Todo su cuerpo era un hermoso tatuaje.
Se llamaba Najla, «la que tiene grandes y bellos ojos», y era hija del califa Yusuf.
Durante diez años Najla había vivido en Sevilla para recibir la mejor educación de mano de los más famosos profesores, artistas y poetas andalusíes.
Una vez al año, solía volver a Marrakech, pero llevaba tres inviernos sin hacerlo, los mismos que habían pasado Estela y Blanca en el harén. Y ahora que volvía a pisar su palacio, en cuanto oyó hablar de ellas, y supo que eran de su misma edad, castellanas, y de pelo encarnado, quiso conocerlas sin demora.
La princesa Najla tenía prohibido hablar con las concubinas, entrar en sus habitaciones, preguntar, mostrar su rostro, pasear sola, cantar, mirar a los hombres, que la miraran, elegir conversación… En realidad padecía un sinfín de limitaciones que hacían de su vida una continua restricción. Por eso, harta de su encierro, una noche decidió burlar la presencia de su vigilante, uno de aquellos severos imesebelen, y a escondidas se lanzó a recorrer aquellos interminables pasillos y salones hasta alcanzar los dormitorios donde sabía que estaban las mujeres castellanas. Le acompañó Ardah, su sirvienta, quien no dejaba de reprocharle aquella locura desde que habían salido de sus aposentos.
—Despertad…
Una tenue y suave voz perturbó el sueño de Blanca.
Al abrir los ojos, vio a una joven de pelo oscuro, mirada azulada y sonrisa franca, con el rostro muy pintado, tanto que apenas se distinguía su auténtico color de piel. En un acto reflejo se escondió bajo las sábanas. Temía un nuevo maltrato, o tener que repetir experiencia con aquel repugnante hombre con quien había yacido en demasiadas ocasiones.
—No temáis. No os haré nada. Soy la princesa Najla. —Su generosa sonrisa transmitía confianza—. Levantaos sin hacer ruido y seguidme. Iremos a una cámara discreta, al otro lado de la sala de costura. Allí os explicaré.
Blanca no entendía qué significaba todo aquello, pero no tuvo sensación de peligro y despertó a Estela. Las tres juntas abandonaron aquel pequeño dormitorio donde solían dormir una veintena de mujeres, algunas encima de otras.
Najla parecía estar muy segura de sí misma, pero al mismo tiempo muy nerviosa. Hablaba en perfecto romance, aunque lo hacía demasiado rápido y cambiaba de un tema a otro, casi sin sentido.
—La pintura que disimula mi palidez se llama henna. El pigmento que la caracteriza se obtiene de una planta muy común en estas tierras. Ardah, mi esclava… —La cobriza mujer inclinó la cabeza con respeto, disimulando el profundo desprecio que sentía por su ama, dada la indiferencia con que la solía tratar y la severidad de sus castigos—, es mi neggacha. Es un poco vaga, pero tatúa mucho mejor que las demás. Ella me ha dibujado esto…
Les mostró sus manos. En ellas destacaba un gran sol centrado en cada palma, y desde él partían tantos rayos como dedos, que a su vez terminaban en forma de volutas y flores sobre la punta de las yemas.
—Tenéis un pelo precioso y a la vez extraño, parece del color de la arcilla. —Se acercó para estudiarlo. Le interesó aún más el de Estela al tenerlo rizado—. ¿Os gusta la poesía? —No esperó una contestación—. A mí sí. He podido escuchar a las mejores poetisas de Córdoba. ¿Y los zocos? Me encantan, aunque no me suelen dejar acudir a ellos. Cuando consigo despistar a mis guardianes, lo miro todo, busco, hurgo, pregunto… En realidad me entusiasman.
Se quedó un momento pensativa, sin darse mucho descanso, y se arrancó con otro tema de conversación.
—Me gustan los perfumes, sobre todo los que llevan esencia de rosas. Detesto el olor de las mezquitas, y amo a los caballos. Cuando los monto me siento tan libre…
Las dos hermanas permanecían sentadas sobre unos cómodos almohadones sin entender qué estaba ocurriendo allí. Desde que habían entrado no había parado de hablar, como si fuesen viejas amigas.
