La ciudad amurallada de Castella, o Cazalla de la Sierra, como también se la conocía, les abrió sus puertas al saber a quién iban a visitar.
Altair era un personaje curioso con un físico que sorprendía desde el primer momento. Su extrema gordura no parecía guardar relación alguna con la pequeña cabeza que tenía. Lo mismo le ocurría con la cara, en donde coincidía una enorme boca de gruesos labios, muy vencidos hacia delante, con una exigua nariz.
Al llegar a su vivienda, nada más reconocer a su amigo Kabirma, al hombre le entró un alborozo desmedido. Pero tan sólo un minuto después, y sin casi solución de continuidad, pasó a un estado de franca histeria. Gritó una retahíla de órdenes a todos los suyos para que preparasen leche y dátiles de bienvenida, cena para después, y habitaciones y baño para los amigos viajeros.
La casa estaba también ocupada por unos familiares que habían llegado hacía poco tiempo huyendo de tierras castellanas. Aun así, Altair tenía en tan gran estima a Kabirma que quiso ofrecerles los mejores aposentos. Rápidamente todos quedaron alojados, todos menos Diego. Altair se disculpó y sugirió que el joven durmiera en el pajar.
—Lamento no poder ofrecerle nada mejor. —Parecía muy azorado.
—Tranquilo, Altair, llevamos días durmiendo a la intemperie. Seguro que descansará mejor que al raso.
—Por supuesto, no se preocupe por mí.
Después de un rápido aseo se volvieron a encontrar para cenar. La mesa estaba dispuesta para los invitados y familiares en un patio tapizado de flores y una melodiosa fuente en su centro.
Se sentaron sobre un colchón de almohadones y contemplaron admirados la elegancia del convite. Sobre un mantel de cuero fino habían dispuesto platos y cuencos de loza vidriada, cucharas de madera de olivo, candiles y lámparas aromáticas en el centro y pétalos de rosa por todos lados.
Les sirvieron primero unas bolas de carne fritas en aceite de oliva, tan deliciosas como abundantes, y les siguieron unos sabrosos pichones asados acompañados con una sopa de berenjenas.
Además de su hospitalidad, Altair también era un excelente conversador. Les habló de sus ancestros, de siempre andalusíes. También recordó su anterior empeño por criar en pureza a la más bella raza de caballos que Allah había creado: la africana bereber. Por ese motivo había conocido a Kabirma.
—Después de mi activa participación en varias guerras contra los cristianos, me otorgaron un cargo político en el pueblo. Ahora soy el Zalmedina, responsable de su administración y gobierno. Un trabajo no demasiado bien pagado pero tranquilo. Castella es un lugar pacífico donde casi nunca pasa nada, aunque desde hace unos días todo ha cambiado. Los ánimos están muy alterados y la gente vive intranquila, y todo se debe a la terrible noticia…
Galib y Kabirma reflejaron un gesto de ignorancia.
—Seréis los únicos en no saber lo que ha pasado con Salvatierra…
Las mejillas de aquel hombre enrojecieron hasta el punto de explotar.
—Hace pocos días, mi cuñado Ahmed y mi hermana Layla tuvieron que huir de ella, al igual que todos los demás hermanos en la fe que la defendían. La más bella fortaleza, la más grande, fue atacada y capturada por esa orden castellana de frailes y soldados; los calatravos. —Cabeceó disgustado y pidió consuelo a Allah, entre profundos alaridos.
Todos dejaron de comer alarmados por la congestión de su rostro.
—¡Salvatierra! —Se puso a agitar los brazos como un poseso—. ¡La perdición está cerca…! —volvió a gritar, ahora golpeándose el pecho con ambas manos, como si tratase de expiar así su dolor—. Con su conquista los infieles han clavado una punta de flecha en el corazón de al-Ándalus. Ahora están mucho más cerca de nuestras casas, de nuestras mujeres, y lucharán para destruir nuestra fe; la que le fue revelada a nuestro profeta Muhammad.
La referencia a los calatravos y la mención de sus incursiones bélicas desencadenó una pregunta en Diego.
—Perdonadme, sid, ¿vivisteis la batalla de Alarcos?
