterrorizada, estiró el cuello, abrió los ojos de par en par, y empezó a empujar a Diego por la espalda.
—¿Qué te ocurre, Sabba?
La yegua lo volvió a oír. Notó el eco de unas pisadas sobre la nieva y empezó a llegarle un preocupante olor. Infló sus pulmones y relinchó con una increíble energía intentando arrastrar a Diego hacia atrás para separarle del peligro. Estaba muy perturbada.
—Algo te asusta, pero no sé qué es… —Sin terminar de hablar, Diego miró en la misma dirección que Sabba y allí los localizó. Vio primero unos brillos azulados, sus ojos, y luego el reflejo de unos colmillos, de muchos colmillos.
—¡Lobos! —gritó espantado.
Una jauría de ladridos se oyó venir hacia ellos a una endiablada velocidad. Diego montó con tanta prisa a Sabba que en un descuido perdió de la montura la bolsa donde llevaba el dinero y sus tres preciados libros. Los vio caer pesadamente sobre la nieve, y al intentar descabalgar para recuperarlos fue tarde; sintió en su pierna una dentellada seca y dolorosa. Golpeó con sus puños la cabeza del animal hasta que le soltó. La cercanía de otros cuatro perros hizo que descartara un nuevo intento por hacerse con sus cosas.
Dos de aquellas fieras se lanzaron al cuello de Sabba para alcanzar su yugular, aunque ella los salvó. Se mostraba angustiada. Coceó a uno con tanta fuerza que lo estampó contra el tronco de un árbol.
Diego miró de nuevo al suelo y vio desaparecer entre la nieve y las pisadas de aquellos animales sus libros y ahorros. Con dolorosa pena supo que nada podía hacer salvo huir, cuanto antes, si no querían acabar los dos muertos.
—¡Corre, Sabba!
La yegua obedeció a la orden y se arrancó cuesta abajo sin saber ni dónde pisaba. Uno de aquellos lobos parecía volar a lomos de sus nalgas, al haberse clavado a ellas con sus dientes. Diego, al tanto de ello, consiguió arrancar un trozo de rama y le golpeó en el hocico y luego en los ojos. El animal aulló dolorido y se soltó. Otros seis corrían muy cerca, dispuestos a no dejarse perder aquellas sabrosas piezas.
—No mires atrás y corre. Corre más…
Diego se apretó a su cuello y notó el calor de su propia sangre sobre el tobillo. Atravesaron una pequeña arboleda con tanta velocidad como peligro, pues no había tiempo de evitar las ramas que les salían al encuentro. Muchas arañaban a Sabba, o a Diego, otras se quebraban a su paso.
En un claro del bosque los lobos parecieron adivinar su trayectoria y dos de ellos aceleraron hasta colocarse justo enfrente. Sabba los vio sin tiempo de cambiar de dirección y para evitarlos giró su cuerpo con tanta rapidez que perdió el equilibrio y se desplomó sobre el suelo. Diego se quedó atrapado bajo ella, espantado al ver la escasa ventaja que tenían antes de que los canes les alcanzasen. Con absoluta impotencia los vio llegar y cerró los ojos a la espera de recibir sus colmillos, pero para su sorpresa se quedaron quietos, muy cerca, pero quietos. Parecían sonreír. Les rodearon, babeaban furiosos, como si buscasen la mejor posición para atacar. Sabba intentó ponerse de pie, pero la abundante cantidad de nieve que tenía por debajo y no poder tocar suelo donde apoyarse se lo impidieron.
Los lobos respiraban con agitación y de sus hocicos salían verdaderas nubes de vaho. Uno de ellos, más oscuro que el resto, se acercó hasta la cara de Diego olfateándole la nariz para luego enseñarle los colmillos en un amenazador gruñido. Sintió su apestoso olor y tembló de puro pánico.
Pensó que todo había acabado, pero de pronto Sabba recuperó fuerzas y se incorporó con una rapidez increíble. Notó un agudo dolor en la pierna. No sabía si se la había roto, pero le dio igual; volvió a tener esperanzas.
Los lobos, más furiosos si cabe, saltaban hasta ellos buscando dónde morderles, sin embargo, Sabba les fue dejando atrás galopando a una espectacular velocidad hasta conseguir perderles de vista una media legua después.
