Pensaron que Kabirma había muerto.
No volvieron a saber nada de él durante semanas. Habían llegado a Toledo tras haber realizado un viaje largo y triste. Un viaje que recordarían para siempre.
Pero un buen día apareció.
Llamaba la atención el tono agotado y envejecido de su rostro. Estaba mucho más delgado y su cuerpo mostraba los efectos de haber librado una encarnizada lucha. Sus manos y su cara aparecieron surcadas con numerosos cortes y rasguños. No sabía cómo había conseguido escapar de aquellos salvajes, apenas si podía hablar, pero allí estaba, golpeado, medio muerto y con la única satisfacción de haber podido enterrar a su hija en aquel pinar que ya nunca podría olvidar.
Sí, estaba herido, pero no era su cuerpo el que arrastraba el peor daño, el otro se encontraba en su alma.
Pocos días después de su llegada, Kabirma les sorprendió con la noticia de que se marchaba de la ciudad. No se sentía capaz de retomar su vida sin tener a su hija. Todo le recordaba a ella. Ya no existía paz posible dentro de él, y menos tan cerca de sus recuerdos.
—Venderé los caballos que conseguimos, pero no quiero mi parte. Ahora no puedo ni tocar ese dinero.
—Estás loco, Kabirma. No es que te merezcas tu parte, es que tienes la obligación de aceptarla.
—Me empeñé en hacer un viaje imposible y he puesto en peligro la vida de todos. Lo hice por dinero… ya no lo quiero. He perdido a Fátima por su causa.
Kabirma bajó la cabeza y se hundió en su pena. Quiso marcharse, pero Galib no se lo permitió.
—Deja de castigarte, ¿cómo vas a sobrevivir? En Toledo eres alguien y se te quiere. Por desgracia, Fátima no está, pero debes darte una oportunidad, vender esos caballos, salir adelante…
—No puedo, Galib. No puedo —susurraba Kabirma entre lamentos—. Venderé mi casa, las cuadras, y con esas ganancias mandaré construir un fabuloso jardín, uno que sea tan hermoso como era ella, tan cándido como su mirada. Quiero que se convierta en un recuerdo vivo de mi hija, en donde yo pueda dejar, entre sus rosales, jazmines y madreselvas, parte de mi propio corazón. Y después me iré…
Galib se abrazó a él compartiendo todo lo que la distancia les había evitado. Sin palabras le expresó su cercanía, su comprensión, el enorme afecto que sentía por él.
Diego, al saber que había llegado Kabirma, corrió a verle necesitado de noticias, ansioso de saber de él. Y lo encontró con Galib. No fueron necesarias las palabras. Al verse se fundieron en un abrazo que lo decía todo, un abrazo que hablaba de Fátima, un cruce de dolorosos sentimientos.
—Sabes, Diego, que ella te quiso más que a un amigo…
Aquello fue lo único que Kabirma dijo pasado un largo rato de silencio.
Diego recibió su comentario encogido de pena, consciente de la verdad de sus palabras y con el recuerdo todavía reciente de sus apasionados besos. Sintió un profundo amargor en su boca y también en su alma. Supo que algo muy importante de su vida había quedado para siempre en el interior de aquellas dos personas, pero más aún en la que había sido su única amiga, Fátima.
Durante los siguientes meses, Diego y Galib se refugiaron de nuevo en el trabajo: la construcción de las cuadras, la atención a los caballos, los nuevos pacientes, el estudio de las enfermedades…
Apenas si hablaban. La muerte de Fátima había enturbiado sus vidas y cualquier avance en las obras pensaban que era a costa de una vida.
Galib saldó todas sus deudas, y meses después pudo contemplar terminadas las nuevas caballerizas.
Una tarde, a solas en su biblioteca, contó el dinero que le había sobrado, aquel que debía haber correspondido a Kabirma, y se sintió mezquino por tenerlo en su poder. Echaba mucho de menos al jerezano cada martes, cuando iba al mercado. Hubiera querido enseñarle las nuevas instalaciones, explicado sus mejoras.
