XXI

En aquellas lagunas, en algún lugar, tal vez observándoles ya, y siempre preparados para matar, había imesebelen.

Galib se lo advirtió nada más poner pie en sus aguas, a pesar de encontrarse embargado por la belleza del entorno. Los demás estudiaron con inquietud los alrededores, comprobaron que no hubiera nadie a sus espaldas, otearon el horizonte. Tenían miedo. No les vieron, pero sabían que estaban allí.

—Las marismas son enormes… tardaríamos una jornada entera en recorrerlas —les advirtió Galib—. En mi tiempo, sus guardianes solían vigilar los grandes humedales, más al sur, donde se encuentra el grueso de la yeguada. Estas primeras charcas estaban menos vigiladas, pero guardad todas las precauciones posibles y no os relajéis. Será necesario que actuemos con extrema rapidez…

Galib recibió la caricia del viento cálido, el intenso olor de sus praderas, y se sintió profundamente embriagado.

—Aunque yo necesito… antes de… he de cumplir una obligación… —Retuvo el aire en sus pulmones y observó una decena de yeguas retozando. Con ellas absorbió la paz de aquel lugar, la quietud de un escenario pleno de sensaciones y vida.

A pesar de sus propias recomendaciones se lanzó al galope para saludarlas, sintiendo como sus lágrimas humedecían el aire a su alrededor. Y corría, para reencontrarse con un amor perdido, atragantado por la emoción. Se reunió con sus recuerdos y se mezcló entre ellos, sin parecer un extraño.

Diego, como el resto, era consciente de estar viviendo una ceremonia única e irrepetible. Sin embargo, a ninguno le abandonaba un inquietante pavor al sentirse cerca de aquellos asesinos de piel negra, que para Diego personificaban además el vivo recuerdo de sus peores desgracias. Cada vez que alguien los mencionaba, se desencadenaban en su interior emociones encontradas, venganza, rencor, pánico, interés.

Kabirma vivía en esos momentos su propio sueño. Miraba a todos lados, impresionado. Jamás había visto ejemplares tan puros como aquéllos, descendientes de los que un día habían atravesado el estrecho, cuatrocientos años atrás, venidos desde Arabia, del desierto o de las montañas del norte de África.

Fátima y Benazir se acercaron a un grupo de yeguas que pastaban tranquilas. Eran animales vigorosos, elegantes y delicados. De cabeza fina y menuda con relación a su generoso cuerpo, hocico pequeño, ojos oscuros y expresivos, y cola siempre en alto. Tres de ellas eran casi blancas y de pelo tan fino que podían apreciarse las venas por debajo y hasta la propia piel.

—Observad aquel semental negro. —Kabirma señaló a un hermoso macho—. No existe un perfil más bello que el suyo: cuello arqueado, ollares abiertos y fieros. Qué paso más elegante tiene… Se le ve orgulloso de la noble raza que transporta en sus venas.

—Padre, ¿cuántos nos vamos a llevar?

—Contando que somos cinco, y que cada una de nuestras monturas podría arrastrar a otros cinco, calcula. Intentaremos que sean hembras, no las veinticinco, pero al menos veinte.

Galib, que se había alejado del grupo, galopaba a orillas de una ancha laguna moviendo a los caballos a su paso. Por un rato desapareció entre ellos, aunque se le intuía por el movimiento que provocaba a su paso.

Una extraña inquietud asaltó a Benazir, intuyó que algo podía cambiar y que aquella belleza se podía volver en su contra. Buscó muy nerviosa dónde estaba su marido y le pidió ayuda a Kabirma.

—Tengo miedo por él. No permitamos que se separe tanto. Le conozco, y sé que este paraíso le puede. Si sigue dejándose llevar por su sensualidad, pronto olvidará los peligros que nos acechan.