Tras una última ladera de menor pendiente alcanzaron la planicie y siguieron camino hasta localizar un pequeño pueblo. Diego pellizcó a Sabba en el cuello y le rascó las orejas agradecido.
—Recuerdo a Galib cuando en una ocasión me dijo que tu nombre en árabe significaba «viento del este», y también que todos los de tu raza estabais hechos de él…
Diego rememoró aquella noche, mientras volvían de casa de Kabirma y Fátima, cuando Galib le recitó aquel hermoso poema que hablaba sobre la creación del caballo.
«La virtud inundará el pelo de tus crines y tu grupa. Serás mi preferido entre todos los animales porque te he hecho amo y amigo. Te he conferido el poder de volar sin alas, ya sea en el ataque o en la retirada. Sentaré a los hombres en tu grupa y rezarán, me honrarán y cantarán aleluyas en mi nombre.»
—Hoy has hecho verdad ese poema, Sabba.
A la diestra de las primeras casas, una vez dentro de aquella población, vieron una posada que desde fuera parecía bien caldeada y confortable. Una punzada en el estómago le recordó que no había comido nada desde el día anterior, pero de inmediato se dio cuenta de que apenas tenía dinero, tan sólo unas pocas monedas que había guardado en su chaleco. Pensó en sus ahorros perdidos entre la nieve y decidió gastar desde entonces lo menos posible.
Buscó un lugar discreto para refugiarse, y localizó en el extremo del helado pueblo una cuadra medio derruida. Entraron en ella, de un rápido vistazo eligió la esquina mejor resguardada para descansar. Encontró paja y un buen puñado de heno y se lo ofreció a Sabba. Al menos uno de los dos comería.
—No sé qué vamos a hacer… ¡Qué desastre! —susurró al oído del animal. Sabba se volvió con gesto comprensivo.
Diego se exploró la herida de su pierna. Tan sólo tenía dos pequeños agujeros que testificaban los colmillos del primer ataque. Le pareció que estaban demasiado engrosados y tampoco le gustó su color. Al apretarlos con los dedos consiguió extraer parte de su contenido. De inmediato supo que debía abrirlos del todo si no quería peores complicaciones. Sacó una pequeña daga, lo único que conservaba como recuerdo de Galib, y se rajó con decisión la piel. De inmediato brotó un líquido amarillento y después un poco de sangre. Con un jirón de su camisola se envolvió la herida para que cerrara mejor y se la palpó sin sentir tanto dolor. Aquello le pareció suficiente. Luego exploró a Sabba. Salvo el mordisco en la nalga, no encontró más que rasguños sin una aparente importancia.
Aquella noche no comió nada, tampoco al día siguiente de camino a Burgos. En su segunda jornada encontró a la vera del camino una liebre muerta a punto de ser devorada por un perro silvestre. Asustó a pedradas al can y se lanzó sobre ella comiéndosela a bocados. Otro viajero con el que compartió camino durante unas pocas leguas le cambió un pedazo de carne seca de burro por un estribo. Era mal negocio, pero ante tanta hambre, Diego creyó que era lo mejor, y se comió una parte con verdadera ansiedad. La otra, la guardó de reserva.
Con mucha penuria, sed y cansancio, al fin alcanzaron la ciudad de Burgos. Sin entrar en ella, la rodeó para tomar dirección a Nájera, la que había sido durante un tiempo capital del reino de Navarra. Así se lo habían indicado si quería llegar a Fitero.
Unas leguas al este, empezó a ascender por otra montaña que le recordó el difícil trance con los lobos. También hacía frío, mucho frío. Según le habían asegurado, el puerto estaba transitable y no le costaría mucho atravesarlo.
Cuando alcanzaba su cota más elevada, se le hizo de noche y decidió buscar refugio. No demasiado lejos del camino encontró una pequeña cabaña de pastores protegida del gélido viento del norte por una vecina y densa chopera. Le pareció perfecta. Como la madera que pudo encontrar estaba húmeda, no consiguió hacer fuego y tuvo que taparse con todo lo que llevaba de abrigo. Intentó dormir una noche más sin haber probado bocado. Acurrucado, en una esquina del chamizo, contra su cara norte y en el silencio de la noche, entre tiritonas y crujir de dientes, al final le alcanzó un profundo sueño.