—¿Se puede saber para qué nos habéis hecho venir hasta aquí y de madrugada? —intervino Blanca.
A la princesa se le congelaron las palabras y su mirada se tornó triste.
—Acabo de volver de Sevilla, lejos de esta corte y de mi familia, pero aun así me siento cautiva…
—No sois la única —repuso de inmediato Estela.
—Mi encierro es distinto. Desde siempre he tenido que pedir permiso para salir, para hablar. En la corte se me respeta porque soy la hija del califa, pero apenas le conozco, y tampoco a mi madre. Cuando se me deja reír, lo he de hacer con sumo recato, y si el asunto es de lágrimas, me debo recoger a solas para llorarlo. Nunca he podido decidir sobre mi comida ni cuándo he de dormir. La ropa me la eligen siempre y me visten. Alguien determina también cada cuánto he de bañarme… Y vosotras, sin embargo, habréis hecho todo eso sin preguntar a nadie, ¿verdad? Incluso hasta sabréis en qué consiste el amor… Yo no. Tan sólo he vivido lo poco que me han dejado.
Ardah le instó a que hablara más bajo, pues se le oía demasiado.
—Quiero conocer vuestra religión. Deseo escuchar cómo es Castilla, sus paisajes, entender a su gente. Necesito que me lo contéis. La mitad de mi sangre proviene de vuestra tierra, pues mi madre era castellana, pero nunca me ha hablado sobre ello. He de saber… Ansío conocer todo cuanto se me ha ocultado desde mi nacimiento. —Sus ojos expresaban sinceridad—. Lo que quiero de vosotras, el motivo de haberos levantado no es otro que… —Najla ralentizó su manantial de palabras y dirigió la mirada hacia otro lugar. Se sentía azorada—. Lo que pretendo es… sencillamente, intentar ganarme vuestra amistad.
—¿Estáis de broma? —A Blanca aquello le indignó—. ¿Creéis que la amistad se gana con la imposición? ¿Igual que nuestro cuerpo? ¿He de recordaros que estamos aquí en condición de esclavas y concubinas? ¿O es que acaso no sabéis todavía quién abusa de nosotras, casi a diario?
—No os enfadéis, por favor. Vivís en un harén. No debe extrañaros que eso ocurra. —Su mirada reflejó naturalidad—. Mi padre os protege y alimenta, os viste y cuida. También os disfruta. ¿Acaso eso es malo?
—Extraña manera de verlo —intervino Estela.
—¿Acaso no ocurre lo mismo en Castilla? ¿Allí no hay harenes?
—En nuestra tierra el hombre tan sólo posee una esposa —le respondió.
—¿No se compran esclavas?
—No… Bueno, sí… Algunos sí.
—¿Y no hacen uso de ellas? —Najla no terminaba de creerse lo que decían.
—Tal vez, pero no es lo correcto.
—Entonces hacen lo mismo que nosotros pero con engaño. Nuestras leyes y códigos dicen que la mujer está al servicio de su hombre y vive sólo para él. Le da placer siempre que lo desee, y a cambio ella lo obtiene también. No nos importa que nuestros maridos se alimenten de otros cuerpos si respetan el orden de sus mujeres y protegen los privilegios de sus preferidas, las que les darán descendencia, sus verdaderas esposas. Las demás, como os ocurre ahora a vosotras, le debéis su hospitalidad. Veo justo que él se la cobre como mejor le parezca.
—¿Cómo podéis decir eso? Es nuestro cuerpo lo que están violando… ¿Y os parece bien que también lo haga vuestro hermano Muhammad, por ejemplo, conmigo? —Estela lo había conocido la noche anterior.
—¡Pues claro! ¡Deberíais estar orgullosas de ello! Cuando muera nuestro padre, él será el próximo califa. Imaginad qué honor si pudieseis convertiros en una de sus primeras concubinas… Muchísimas mujeres desearían tener la misma suerte que vosotras —aseguró con absoluto convencimiento.