Le buscaron con temor, sin hacer ruido, cuidándose de no espantar a los animales para no llamar la atención de alguno de aquellos soldados de tan brutal fama, a quienes no veían, pero presentían cerca. Le encontraron sobre una loma. Parecía ensimismado, con los ojos enrojecidos, apoyado sobre el cuello de su yegua castaña. Su mirada se dirigía hacia un lugar del horizonte indefinido.

—Maestro Galib… —Diego fue el único que se atrevió a sustraerle de su trance. Ni Benazir se lo propuso—. Si os parece, deberíamos empezar ya con los caballos…

—Cierto, sí. Fijaos en aquellas hembras, parecen estar esperándonos… —Señaló a un centenar de yeguas que pastaban sin temor, a pocos pasos de ellos—. Son seres nobles, aunque se hayan criado salvajes. En su momento, cuando tenía que tatuarlas o hacerme con alguna para cualquier otro motivo, encontré una manera de acercarme sin intimidarlas. Entonces me funcionaba, dejadme que pruebe. Sólo quiero que Diego me siga con las cuerdas.

Kabirma se ofreció también.

—No, no… Tú mejor vigila que nadie venga. Si se asustasen podrían provocar una estampida y poner en aviso de inmediato a quien no deseamos ver…

A partir de ese momento Benazir observó con admiración a su marido. Le vio caminar despacio pero con aplomo, estallando cada uno de sus pasos sobre las charcas. Cuando estuvo cerca de la primera jaca bajó la cabeza como si se tratase de un macho y tiró los brazos hacia delante con determinación. Luego se puso de lado, mirándola con una seguridad increíble. El animal lo observó extrañado y olisqueó su cabeza sin demostrar demasiada preocupación, pero en ese momento algo lo asustó y de un salto se separó de él a toda prisa. Galib repitió aquel peculiar caminar con otra hembra y tuvo más suerte. Le recibió sumisa después de verse rodeada por él dos veces, y de sentir sobre su grupa unas rítmicas palmadas. En un momento la vieron cabecear entregada y empezó a seguirle a donde él iba.

Diego aprendía cada gesto de Galib para imitarlo después. Le vio detenerse por último frente a la cabeza de la yegua, recoger un mechón de sus crines y pegar varios tirones con suavidad. Desde ese momento el animal dejó de moverse, agachó el cuello y se dejó hacer por él, completamente sumiso. Galib le pasó un cordaje alrededor de la frente y la barbilla y se lo anudó. Diego lo recogió, y repitió el mismo procedimiento con las seis siguientes. Cada vez que terminaba con una, se la pasaba a Kabirma.

—Prueba ahora tú, Diego.

Entre los dos, a lo largo de casi cinco horas, fueron recogiendo animales con un extremo cuidado. Todo parecía ir bien.

Benazir contemplaba de todas maneras la escena con inquietud sin dejar de mirar por todas partes. Cualquier ruido o movimiento, por pequeño que fuera, atraía su atención y le hacía recordar que se encontraban en territorio protegido por aquellos imesebelen. En Sevilla los había visto muchas veces cerca del califa. Conocía a la perfección las negras leyendas que corrían sobre ellos, pero nunca como ahora había sentido su amenazante cercanía.

Kabirma suspiró agobiado; le parecía excesivo el tiempo que llevaban allí. Una ráfaga de viento cambió de dirección y al sentirla sobre su rostro, le pareció que arrastraba voces, muy tenues y lejanas. Su instinto hizo que mirara en aquella dirección. Creyó ver algo, unos pequeños puntos en el horizonte, oscuros, perfilados sobre el cielo azul.

—Deberíamos irnos ya… —recomendó a Galib cuando éste le traía un hermoso macho, joven, de no más de cuatro años.

Galib comprobó la altura del sol.

—Pronto oscurecerá y sólo nos faltan dos más. Pasaremos la noche por aquí cerca. Necesitamos que las yeguas estén tranquilas para que nos sigan luego sin problemas, ahora están demasiado inquietas. Recuerdo una playa al oeste, cerca de donde nos encontramos. Antes de sus arenas había un generoso bosque de pinos con una laguna en medio donde podrían beber y descansar los caballos. La arboleda nos resguardará de cualquier peligro.