Aquel dinero había sido ganado con un alto precio, la vida de Fátima. Y allí, en la penumbra de su hogar, ante aquel montón de monedas hizo llamar a Diego.
El rostro del joven había madurado y reflejaba las huellas de la desaparición de Fátima. Maestro y alumno se sentaron a hablar.
—¿Qué harás cuando te conviertas en albéitar? ¿Dónde te gustaría empezar?
Aquélla era una pregunta que hasta ahora no se había hecho nunca. Diego dudó.
—Aún me faltan dos años para ello, ¿no? —Galib lo ratificó con la cabeza—. No sé, quizás volvería a Malagón para ejercer por allí, siempre que se pudiera…
—Independizarte… claro…
—Bueno, parece lo lógico… pero no sé aún.
—Los comienzos no son fáciles. Conoces los grandes sacrificios que yo mismo padecí hasta ver arrancado el negocio en esta ciudad… y no empezaba de cero. Gracias a que tenía ahorros pude aguantar. Escúchame, Diego. En este oficio nuestro ganarte un prestigio es esencial, por eso no puedes empezar con limitaciones. Tienes que tener todo el material necesario, un lugar digno donde trabajar, libros…
Abrió un cajón de la mesa de estudio y sacó una bolsa de cuero llena de monedas. Se la dejó a su lado.
—Aquí hay trescientos sueldos. Son tuyos…
Diego abrió los ojos de par en par. Él cobraba dos sueldos a la semana. Aquello equivalía a tres años completos de trabajo.
—No puedo aceptarlos… —Empujó la bolsa de su lado.
—Tu gesto te honra, pero no te engañaré, ése es el dinero que no quiso cobrar Kabirma por las yeguas que conseguimos en las marismas.
—Yo tampoco lo quiero…
—Espera, Diego, te entiendo… A todos nos quema en las manos por lo que sucedió, pero qué mejor fin que ayudar a establecer con él una nueva vida, la tuya… Por eso te lo ofrezco, para que no tengas que empezar desde cero… Considero que no existe mejor destino posible.
—Os lo agradezco, maestro, pero no sé… es algo superior a mi voluntad.
—Está bien. Haremos una cosa, yo te lo guardaré hasta entonces. Pero toma al menos cincuenta. Con ese dinero podrás comprarte algún otro libro y algo de material de cirugía que te será útil. ¿Por qué no…?
Diego se quedó pensativo y finalmente lo aceptó.
Días después visitó a Gerardo de Cremona, el traductor, y le compró con orgullo cuatro libros. En realidad aquéllos fueron sus primeras adquisiciones, libros que empezó a devorar por las noches y que no tardó demasiado en memorizar. Sin comprarlo, le dejó también leer un extraño libro que acababa de traducir llamado Mekor Chaim o la Fuente de la Vida. Contenía principios filosóficos sobre los que se apoyaba la cábala, una ciencia tan antigua como sorprendente, sobre la cual hablaron en profundidad en varias ocasiones, pues el de Cremona se daba por gran entendido.
Muchos días estudiaba junto a Galib aquellos nuevos títulos que había podido comprar, y de él recibía las explicaciones sobre lo que no entendía.
Fue en esa época cuando Galib se empeñó en que aprendiera botánica. Insistía casi a diario sobre ello. Se detenía en detalladas explicaciones para que supiera cómo debía recoger los elementos curativos de cada planta, y dónde se encontraban. Le enseñó a preparar cientos de ungüentos y brebajes; uno para el reblandecimiento de los cascos, otros para la sarna, para la cura de las fiebres, hasta para ahuyentar las moscas…
Meses después de que Kabirma abandonara la ciudad de Toledo y sus negocios, supieron por un correo que se había asentado en el reino de Portugal, en la ciudad de Coimbra. Allí pretendía comenzar un negocio de caballos con el apoyo de una mujer, que decía ser su socia, pero reconociendo que podía convertirse en algo más que una simple relación mercantil… Aquella noticia fue celebrada con satisfacción por parte de Benazir, al igual que le sucedió a Diego y a Galib. Parecía que la fatalidad había decidido abandonarles por fin, y que podían volver a sentirse felices.