Horas después, en la quietud de la noche, un leve crujido le despertó. Entreabrió los ojos y se encontró a alguien hurgando en sus pertenencias. Se trataba de un individuo más bien enclenque. Comprobó que estaba solo. Diego esperó a ver su espalda para abalanzarse sobre él y derribarle por sorpresa. Así hizo, y cuando tenía al individuo en el suelo, buscó su cuello, se aferró a él con las dos manos y consiguió inmovilizarlo por completo.
El sujeto no opuso demasiada resistencia.
—Sólo si te quedas quieto seguirás vivo —le amenazó Diego.
Estiró la mano en busca de su zurrón y localizó en su interior la daga de Galib. Con ella sobre su cuello, le prometió atravesárselo como se le ocurriese escapar.
—Ahora me vas a contar quién eres y qué pretendías.
—Me llamo Marcos… —La luz de la luna iluminó su rostro y Diego pudo verle con más detalle. Era algo mayor que él—. Sólo buscaba un poco de dinero, ya sabéis… para comer. No pretendía robaros ninguna otra cosa, os lo juro…
Diego mostró una expresión incrédula.
—Caballero… creedme, por favor.
—No soy caballero, así que puedes ahorrarte el tratamiento. Y aunque lo fuera, tampoco te creería.
El joven le suplicó su perdón, e intentó separar el afilado acero de su cuello, prometiendo, eso sí, no moverse de allí. Diego accedió, pero se mantuvo al tanto de cualquier movimiento extraño.
—De acuerdo, seré sincero. Si hubiera podido, os habría dejado más limpio que una patena. —Sin darle ni tiempo a responder, continuó hablando—. ¿No haríais vos lo mismo si el hambre os encogiera el estómago, o si no recordaseis qué fue lo último que comisteis, ni cuándo?
Diego comprobó su extrema delgadez. El joven no parecía mala persona. Su aspecto abandonado, unas facciones casi infantiles bajo la suciedad de su rostro, y una cierta bondad en su mirada, desencadenaron en Diego una inmediata reacción de comprensión. Él no era el único que pasaba hambre.
Buscó aquel trozo de carne seca que todavía guardaba y se lo ofreció. El intruso se abalanzó sobre él, lo mordisqueó, fue saboreándolo como si no existiese mejor manjar en el mundo.
—¿No tendríais también un pedazo de pan para acompañarlo, verdad?
Diego se relajó, viéndolo ya inofensivo.
—Pues no. Eso es todo lo que tengo.
Sin perder un minuto se terminó la carne en silencio, y buscó entre su ropa hasta la última hebra caída al morder.
—Os agradezco de corazón el favor. Parecéis un buen hombre, si pudiera hacer algo por vos…
—Sí puedes: dejarme en paz.
—¿No os interesa saber quién soy, de dónde vengo? No me importa contároslo.
Diego lo negó con la cabeza.
—Sólo quiero dormir. Lárgate de una vez.
—Está bien. Os dejo descansar, pero mañana os lo explicaré.
Diego no tuvo tiempo de contestarle, pues el joven ya estaba fuera de la casucha. Oyó sus pisadas perdiéndose en la noche y se agarró al zurrón para evitar nuevas sorpresas. Aquella noche tardó un buen rato hasta que pudo conciliar el sueño.
Al despertar a la mañana siguiente le extrañó no verle cerca, aunque tampoco le importó demasiado. Recogió todo deprisa y montó a Sabba para llegar al vecino pueblo de Belorado, donde intentaría hacerse con algo para comer. Sin haber recorrido ni media legua, oyó ruido a sus espaldas. Al volverse vio aparecer al joven montado en una mula. Le esperó, y éste, de inmediato, se puso a hablar.
—¿Hacia dónde vais, mi señor? ¿De dónde sois? ¿Por qué viajáis solo? ¿Por casualidad no os quedaría algo de esa carne tan sabrosa…? —Aquella interminable sucesión de preguntas consiguió agobiar a Diego.
—Nada de eso te importa —le contestó de forma seca.
—Me tenéis intrigado. Salta a la vista que no sois un pordiosero, y sin embargo, ayer comprobé que viajáis sin dineros… ¿Creéis en la predestinación? Yo sí. Existen fuerzas desconocidas que mueven la vida, todo… —Bajó la voz y adoptó un tono misterioso.