Las hermanas se miraron asombradas. No comprendían cómo podía pensar así, por diferente que fuese su visión y por supuesto su situación personal. De todos modos, Blanca pensó que aquella relación con Najla podía serles de ayuda.
—¿Seréis, entonces, mis amigas? —volvió a preguntar con una expresión esperanzada e inocente.
—Será un honor… —contestó Blanca por las dos.
Pedro de Mora alcanzó la capital del reino de Navarra, Tudela, tras dos semanas de navegación desde Marrakech al puerto de Fuenterrabía, y otra a caballo.
Había escogido aquella ruta, más larga y complicada, para evitarse atravesar Castilla, donde podía ser identificado. Como embajador del califa Yusuf, su propósito consistía en convencer al rey Sancho para que firmara la paz con ellos, como ya habían hecho antes su homónimo de Portugal y también el monarca leonés.
—¡No insistáis más! —gritó enfurecido el rey navarro—. ¿No me habéis oído decir que acabo de rubricar un acuerdo con Alfonso de Castilla y otro con el rey de Aragón, para luchar desde ahora juntos contra vuestro califa? Es algo que se ha hecho público, a estas alturas también lo ha de saber quien os manda.
Sancho se puso de pie y caminó decidido hacia él.
—No he terminado de hablar… —replicó Pedro de Mora sin amedrentarse. El rey lo miró con desprecio.
—Debería entregaros a Alfonso de Castilla… ¿No sois vos aquel al que tanto odia y busca? —Lo rodeó mientras hablaba, sirviéndose del efecto intimidatorio que solía producir su enorme talla. El embajador se tocó la larga cicatriz que le recorría la frente sin demostrar la menor preocupación.
—Soy yo. Es verdad. Él me acusa de traidor después de haber usurpado tierras que me pertenecían, tras haber insultado mis apellidos y vapuleado mi honor, como os pasa a vos aunque no lo queráis reconocer.
—Sed más explícito y no os andéis con rodeos. Decidme por qué tratáis ahora de incluirme en vuestro supuesto agravio.
—Según lo que os he escuchado decir, habéis decidido unir los tres reinos, para constituir una sola corte, mediante arreglos matrimoniales. ¿Es así? —Sancho se lo confirmó—. ¿Cómo se entiende, entonces, que vuestro primo Alfonso de Castilla no os quiera devolver primero las tierras de Logroño, Cameros y Nájera, que un día pertenecieron a Navarra…? Si en ese hipotético reino, todo fuese de todos… ¿Qué problema tendría entonces para no cedéroslas ya?
Aquel comentario afectó de lleno al monarca navarro, que se revolvió enfurecido. El hábil Pedro de Mora todavía se reservaba una segunda estrategia aún más contundente que la anterior. Sabía que Sancho acababa de repudiar a su mujer Constanza de Tolosa por no haberle podido dar descendencia. Y era obvio que su matrimonio con alguna de las hijas de aquellos dos monarcas nunca sería aceptado por el Papa, pues existía demasiada proximidad de sangre. Esperó a ver al rey en su más bajo estado anímico para comentárselo con toda crudeza. Después, estudió el efecto de sus palabras.
El monarca buscó una copa, la llenó de vino y sin darle descanso se la bebió de un trago. Luego miró hacia el embajador con justificada desconfianza, y volvió a sentarse en su trono con un semblante derrumbado.
—No andáis mal informado… La posesión de esas tierras nos ha arrastrado a largas discusiones, y además muchas veces… Por desgracia, no hemos avanzado, cierto, como tampoco en los posibles arreglos matrimoniales.
—Creedme, la sombra de mi señor alcanza lugares insospechados, y su oído ha escuchado más de lo que nadie imagina. Sabe, por ejemplo, que vuestras finanzas no andan demasiado abultadas… cuando no son pésimas.
El rey Sancho enarcó sus cejas y se mordió el labio ante la crueldad de aquel comentario, por lo demás cierto.
—¿Acaso os proponéis mejorarlas?
—Algo mucho mejor, Majestad. Os invito a visitar Marrakech. Allí os espera una sorpresa.
—¿A Marrakech?