A finales de aquel invierno, Diego coincidió varias veces con aquel fraile calatravo que había conocido en el taller de traducción durante su primera visita. Le gustaba hablar con él, era locuaz y de sólida cultura. Según le contó un día, además de la traducción, tenía como encargo visitar las bibliotecas de todos los monasterios levantados en los distintos reinos cristianos. Con ese empeño, pretendía confeccionar un ambicioso registro donde estuvieran reflejados todos sus libros y escritos, y lo hacía por encargo de su gran maestre.
Hablaba con pasión sobre algunos de aquellos templos del saber, pero le confesó que la mejor biblioteca de todas, la que más ricos fondos poseía, era la del monasterio cisterciense de Fitero, al norte de Castilla, casi en la frontera con Navarra. Sólo allí había visto algunas obras verdaderamente fabulosas, copias a veces únicas, muchas de ellas desconocidas para los más eruditos.
—Pasé dos años en aquel cenobio, cuna de la Orden de Calatrava, y volvería, te lo aseguro. Además, recuerdo que uno de sus frailes era un sanador de caballos como lo eres tú. Su prestigio era notable y sus conocimientos supongo que también. A los que ejercen el oficio tuyo, en aquellas tierras nadie los llama albéitares, aunque compartan funciones parecidas. Unos les dicen veterinarius, otros, mariscales y los más, sanadores de caballos.
Tal fue la pasión con la que le desveló cuáles y cuántos eran los tesoros de aquel lugar que tanto el monasterio como su biblioteca empezaron a aparecer en sus sueños con cierta frecuencia, a veces en forma de pesadillas. Varias noches se vio corriendo a través de larguísimos pasillos de piedra oscuros, perseguido por un hombre a caballo, oculto bajo un negro hábito. Parecía tan real que llegaba a sentir el dolor de sus duros cascos cuando éstos le golpeaban. En otros sueños, por suerte algo más dulces, se hallaba rodeado de un fabuloso enjambre formado por centenares de libros, en una sala de techos infinitos y cegadora luz. Allí se veía disfrutando de su lectura, como también de su fino tacto, pues le parecía estar tocándolos. Estaban encuadernados en oro y tafetán, y en sueños disfrutaba oliéndolos, acariciándolos, como si hubiesen sido fabricados a partir de los pétalos de una flor.
La primavera siguiente trajo consigo un torrente de luz y color, una explosión de sensaciones, pero también un sinfín de partos casi todos llenos de complicaciones.
Por un momento Diego llegó a pensar que todas las yeguas de Toledo se habían puesto de acuerdo para parir en los mismos días. Tanto era el trabajo que le resultaba casi asfixiante.
Y así, durante una de aquellas ajetreadas mañanas, cuando parecía imposible atender un caso más, Galib le pasó un aviso procedente del matrimonio Lara, un aviso urgente.
—¿Para otra sangría? —Diego se volvió a ver en la enorme cuadra rodeado de aquellos gigantescos caballos de guerra, medio aplastado entre sus costillares y golpeado por sus recios cuellos.
—Descuida, sólo se trata de entender qué puede estar causando la cojera en la yegua de paseo de doña Urraca, y después, claro, ponerle arreglo.
Galib falseó su voz dándole un ligero toque femenino.
—«Y traeros a ese apuesto y joven aprendiz para ayudaros…». —Se rió—. Eso me ha dicho doña Urraca, cuando me la encontré a primera hora de esta misma mañana.
—La recuerdo bien… —Se puso colorado—. Era una mujer muy agradable…
—Y muy guapa, ¿verdad?