—¿Y si nos localizan…? —intervino Fátima con una expresión llena de pavor—. Esos hombres… podrían hallar nuestro rastro y dar con nosotros…

—Para acceder a ese lugar hay que encontrar antes un empinado terraplén con una entrada muy estrecha, y no está fácil de ver. No creo que lo conozcan.

Horas después, instalados ya sobre las tibias arenas y frente al mar, Galib inspiró su aroma y quiso compartir sus sensaciones.

—No cerréis vuestros sentidos a lo que este lugar todavía nos reserva.

Observó el horizonte, teñido de una espectacular gama de ocres, naranjas y amarillos. Verdaderas oleadas de color, restos de luz y el preludio de la noche.

—Mirad esta agua, ahora… Respirad el aire que la arropa antes de que mude pronto de color y temperatura. Os invito a absorber la infinita variedad de aromas que recibiréis desde las marismas.

Se detuvo, y en silencio esperó la caída del sol, viviéndola intensamente, hasta que vio desaparecer el último halo de luz.

Con un espectacular cielo estrellado como testigo y después de haber probado un frugal bocado, descansaron un rato sobre la arena, en provecho de la paz que parecía darse en aquel lugar. Sin embargo, Fátima estaba inquieta, miraba a ambos lados, a la espera de ver en cualquier momento a aquellos seres que le parecían casi diabólicos.

Galib advirtió su intranquilidad.

—No creo que les lleguemos a ver…

—¿De dónde procede su terrible fama?

—Se dice que no tienen alma. Yo no sé si eso es verdad, pero sí que carecen de voluntad propia. Se caracterizan por su fanatismo y por haber sido elegidos para cumplir una sola misión en su vida: proteger al califa y sus bienes. También guardan a sus mujeres, palacios y posesiones más importantes, entre ellas esta yeguada. De pequeños son educados sin afecto ninguno, lejos de los suyos y de sus raíces, y no conocen el sentido de la palabra «piedad, temor, comprensión». Sólo saben matar. En batalla, si las cosas se ponen feas, siempre son los últimos en huir. Así son los imesebelen.

A ninguno de los presentes le agradaba demasiado la idea de dormir aquella noche por allí, cerca de aquellos individuos, pero el cansancio del día les pudo.

Habían dejado los caballos en el interior del pinar, a orillas de la laguna, y ellos extendieron unas mantas no demasiado lejos, en un claro de la arboleda seco y a resguardo.

Al cabo de un rato sólo se escuchaba el batir de las olas, algún que otro ronquido y el soplo del viento sobre los árboles. Los tres varones dormían sin problemas, al contrario que las mujeres.

—¿Qué piensas? —Benazir se dirigió a Fátima entre susurros.

—No puedo dejar de acordarme de esos salvajes… Se me encoge el alma con tan sólo imaginarlos…

Benazir se incorporó para observar el perfil del mar entre la arboleda.

—No te angusties, estamos muy lejos de ellos… —Le acarició la mano para serenarla—. ¿Te apetece pasear un rato? Tal vez más cansadas tengamos sueño.

—No sé… si nos alejamos…

—Tranquila, buscaremos la orilla del mar sin separarnos demasiado.

Se taparon con dos mantas y se dirigieron a la playa. El reflejo de la luna iluminaba la orilla y permitía ver a cierta distancia, lo cual las tranquilizó. Durante los primeros pasos tardaron en hablar. Ambas sabían que el nombre de Diego saldría en cualquier momento, pero ninguna parecía querer arrancarlo de su boca.

—¿Cuántos años tienes, Fátima?

—Cumplí quince el mes pasado, ¿y vos?

—Muchos… uff. Treinta y tres…

Un largo silencio las acompañó durante unos cuantos pasos más. La tensión iba en aumento. Fátima creyó que no tendría otra oportunidad mejor y se vio decidida a hablar.