Galib y Kabirma le miraron, desaprobando de inmediato su atrevimiento.
—Por Allah el magnífico que sí estuve. De eso hace ya tres años. De ella recuerdo muchas cosas, pero sobre todo la humillante y precipitada huida de ese ambicioso y petulante rey castellano. Sí, señor, ¡toda una victoria sin precedentes, y a campo abierto!
Con aquellas palabras, su rostro quedó iluminado con una amplia sonrisa.
—¿Sabéis qué fue de aquellas cristianas capturadas durante los siguientes días?
La pregunta de Diego sonó tan mal como inoportuna, pero ya estaba hecha. Altair se le quedó mirando, sin entender muy bien adónde quería llegar.
Kabirma salió en su ayuda.
—Nuestro amigo Fadil… —así es como habían decidido llamar a Diego para que nadie pudiera descubrir su origen cristiano— vive ansioso por hacerse con un par de esclavas desde hace tiempo. Oyó hablar de aquel botín como uno de los más numerosos y de mejor calidad entre todos los que se recuerdan.
—Ahora que lo decís, es cierto. Fueron muchas y algunas muy hermosas. Yo mismo conservo todavía a dos muy bellas, por cierto… —Le golpeó en la espalda al muchacho al entender sus carnales intenciones. A Diego se le paralizó la respiración. Trató de disimular su ansiedad como pudo, pero necesitaba saber si por una increíble casualidad se trataba de Blanca y Estela. Los que le conocían contuvieron el aliento.
—Son hermanas, ahora que lo pienso, deberían estar más agradecidas conmigo, las he mantenido siempre juntas…
Diego no podía contenerse y Benazir lo notó. Parecía estar a punto de preguntar por ellas sin ningún recato. Si lo hacía, su interés podría parecer excesivo y comprometer la seguridad del resto. Para evitarlo, intervino ella.
—¡Protesto! —levantó la voz.
Todos la miraron perplejos.
—Hablar sobre la belleza de las cristianas ofende a Allah y también a sus hijas, a las que me honro de pertenecer. ¿Acaso no dijo el Profeta que fuimos creadas como las más bellas, las mejores, las más fértiles?
Altair se sintió avergonzado. Se disculpó lleno de elogios hacia el ser más perfecto de la creación y trató de justificarse.
—Tenéis razón, mi señora. Además, las mías no son tan hermosas… Si os habéis fijado, han sido las que nos sirvieron la cena…
De inmediato un halo de tranquilidad recorrió el patio. Diego miró a Benazir agradecido. Ella le devolvió el gesto con un disimulado guiño.
—Las mejores entre aquellas mujeres, y todas las menores de veinte años —siguió Altair—, recuerdo que fueron enviadas a Marrakech, a la corte del califa, para formar parte de su gran harén.
—¿Todas?
—Eso dicen. El califa las prefiere jóvenes…
Lleno de rabia, Diego contuvo las lágrimas y siguió la conversación como si aquello no le hubiera afectado. Terminada la cena, en la oscuridad del establo y sobre un áspero lecho de paja, lloró como un niño mientras recordaba sus caras. Imaginarlas en aquel lugar le resultaba casi más doloroso que saberlas muertas.
Aunque le costó dormir, un pequeño ruido le despertó poco después. Al abrir los ojos se encontró con la dulce sonrisa de Fátima. La chica se tumbó al lado de Diego y se arrimó a su cuerpo.
—¡Estás loca! Como se entere tu padre, nos matará…
—No me podía dormir. Imaginé que estarías mal por lo de tus hermanas, y me dio pena que estuvieras solo.
Le acarició en la mejilla.
—Cuando se las llevaron, Estela tan sólo tenía trece años y Blanca, uno más que yo: quince. No puedo pensar cuánto sufrimiento pueden estar pasando, de ser cierto lo que ha dicho ese hombre. Me siento tan culpable…
De nuevo sus lágrimas afloraron.
—No hice lo que debía… las dejé solas.
—Diego, no te martirices más. Las encontrarás.
—No las encontraré, Fátima, nunca podré dar con su paradero. Están demasiado lejos… ¿cómo voy a ir hasta Marrakech?
