Doña Tota Pérez de Azagra era una mujer poco agraciada.
Sin embargo, Diego López de Haro, su marido, poseía uno de aquellos dones que convierten a su propietario en alguien especial. Tal vez se debía a su porte magno, quizás a su mirada limpia y franca o, por qué no, a ambas cualidades.
Era un hombre de buena talla, fuerte, ya entrado en canas. Sus ojos marrones desbordaban inteligencia, y la nariz pronunciada, seriedad. Pero era su mentón, ancho y poderoso, el que terminaba de darle un aire de innegable autoridad.
Diego les miraba con disimulo sin poder dejar de recordar a su padre. Qué orgulloso estaría de él si le viera allí, entre toda aquella gente importante. Se apretó el cinturón para ceñir la larga camisola de seda verde que se había comprado con el dinero que le guardó Galib, el primer vestido que tenía en su vida, lejos de la sencillez de los chalecos de basta lana y calzones de cuero que solía llevar. Bajo aquella tela, estrenaba también calzas rojas y zapatos con un dibujo de rombos. Por primera vez se sentía importante. Lo único que le hacía sentirse incómodo era el alto bonete que cubría su cabeza, poco acostumbrado a cubrirla con nada, pero a pesar de todo se sentía feliz.
Nunca había estado en una fiesta y lo miraba todo. Se sorprendía del lujo que lucían en su ropa las mujeres, algunas bellísimas, y de la comida que se ofrecía. Al no disfrutar de compañía con quien refugiarse, para pasar inadvertido su único aliado resultó tener un tono cereza oscuro y un hondo olor a madera; un excelente vino criado en las riberas del río Ebro, según le explicó quien se lo servía.
Cuatro copas de aquel producto le restaron timidez y le empujaron a buscar alguna joven solitaria con la que poder hablar. Mientras paseaba y estudiaba sus posibilidades en ese sentido, iba escuchando retazos de algunas conversaciones. A unos oyó decir que acababa de morir el peor de sus enemigos: el califa almohade Yusuf. Y que a éste le había sucedido su hijo Muhammad, al que llamaban al-Nasir. Otros comentaban la sorprendente noticia de que el rey de Navarra Sancho VII se encontraba en Marrakech, al parecer cortejando a una alta dama de la corte califal, después de haber repudiado a la suya unos meses antes.
—Andará pactando el reparto de Castilla con el moro ese, o si no pidiéndole dinero, como ya hizo en otras ocasiones —protestó en voz alta un hermano de Álvaro Núñez de Lara—. Por muy rey que sea, me parece que no es más que un traidor…
Diego notó que una joven de tez morena le estaba mirando de reojo. Desvió su atención durante un momento hasta decidir qué iba a hacer con ella, y entonces se le cruzó doña Urraca empeñada en presentarle a su padre. Diego siguió sus pasos hasta llegar a un hombre que derrochaba vitalidad, a pesar de tener cerca de sesenta años.
—Padre, quiero que conozcáis a una joven promesa en el arte de la albeitería, a un nuevo amigo de la familia: Diego de Malagón.
—¿Os he visto antes, joven?
—No creo, señor.
—Diego es ayudante de Galib —le aclaró su hija—, quien también ha acudido con su esposa Benazir.
—Aún no he podido saludar al bueno de Galib… —Estudió a Diego de arriba abajo—. Me alegra saber que te preparas para albéitar. En Castilla necesitamos albéitares, y sobre todo bien preparados. Aprovecha el tiempo, estás en manos del mejor.
—Trabajar a su lado es un privilegio. Os lo aseguro.
—Joven, debes entender que la caballería representa nuestra mejor arma de combate para derrotar a los sarracenos. Necesitamos caballos sanos, vigorosos, y alguien que actúe con diligencia y sabia mano cuando surge en ellos la enfermedad. Por eso tiene tanta importancia tu oficio, es vital, diría yo, incluso más que un médico…
—Padre, ¿es cierto que os quedaréis por Toledo tan sólo una semana?