—Sois demasiado mayor para él… Le tenéis confundido.

—¿Cómo? —Benazir disimuló, pero sabía de qué le hablaba.

—Estáis casada… y sois consciente de que os hablo de Diego.

—Me juzgas antes de saber nada.

—Sí sé… —le replicó la chica sin ninguna prevención.

Benazir se sintió incómoda. No sabía qué podría haberle contado Diego, si acaso lo había hecho, pero en ese justo momento los recordó besándose en aquel establo. La envidia empañó su expresión y contestó azorada.

—Tú no tienes nada que ofrecerle, ¿sabes…? Nada, aparte de una simple relación física. Pero yo sí…

Fátima recibió aquellas palabras con dolor. Y lo peor es que podía tener razón, también ella lo había pensado en otras ocasiones… A su corta edad y con la escasa experiencia que tenía, se sentía incapaz de combatir los encantos de aquella mujer. Benazir arrastraba un don especial que lo desbordaba todo, una especie de halo de atracción, era mucho más hermosa que ella y su conversación era culta y seguramente más interesante que la suya a oídos de Diego.

—Tal vez estéis en lo cierto… —suspiró—, pero con vos sé que sólo le espera sufrimiento. Le enfrentaréis a vuestro marido, a quien adora… y yo, en fin… tal vez no sea quién para decíroslo, pero deberíais dejar de seducirle de una vez.

—¿Y cómo te atreves a decirme eso? —Benazir le levantó la voz.

Desde el interior del pinar se escuchó un agudo relincho, seco, en parte extraño. Miraron hacia allí sin ver nada.

—Ha sido mi caballo, Asmerión. Algo le ocurre… Cuando hace ese ruido, es que tiene miedo. ¿Serán los imesebelen…?

Caminaron muy juntas en dirección al bosque, y al entrar dentro se detuvieron para oír de nuevo. Había más caballos relinchando. Benazir cogió a Fátima de la mano y juntas corrieron hacia el lugar donde habían acampado. Desde allí se podía ver a los animales y parecían tranquilos. Se miraron sin saber qué hacer. Los hombres estaban dormidos con tal placidez que daba pena despertarles, tal vez para nada. Se lo pensaron mejor. Afinaron el oído y no oyeron nada más que algún relincho sin importancia.

—Yo creo que no les pasa nada, pero si quieres quedarte más tranquila, nos acercaremos con cuidado. Si vemos algo anormal, les despertamos…

Fátima accedió sin evitar la sensación de agobio que arrastraba de antes. La oscuridad, el lugar, el miedo que ya tenía desde que habían entrado en las marismas…

—¿No sería mejor que fuéramos con alguno de ellos?

—Yo sería la primera en hacerlo si de verdad temiera algo. He estado entre caballos toda la vida, y me parece que están tranquilos.

Las dos mujeres caminaron de la mano hasta la linde de la arboleda con la laguna. Se agacharon a mirar. Los caballos no se habían movido de donde los habían dejado. Algunos bebían en la orilla, otros parecían dormidos y varios, al escucharlas, dirigieron su mirada hacia ellas.

Escudriñaron el contorno de la laguna sin ver nada preocupante.

—Ve tú… no sé… tal vez tu caballo sintiera la presencia de algún animal, por ejemplo, la de un zorro… —afirmó Benazir—. Te esperaré cerca.

Fátima bordeó la laguna mirando a su alrededor hasta que llegó a los caballos y localizó a Asmerión. Al acariciarle le notó tranquilo. Miró el entorno más cercano sin encontrar nada especial. Tan sólo el viento vulneraba el silencio de la noche. Más calmada, se volvió hacia donde estaba Benazir, pero entonces vio frente a ella a la figura negra y recortada de un hombre enorme, a caballo. Vestía coraza de cuero y espada al cinto; no lo dudó, aquél era un imesebelen. El individuo le habló entre susurros pero con voz firme.

—¡Silencio…!