—Insisto, no te metas más en mis cosas. Ayer me diste pena, pero hoy es otro día. No tientes más a tu suerte.
—¿Tenéis familia?
—Lárgate de una vez… —Diego se empezó a enfadar.
—Vale, vale. No os pongáis así…
Sin haber avanzado ni veinte pasos más, el joven siguió decidido a hablar.
—Yo vengo de Burgos y huía de…
Diego detuvo el paso y se le quedó mirando, asombrado de su persistencia. Una vez más le iba a mandar que se fuera, pero Marcos se le adelantó.
—Ya me voy… no os preocupéis. Sólo pretendía haceros más agradable el viaje, nada más que eso, haceros algo de compañía.
—Adiós.
Diego reanudó la marcha. Cada poco tiempo comprobaba que no le siguiese, pero para su desgracia no había forma de quitárselo de encima.
Pasado Belorado y en dirección a Nájera, volvió a verle, esta vez como a un cuarto de legua. Mantenía la distancia, pero era evidente que le seguía. Si Diego se detenía, también lo hacía el otro.
Cansado de aquella estúpida situación, aprovechó un largo llano y apretó a Sabba para ganarle al galope, imaginándose que con aquella mula le sería imposible seguirle. Eso pensó durante el resto del día, y la mañana siguiente, pero por desgracia volvió a aparecer. La sudorosa mula demostraba estar agotada, pero a él se le veía satisfecho. Hasta le saludó, cuando de lejos advirtió su mirada.
Diego aceleró una vez más con idea de dejarlo atrás, y en poco tiempo lo perdió de vista. Como estaba cerca de la ciudad de Nájera, se animó a entrar en ella para perderle definitivamente. Recorrió sus calles, se detuvo en un mercado, y con disimulo recogió algunos restos de verdura y fruta abandonados pero en no muy mal estado. Dejó atrás la ciudad por el este y muy a su pesar, poco después, antes de alcanzar la ribera del río Ebro, lo volvió a ver. Suspiró agotado, sin poder entender a qué venía tanta insistencia.
Llegó hasta un cruce de caminos y la falta de señalización le hizo dudar qué dirección debía tomar. Sin embargo, se alegró al ver que por uno de ellos se acercaban tres alguaciles armados, eso sí, con actitud de pocos amigos.
Se hizo a un lado para darles paso con idea de preguntarles.
—¡Deteneos en nombre de la justicia! —le gritó uno, ante su asombro.
En un instante le rodearon y se hicieron con sus riendas.
—¿Qué ocurre? ¿Para qué me queréis?
—Bien lo sabéis vos… —dijo otro con gesto serio.
—No os entiendo…
—Tampoco nosotros entendemos vuestra crueldad, pero por suerte os hemos encontrado. —El que hablaba le agarró del pelo y se lo retorció sin piedad. Los otros le colocaron unos hierros sobre sus muñecas, unidos entre sí por cadenas.
—Pero… si yo sólo voy de viaje. Vengo de Toledo… Me temo que os estáis confundiendo de hombre.
—No recuerdo ninguna detención donde no haya escuchado lo mismo. —El mayor de los tres se rió en su cara—. Dejad de resistiros y seguidnos. Os llevaremos al justicia para que dictamine vuestra culpa.
—¿Pero se puede saber a qué demonios se debe todo esto?
Diego empezó a preocuparse cuando recibió una sonora bofetada como única respuesta a su pregunta.
—¡Cuidad esa lengua y no seáis insolente! Un testigo os ha visto sobre esa misma yegua huyendo del convento de San Justo después de haber robado en él.
—Yo no he estado en ese sitio en mi vida… —exclamó Diego en voz alta, hasta sentir un inesperado puñetazo en las costillas.
—¡Señor, mi señor…! —Alguien, desde lejos, les gritaba con exageración—. ¡Haced el favor de no entreteneros! Sabéis que vuestro padre os espera en el castillo…
Todos los presentes se volvieron para ver quién les hablaba. Marcos, montado sobre su mula, se acercó a ellos y le arrebató las riendas de Sabba a uno de los alguaciles.
—¿Qué decís de un castillo…? ¿Quién sois vos? —El que parecía responsable del grupo esperó su respuesta con aire intranquilo.