—Tenéis razón, lo es.
La yegua permanecía tranquila en el patio central del castillo sin parecer demasiado afectada. A su lado, un joven le cepillaba el pelo con una almohaza en una mano y un cepillo de cerdas más suave en la otra.
Tan sólo un momento después de ser anunciados, apareció ella. Vestía un traje verde, del mismo color de sus ojos, y llevaba el cabello recogido en un velo. El corpiño, de generoso escote, brillaba por su intrincado dibujo en hilo de oro. La primera mirada se la dirigió a Diego.
—Constato que, a pesar de haberte convertido en todo un hombre, mantienes esa mirada limpia y noble de entonces… Me alegra mucho verte, Diego…
—Vuestras palabras me honran, señora. Y perdonad, pero yo os encuentro todavía mucho más bella de lo que recordaba.
Ella le agradeció el cumplido interesándose por su edad.
—He cumplido diecinueve, mi señora. Pensad que han pasado ya cuatro años desde que vine a Toledo.
Una niña de pelo rizado, rubia y de picara mirada, se asomó por detrás de la falda de su madre.
—¡Esta debe de ser la pequeña Flora…! —Galib le acarició la cabeza a la niña impresionado por el enorme parecido con su madre.
—¿Sabéis que su abuelo se ha vuelto a casar?
Por pura cortesía lo negó, aunque de todos era sabido el deshonroso episodio que había protagonizado la madre de doña Urraca, y esposa de don Diego López de Haro, al huir en brazos de un sencillo herrero de Burgos.
—Viene de camino para presentarnos a su nueva esposa, doña Tota Pérez de Azagra. Se casaron hace sólo un mes. Los Azagra son una de las familias más influyentes de Navarra. Ostentan título y derechos como señores de Albarracín.
Diego, ajeno a la conversación, observaba a la yegua sin encontrarle ninguna marca, estría o diferencia en el color de los cascos que le hiciera despertar alguna sospecha.
Doña Urraca seguía hablando con Galib. Empezó a explicarle que su marido, don Álvaro Núñez de Lara, se encontraba en Normandía, por órdenes del rey, para reclamar a su homónimo inglés la Gascuña. Según sus palabras, esas tierras habían sido establecidas como dote de la reina Leonor Plantagênet, esposa del monarca castellano y hermana del rey inglés Ricardo.
Diego usó un pequeño martillo para golpear cada uno de los cascos, por si hubiese alguna diferencia de sonido, como ocurría con el mal de hormiguillo. Galib le observaba de reojo sin dejar de atender a la mujer. Confiaba en que Diego hubiese visto también aquel detalle, sólo ése… De haberlo hecho, tendría un diagnóstico definitivo.
—Necesito hacerla trotar sobre arena.
El mozo fue el único que escuchó a Diego. Doña Urraca parecía abstraída y Galib sólo la atendía a ella.
El joven desató el ronzal y llevó a la yegua a un lateral del patio donde había abundante arena de río. Allí se ejercitaban habitualmente para mantenerse en óptimas condiciones.
—¿La ves cojear?
—Sólo después de haber trabajado duro con ella.
Galib fue desplazando poco a poco a su anfitriona para acercarse al lugar donde estaba Diego, con la intención de no perderse nada.
—Vais a hacerla trotar justo frente a mí, al menos diez o doce veces. —El joven obedeció de inmediato.
Tanto Diego como Galib se concentraron en el comportamiento de sus patas por si se manifestase algún movimiento anormal o un apoyo extraño, pero no vieron nada hasta que la yegua se paró, una vez terminado el ejercicio.
Diego se fijó en la posición adelantada de una mano sobre la otra. Tras forzarla a cambiar de postura tres o cuatro veces más, el animal mantenía el defecto. Aquello no dejaba lugar a dudas.
—Tiene arreglo, mi señora. —Diego se animó a hablar con el permiso de Galib, después de recibir de su parte un gesto de conformidad.