Fátima se quedó paralizada. Sin querer, sus lágrimas empezaron a brotar. Aquel hombre no se movía. Había visto las yeguas árabes, ahora a dos mujeres y próximo a ellas a tres hombres que parecían dormidos. Supuso qué intenciones llevaban y valoró sus posibilidades si quería neutralizarlos, mientras manipulaba con su gesto ominoso la voluntad de la muchacha. Ella seguía paralizada. Lentamente, en silencio, bajó del caballo y se dirigió hacia ella.

Benazir, extrañada de no ver a Fátima, al salir a su paso les vio. Aquel hombre estaba a su lado. Era mucho más alto que ella, más fuerte, más grande. Una oleada de pánico la invadió de tal manera que se tiró al suelo sin saber si había sido vista. Se tapó con la manta por entero, en una reacción primaria, como si dentro de ella nada le pudiese afectar. Sin embargo, desde su escondite, pudo oír a Fátima gritar, y cómo su grito quedaba al momento ahogado, seguramente por la mano de aquel hombre que trataba de no alertar al resto.

Benazir, sobrecogida de espanto, lo escuchó. Escuchó el quejido con el que Fátima se despedía de la vida, su gorgojeo final. Imaginó aterrorizada el puñal del hombre clavándose en el corazón de la joven, y sintió un agudo calambre en sus piernas, le castañearon los dientes, tembló. Con una mano se apretó las mandíbulas para no hacer ruido. No quería ni pensar qué le haría en el caso de ser descubierta. Se imaginó su mano tocándole sobre la espalda, quitándole la manta, casi sintió su acero clavándose en su vientre. Dejó de respirar, tragó saliva, oyó pasos a su alrededor, alguien se acercaba. ¿Sería su Galib, Kabirma, el imesebelen…? ¿Qué habría pasado con Fátima?

Sollozó histérica y pensó que iba a morir en ese justo instante.

—¿Fátima…? —Aquélla era la voz de Kabirma.

Benazir escuchó otros pasos corriendo cerca. Se acurrucó aún más en su tibio escondite. Identificó a alguien corriendo y a continuación los cascos de un caballo alejándose a toda velocidad.

—¡Benazir…! ¿Dónde estás? —la buscó Galib.

Ella destapó una esquina de la manta y miró por todos lados. Vio a su marido correr hacia ella y se abrazó a él entre temblores.

—La han matado… —gritó angustiado Kabirma—. ¡Noooo!

El jerezano acababa de localizar un bulto inerte meciéndose a orillas de la laguna. Se arrodilló a su lado y tocó con mimo su espalda, empujándola con cuidado, como si fuese a despertarse de un profundo y pesado sueño, pero Fátima no respondió. Le sacó la cabeza del agua con extrema delicadeza para recogerla entre sus brazos sollozando de pena. Fue entonces cuando a la altura del pecho vio su herida de muerte y se contrajo hasta dolerle todos los músculos del cuerpo, y aún más el alma.

—Mi pobre niña… —Cerró los puños con rabia—. ¿Quién te ha arrebatado la vida?

Diego se les acercó con pasos tímidos, con miedo a verla, sin acabar de creerse lo que estaba pasando. Se paró frente a ellos, con la impotencia de no saber cómo expresar lo que empezaba a sentir. Estiró su mano para acariciar a su amiga, roto de dolor, y al verle, Kabirma, con los ojos quebrados, se la mostró muerta sobre sus brazos, doblada por la fatalidad. Su melena le tapaba media cara, la sangre la otra. Diego recordó esos mismos cabellos acariciando sus mejillas y miró los labios que con tanto placer había probado. Y lloró, sin lágrimas, con un intenso pesar íntimo y profundo. Se arrodilló con ellos y se abrazó a Kabirma, a Fátima.

Galib supo que en ese momento le correspondía una cruel tarea: sacarlos de allí. El que había huido, con toda seguridad atraería a otros imesebelen. No tenían tiempo de nada, ni para llorar a Fátima.