—Por desgracia sí, hija. El rey me reclama en Burgos para emprender una nueva campaña, esta vez contra Navarra. Su Majestad pretende abrir un nuevo pasillo hacia el mar y además dejar unida Castilla con sus posesiones en la Gascuña, al otro lado de los Pirineos. Está tan decidido en ese empeño que quiere tomar de camino Vitoria, San Sebastián y Fuenterrabía. Y lo hará, creedme, como también cualquier otra plaza que le sea necesaria para sus objetivos.
—¿Y qué respuesta esperáis del rey de Navarra, cuando vea atacados sus territorios? Nos declarará de nuevo la guerra…
—No, hija. Al parecer, anda perdido en extraños amoríos con una princesa almohade. Si está en Marrakech, tal y como aseguran nuestros espías, no alterará nuestros planes. —Detuvo su conversación de golpe al ver al arzobispo de Toledo. Se disculpó de ellos y fue en su busca.
Doña Urraca acompañó a Diego durante un rato más presentándole a otra gente. Allí estaban las familias más influyentes de Castilla: los Aza, los poderosos Castro, los Ruiz Girón, aparte de ellos mismos, los Lara, y una buena parte del clan de los Haro.
Volvió a quedarse solo y trató de localizar a la joven que había visto antes, pero no pudo, de golpe se vio capturado por unas manos amigas, las de Benazir, que le empujaban sin remedio hasta el centro del salón, donde se desarrollaba un baile.
—Sería cruel que abandonaras una fiesta como ésta sin haber sentido el talle de una mujer sobre el tuyo —le susurró al oído.
Diego se puso colorado de inmediato. Aquélla era una nueva prueba de que Benazir había decidido recuperar toda su capacidad seductora. No era la primera vez que lo hacía en aquellas últimas semanas. Durante las pruebas de su traje pudo sentir cómo sus manos le buscaron con renovado deseo, y notó su agitado respirar empeñada en ayudarle a quitarse la camisola, rozándole la piel con sus manos, tocándole por todos lados.
—No te azores, Diego. Disponemos de la aprobación de mi marido. Y por cierto, tampoco aceptaré tus excusas por no haber bailado nunca. Sus pasos no son difíciles, yo te enseñaré.
—Soy todo vuestro… —le contestó, sin querer darle el sentido que ella quiso ver en sus palabras, a tono con su dulce mirada.
Diego se fijó en la postura de los hombres y la imitó. Le pasó un brazo por la espalda y se enfrentaron sus rostros, a la espera de que sonaran los primeros acordes. No conseguía ocultar su tensión nerviosa.
Las primeras notas sonaron en el clavicordio y todos los presentes hicieron una inclinación hacia su pareja. Ellas se doblaron graciosamente recibiéndoles a continuación con dos saltitos. Cuando Benazir lo hizo, Diego se fijó una vez más en su hermoso cuerpo. Aquella noche vestía un traje poco común a las costumbres musulmanas. La tela ceñía su cintura marcándole con claridad sus curvas, para abrirse más arriba en un generoso escote. Ella pareció adivinar sus pensamientos y también cuál era el centro de su mirada, y le sonrió demostrándole complicidad.
Aquel baile resultó para Diego un auténtico martirio, y no tanto por lo desconocido y difícil, que también, sino por el torbellino de sensaciones que le empezaron a recorrer. La excesiva cercanía con Benazir, el perfume de su piel, el roce de su cuerpo; luchaba contra sus propios pensamientos y deseos, pero a la vez ella se hacía sentir. Aprovechaba el menor contacto para que él la sintiera. Se rozaron las mejillas en varias ocasiones y terminó bien pegada a él en los últimos compases, cuando giraban el uno sobre el otro.
Cuando finalizó aquel baile ella se lo dijo al oído. Diego no lo oyó con claridad, dado que el ruido de los aplausos atenuaron su voz. Incluso pensó que tal vez se había tratado de una tonta confusión, pero le pareció oír algo tan terrible como preocupante; creyó oír que le deseaba… Desde aquella noche la evitó todo lo que pudo.
Sin embargo, el eco de aquellas palabras le acompañaron durante los siguientes meses como un pesado tormento. Se reconocía demasiado frágil para decidir entre deberes y deseos si se trataba de ella. Pero también era consciente de las graves consecuencias que podría acarrear su falta de fortaleza si no era capaz de detener aquella tormenta de sensualidad. Aún podía. Jamás ofendería a quien le había dado oficio, un nombre, futuro. No se trataba tan sólo de un deber de justicia el que tenía contraído con él, además era un profundo y enorme afecto el que sentía por Galib. Herirle con un engaño así sería como herirse a sí mismo.