—¿Todavía no sabéis con quién estáis hablando? —Marcos comprobó en sus rostros la sorpresa que precisamente pretendía—. Mi señor don Diego pertenece a una santa y noble casa, y ha sido convocado por su padre para unirse a las tropas del rey. Si nos hacéis perder más tiempo, llegaremos tarde…
Los tres hombres le miraron algo incrédulos. Si lo que decía era cierto, más les valía ponerlo en libertad si no querían recibir una descomunal reprimenda.
—¿Cómo os apellidáis y dónde está ese castillo?
Diego tragó saliva. Ahora sí que agradecía la presencia de aquel ladronzuelo. Le siguió la táctica.
—Azagra —respondió con rapidez—. De los Azagra de Albarracín.
Aquél fue el primer apellido que le vino a la memoria, el de la nueva esposa de don Diego López de Haro, padre de doña Urraca.
Aquellos hombres hablaron entre ellos en voz baja. Primero parecieron discutir, pero al final, el que llevaba la voz cantante se disculpó avergonzado.
—Perdonad, mi señor. —Le soltó los hierros de sus muñecas—, tal vez hayamos cometido un terrible error con vos.
—Esto no lo olvidaremos, no —les recriminó Marcos—. Se sabrá…
Los hombres, abochornados, les despidieron con reverencias, mientras se iban, azorados por el desatino.
Poco después y ya lejos del cruce, Diego le agradeció su providencial ayuda. Marcos se restó importancia y empezó a explicar quién era.
—Soy hijo de una cantonera de Burgos; la mejor de todas.
—Desconozco esa profesión.
—¿Os suena más puta, mondaria o bagasa, tal vez hembra pública…?
Diego carraspeó impresionado por su falta de pudor.
—Cuando os encontré, huía de aquella ciudad por su culpa, o mejor dicho, por defenderla de un sucio militar que la trataba con demasiada violencia. Le debí de golpear en exceso aquella tarde, cuando le encontré abofeteándola, pues el hombre se quedó malherido. Más tarde, supe que se trataba de un alto responsable de la corte del rey Alfonso, y por eso tuve que salir a toda prisa de Burgos, con miedo a ser detenido.
Mientras hablaba, Diego se fijó mejor en su aspecto. Tenía el pelo castaño, muy rizado, y unos ojos expresivos. Su nariz era redonda pero bien proporcionada y el mentón presentaba un hoyuelo en forma de cruz, una peculiaridad que hasta le daba cierta clase.
—Pareces orgulloso del oficio de tu madre.
—Lo estoy. Es la segunda mujer más famosa de toda la corte después de la mismísima reina, y lo digo con todos los respetos. Se llama Lidia. Cobró mucha popularidad gracias a la generosidad de sus virtudes, pero sobre todo a la facilidad con la que se regalaba a todos. Ella decía que era un trabajo más, pero los que la disfrutaban aseguraban que en el amor se trataba de una diosa.
—Tampoco hablas mal para ser un granuja…
—Entended que en mi casa nunca ha faltado dinero. Mi madre me llevó a los curas. Ellos me enseñaron a leer y a sumar.
Diego le preguntó por qué le estaba siguiendo.
—Él me lo susurró… —Miró al cielo y se santiguó—. Quiere que así sea. La fuerza me ha empujado a vos… Tan sólo le obedezco… —Adoptó un gesto solemne.
—Cuando dices lo de Él, ¿no te referirás a…?
—Sí, a ese mismo… —Trataba de engatusarle.
—Ya…
Diego se asombró de sus recursos. En poco tiempo aquel joven había desplegado una gran variedad de actitudes. Le había conocido de ladrón, era hijo de quien decía y se comportaba como un embaucador, como por ejemplo con aquellos hombres de ley. No era analfabeto. Y ahora, para mayor confusión, se añadía una faceta espiritual que a Diego le pareció tan falsa como casi todo en él.
—Me dirijo a un monasterio, al de Fitero, cerca de la frontera con Navarra —comentó en un tono disuasorio—. No creo que te interese como destino… Voy porque pretendo estudiar y aprender mejor mi oficio…
—Y yo os acompañaré… —Marcos pensó con rapidez que aquel lugar, recogido y lejano, podía servirle de refugio para despistar a quien le buscase. Le pareció un sitio perfecto para desaparecer durante un cierto tiempo.
—Te lo ha dicho Él, claro…
—Sí, sí. ¿También vos le habéis oído?