—Tú me dirás, joven Diego. —Su expresión reflejaba una grata satisfacción.
—El mal lo tiene en la parte trasera de sus cascos, en lo que nosotros llamamos talones. Por suerte, puede ser corregido con una herradura especial. —Levantó una de sus patas y le mostró la zona de la que hablaba—. Yo mismo os la fabricaré. Notaréis la diferencia casi desde el primer día.
Doña Urraca pareció convencida, y más al comprobar la expresión de orgullo en Galib. Alabó a Diego sin reparos, acarició a su yegua en el cuello y se reservó una última sorpresa antes de despedirles.
—Por cierto, me agradaría mucho teneros a ambos entre los invitados a la fiesta que celebraremos este próximo sábado. Tendrá como motivo la presentación de la nueva esposa de mi padre.
—Os lo agradecemos mucho, señora, pero no somos de vuestra clase, tal vez desentonásemos… —comentó Galib, sin apenas dar crédito a lo que acababa de oír. Como mudéjar del rey, nunca había sido invitado a un evento parecido.
—Callad y venid con Benazir. ¡Os esperamos! —Doña Urraca hizo ademán de irse dando por terminada la discusión.
Una vez de vuelta, aparte de comentar aquella sorprendente convocatoria al ágape, Diego quiso hablar de algo que desde hacía tiempo le reconcomía; la impotencia que sentía al desconocer el origen de la mayor parte de las enfermedades.
—En la yegua de doña Urraca, ¿qué creéis que ha podido originar ese dolor?
—En concreto no lo sé —respondió Galib de un modo lacónico—, pero como bien sabes, se suele deber a un desequilibrio entre los distintos humores.
—Humores… ¡Tonterías! —protestó Diego, harto de no encontrar otras razones de más peso que las teorías del griego Hipócrates—. Recuerdo el día que me denunciasteis a los herradores porque se consideraban tan capaces como lo son los albéitares. Un problema, un tratamiento. Así mismo os lo oí decir… Según vos actuaban a ciegas, aplicando remedios cuya actividad desconocían, sobre procesos que tampoco entendían. No me lo negaréis. ¡Es lo mismo que hacemos nosotros…!
Galib recordó a aquel jovencito abandonado y esquelético que había venido hasta él cuatro años atrás. Ahora se había convertido en un hombre, casi un colega, capaz de discutir y apoyado en razones. Decidió enseñarle algo que podía parecer muy alejado de las esencias de su oficio, pero antes le explicó qué producía aquella cojera.
—Sospecho que se debe a la erosión de un pequeño hueso que apenas se ha descrito como tal en ninguno de los tratados que habrás leído hasta ahora. Ese pequeño hueso recibe un tendón que soporta la flexión de todo el pie.
Ante aquella apabullante explicación, Diego se sintió mal. Después de haberle contradicho y de poner en duda su capacidad profesional, Galib volvía a asombrarle con un inédito enfoque.
—Maestro, ¿por qué me hablasteis entonces de los humores?
—Como acabo de decir, se trata de una sospecha. Hipócrates, al que acabas de rebajar en su sabiduría varios grados, atribuye ese tipo de cojera a un aumento de la bilis amarilla. Desconozco si tiene razón, pues no he sabido demostrar todavía mi teoría. ¿Lo entiendes? —Diego se lo ratificó, y agachó la cabeza en actitud conciliadora—. Me agrada verte insatisfecho cuando algo no te parece evidente. Y te ruego que nunca abandones esa actitud. Trata siempre de explicarte cuál ha sido el motivo del dolor, del bulto, de la fiebre o incluso de la muerte. —Le revolvió sus cabellos con afecto—. Pero también debes aprender a ser humilde cuando no halles la respuesta. En esos momentos mira al cielo. Tu Dios y el mío lo saben todo. Nosotros sólo somos una pequeñez a su lado. Perseguimos la verdad, y Él es la verdad.