Por eso y por todo, no podía traicionarle.
Detuvo sus clases de árabe para evitar tentaciones.
Galib no lo entendió, pero él se justificó aludiendo que el ritmo de trabajo empezaba a ser agobiante. Diego trataba de evitar a Benazir en todo momento. Huía de aquellos lugares donde podían coincidir. También acudía con más frecuencia a la iglesia, y trataba de ocupar su mente con más lectura para no pensar en ella.
Y entre tantas tribulaciones llegó el mes de diciembre, con el frío y la nieve como anticipo del cambio de centuria.
A pocas jornadas de iniciarse el nuevo año de mil doscientos, un día, en apariencia igual a cualquier otro, Diego llegó a la fragua bien de mañana. Necesitaba forjar un juego completo de herraduras para el caballo de un exigente y rico comerciante judío. Se había comprometido a tenerlas listas antes del almuerzo.
Encendió el fogón con madera de pino, cuya resina mantenía más vivo el fuego, y preparó una buena cantidad de carbón para darle suficiente fortaleza. No preguntó por Galib, pues lo imaginaba en el mercado, como cada martes, donde era requerido para revisar la salud de los animales antes de su compra.
Inspiró una bocanada de humo con placer. Aquel olor que desprendía el horno siempre le había cautivado. Canturreó encantado, orgulloso del trabajo que tenía entre manos.
Introdujo varias postas de hierro para ablandarlas y preparó el martillo de mano y una cizalla con la que cortar luego el metal. También colocó cerca de la bigornia una estampa. Con ella perforaría el hierro abriéndole unas claveras, por donde entrarían a continuación los clavos. Después, con un puntero, terminaría rematando los bordes de los agujeros.
Se quitó la camisa y buscó un grueso peto de cuero. Se lo ató a la espalda y comprobó el fragor del horno.
En ese momento no se dio cuenta, pero ella estaba allí. Benazir le observaba desde hacía un rato, en la penumbra de una pared del establo, segura de lo que deseaba. Sin que él lo advirtiera, se fue acercando hasta él en silencio. Respiraba agitada, llena de excitación.
Y de pronto sus manos abrazaron el torso desnudo de Diego, y después fueron sus labios los que recorrieron su espalda, luego sus hombros, hasta terminar en el cuello.
Diego sabía quién era. Sintió la tentación de un modo tan intenso, tan difícil de evitar… Se dio la vuelta y la miró, asustado primero, y al momento ansioso de ella.
Benazir le besó en la boca haciéndole sentir su sedosa textura. Diego trató de separarse, de interrumpir su propio deseo, pero ella se resistía y le besaba aún con más ardor. Ninguna palabra hacía efecto alguno en ella.
Diego, desesperado, decidió que era la más hermosa de las mujeres y terminó entregándose a ella. La besó como si le fuera la vida en ello, sintió el calor de su piel, sus hombros, su vientre. Benazir se retorcía invadida en gratas sensaciones, sobre todo cuando las manos de Diego empezaron a recorrerla, afirmándose en sus muslos, en su vientre, al detenerse en sus pechos. El ardor de aquella mujer contagió el aire que respiraban los dos. Diego recibió su perfume como una bocanada de suaves sensaciones, y se impregnó de él por entero. Ella se mecía como las arenas del desierto, sus manos se diluían sobre su piel, traspasándola, y sus cabellos flotaban por su rostro provocándole un efecto embriagador.
Y en ese momento Galib entró y les vio. A su lado estaba Sajjad.
—Sajjad decir al señor… Buscar al señor por eso. Sajjad no mentir.
Diego y Benazir se separaron de inmediato y ella ahogó un grito de espanto.
En una fulminante sucesión de pensamientos, Diego, confuso, mareado por aquella terrible tensión, intentó hablar, explicarse, pero no hallaba la manera. Aquello era horrible. Imaginaba el dolor que sentiría su maestro al verse engañado por las dos personas en quien más confiaba. Diego se odiaba por haberse dejado llevar por lo que nunca tenía que haber pasado.