—Kabirma, Diego, ese hombre ha escapado y… —Los dos le miraron sin voluntad alguna de separarse de ella—. Escuchadme, entiendo lo que sentís, todos estamos paralizados por su horrenda muerte, pero corremos un gravísimo peligro si no nos vamos… Aunque sea en su honor, debemos huir. Pensad que pueden estar ya cerca, tal vez el que la mató no estaba solo. Imaginaos que los tengamos a tan sólo un paso nuestro…

Galib no paraba de moverse a su alrededor, observando entre los árboles, atento ante el menor movimiento de una rama y alerta a cualquier sonido extraño.

Benazir apoyó a su marido.

—Hemos de escapar, mi marido tiene razón…

—¡Iros vosotros! —Kabirma se abrazó a su hija—. ¡Huid…! Yo no me iré. Necesito despedirme, llorarla, decirle lo mucho que la quise, acompañarla en este su último viaje camino del paraíso. Cuando la entierre, después, iré para buscaros. Os encontraré de camino.

—Kabirma, amigo mío, sé que esto es durísimo; lo peor que podría habernos sucedido, pero no dejes que esos canallas te roben también tu vida, te matarán. Quedándote aquí no vas a ayudarla nada… Ya estará en el paraíso y desde allí te ve. Piensa que es feliz, que lo que tienes entre tus manos es sólo un cuerpo, ya no es ella…

—Dejadme con ella… —Empujó a Diego y se apretó a su hija con un gesto firme.

Galib entendió que nada podía hacer, y empezó a dar órdenes. Diego y Benazir corrieron a recoger lo que pudieron con una pena infinita. Iban sin saber casi ni dónde pisaban, atolondrados, como si estuvieran viviendo una horrible pesadilla.

Galib, mientras, preparó los caballos y ató a cada uno cuatro yeguas. Dejó otras tres a Kabirma, pues si iban con más, les retrasarían la huida y no podían arriesgarse…

Los animales relinchaban frenéticos. Acababan de ser empujados y zarandeados de un lado a otro, los habían atado con nudos firmes que les ceñían la cara y les raspaban, les habían chillado, pateado. Respiraban la aguda tensión que había en el ambiente, olieron a miedo, y empezaron a morderse lanzando terribles bramidos de furia, y coceaban en todas direcciones.

Galib se armó con una larga rama y empezó a azotarlas para detener aquella locura, pero los animales se crecieron ante los golpes y se le encararon, alguna incluso le levantó las manos con intención de golpearle.

Diego se subió sobre Sabba y le ordenó que dirigiera a su grupo. Ella, asustada como el resto, dio el primer paso y empezó a tirar de las hembras que tenía atadas. Benazir le siguió, y Galib montó también sobre el suyo al ver que el grupo se ponía en marcha.

Miró a Kabirma y le dirigió un último saludo.

—No me falles y vuelve…

La última imagen de Fátima abatida sobre su padre dio pie a una vertiginosa carrera por la orilla de la playa en dirección norte, en busca de otra salida que les alejara de aquel infierno.

Un escandaloso coro de relinchos acompañaba su marcha. Los animales, todavía salvajes, se resistían a seguir aquella frenética galopada, pero la singular energía y determinación de Sabba como también la de los otros caballos de Galib y Benazir fueron consiguiendo que poco a poco cedieran en bravura y se dejaran llevar.

Diego miró a sus espaldas. La arena se levantaba a su paso, los cascos rompían su lisa superficie bruñida por el agua, en busca de la vida, escapando del horror y de la pena infinita por otra muerte, la de una amiga, casi la de una amante. Se aferró a las riendas de Sabba dejándose llevar, roto de consternación.

Allí atrás, todos ellos dejaban una parte de sí mismos.

Oyeron sonido de caballos, y tras ascender por unas dunas, no sin enormes dificultades, pronto olieron tierra seca. Desde allí buscaron la vaguada del río Guadiamar para dejar atrás las marismas; aquellas hermosas, únicas y mortales marismas.