La expresión desolada de Galib lo decía todo. El daño estaba hecho. Con el único objetivo de rebajar su agravio, a Diego sólo se le ocurrió proteger el honor de Benazir.
—Maestro, no sé cómo explicaros… que…
—¿Cómo habéis sido capaces…?
—Siempre me ha evitado, de verdad… Confieso que he perdido la cabeza…
—¿Cómo? —Galib tenía los ojos encendidos de rabia. Se fue hacia él con los puños cerrados y el gesto furioso.
Benazir, encogida por la situación, se tapó la boca destrozada. Diego estaba mintiendo por ella, asumiendo una carga que no le correspondía, pero evitó hablar, prefirió el silencio a las duras consecuencias que le alcanzarían si su marido supiese la verdad.
Diego sintió la mirada de Galib y su expresión asqueada, por eso supo que había acertado en su estrategia. Insistió en ella.
—La he deseado tanto… y hoy conseguí que…
Galib no lo pudo soportar más y se abalanzó sobre él con deseos de agotar su rabia a puñetazos. La cabeza le daba vueltas. No conseguía entender nada. Aquello le parecía tan atroz que jamás lo hubiera imaginado. Le había considerado como un hijo, su mejor discípulo, le quería. Acababa de sufrir la más espantosa decepción al verlos en íntimo contacto, acariciándose de aquella manera. Se sentía humillado, traicionado, ofendido hasta quererse morir.
Diego recibió su odio sin responder a él. Galib le maceraba todo su cuerpo con sus furiosos golpes, y quiso soportar la furia de un hombre al que quería como a un padre, al que nunca había deseado traicionar. Pero ya era tarde para hablar, era tarde para todo.
Desde una esquina Benazir los miraba avergonzada. Lo había decidido. Daría fe de aquel supuesto abuso si su marido se lo preguntaba. De no hacerlo así, sería repudiaba por adúltera, y su vida, su nombre y honra, todo quedaría arrasado para siempre.
Se alejó de ellos llorando, pero justo antes de salir de la cuadra se volvió hacia Diego y encontró su mirada, serena, consciente. Con la mirada le agradeció su generosidad y su leal gesto, pero todavía se avergonzó más. Salió de aquel establo corriendo con una amargura y un desconsuelo indescriptibles.
Diego recogió todas sus cosas sin saber qué iba a hacer en adelante adonde ir.
Pagó la renta de su habitación al asumir que Toledo ya no podía ser su casa, y se despidió de sus propietarios, asustados al ver el aspecto amoratado de su rostro por efecto de los puñetazos de Galib.
A escondidas, sin despedirse de nadie, dejó atrás las cuadras y la casa del maestro Galib, su escuela, el lugar donde había aprendido casi todo, donde había recibido el cariño que otros le habían robado en Malagón. En el cobijo de sus muros había crecido también por dentro, hasta convertirse en un hombre. Sentía aquella casa como su segundo hogar, allí había aprendido a querer a un albéitar a quien nunca podría olvidar.
Abandonó Toledo hundido, las lágrimas cayéndole por el rostro, arrastrando sobre sus espaldas el profundo desprecio de su maestro.
Atrás dejaba cinco hermosos años a su lado, agotados por un fugaz instante de pecado con una mujer a la que había deseado demasiado, y a la que había jurado respetar.
Recordó a la pobre Fátima, al extraño Sajjad y su falsa sonrisa, cargada de triunfo, cuando le vio irse.
Revivió en tan sólo un momento muchos de los sucesos que habían configurado la más gratificante experiencia de su vida. Memorizó el rostro de todos, sus voces y algunas de sus conversaciones como el mayor de los tesoros.
Todos aquellos nombres, con sus recuerdos, desde ahora formarían parte de su pasado.
Acarició a Sabba. Ella supo que no volverían. Torció su cuello y le mordisqueó en la rodilla transmitiéndole su comprensión.
—Mi buena Sabba. Tú siempre estarás conmigo…
Le rascó en la base de las orejas y tomaron dirección norte, hacia algún lugar todavía sin nombre, a un nuevo y desconocido futuro.