—¿Y si no estuvieran en Marrakech?
—Están allí. Eran jóvenes y nos lo ha dicho el propio Altair. Estarán allí. No sé qué hacer.
Diego se quedó callado. Fátima tampoco sabía qué decirle ni cómo consolarle. Podía tener razón. No sabía de ninguna esclava que hubiese sido rescatada en tierras de al-Ándalus, y aunque Diego se lo propusiera, parecía una tarea casi imposible.
La muchacha arrimó sus labios en busca de él. Quería borrarle las lágrimas, que no estuviera triste. Le besó en los ojos y acarició su pelo. Él quiso decir algo, pero ella se lo impidió posando sus labios sobre los suyos. Diego los saboreó, y sintió de nuevo el roce de su cuerpo, como en aquel río. Su melena le arropaba la cara y con ella respiró el aroma de su deseo contenido, y a la vez intenso.
—Fátima, escucha… no sé si esto… —La separó de él y se miraron a los ojos. Necesitaba ser sincero consigo mismo y sobre todo con ella, pero una vez más se sintió torpe e incapaz de expresar lo que de verdad pensaba. Él sabía que no la amaba, pero en ese momento la deseaba con pasión.
—No hables, no pienses, no respires, y tampoco calcules; tan sólo disfruta. —Ella se escurrió para probar de nuevo su boca y le ofreció sus pechos.
Ellos no lo sabían, pero desde la oscuridad alguien los observaba sintiéndose casi ahogada. Era Benazir. Como Fátima, había bajado con la misma pretensión de consuelo, sin imaginar lo que iba a encontrarse.
Los observaba, aturdida y confusa.
Seguir allí le parecía mal y, sin embargo, una misteriosa fuerza la obligaba a quedarse.
Sintió un agudo remordimiento.
Galib era su realidad y lo amaba, pero si pensaba en Diego, la idea de hacerlo suyo se convertía en algo casi agobiante. Cuando estaba a su lado se sentía más viva. Si pensaba en él, conseguía que su imaginación recorriese mundos mucho más excitantes que el que acogía a su anodina vida actual.
Aquella noche, Benazir sintió la complicidad de los muchachos. Cada uno de sus besos le supuso una desgarradora realidad, una quiebra de sus aspiraciones.
Pero aquel martirio no duró mucho.
Escuchó cómo Diego le pedía a Fátima que se marchara y vio a la chica despidiéndole con un último beso.
Allí, escondida detrás de un recio portón, Benazir sintió, como si de un cuchillo se tratase, la estela de alegría que Fátima portaba al pasar a poca distancia de ella. Cuando a la mañana siguiente salieron de Cazalla, quedó descartada la ruta a través de Sevilla, convencidos de la inutilidad de ese destino para los intereses de Diego, y eligieron otra que les llevaría directamente al valle del Guadalquivir, por la cuenca del río Guadiamar.
Dirigía la comitiva Galib, al estar más familiarizado con aquel territorio que Kabirma, dado que éste nunca había llegado tan al sur en su comercio.
Diego, a su lado, iba apesadumbrado.
Sin duda, tenía sus motivos, pero también Galib para sentirse más aliviado. Sevilla le hubiera supuesto un grave riesgo personal. De todos modos, sintió pena por Diego, entendía su decepción y quiso darle esperanzas.
—Haría lo que fuera por ayudarte, por quitarte esa pena que te hiere tan adentro. Veo que eres feliz en tu trabajo, también creo que en nuestra compañía, pero a la vez entiendo que no alcanzarás una verdadera paz hasta no dar con ellas… Es lógico.
—Galib, me habéis dado mucho, todo, pero… ellas… mi padre…
—Lo sé, Diego. Un día, no sé cuándo, llegará tu momento, ya verás. Entonces, estarás preparado y lograrás cumplir lo que te pidió tu padre. No debes seguir culpándote por lo ocurrido. Has de mirar hacia delante y con la cabeza muy alta. Eres inteligente, intuitivo y tenaz. Estoy seguro de que un día conseguirás reunirlas a tu lado.
Diego se abrazó a Galib. Se sintió reconfortado por sus palabras y además supo que tenía razón. En la vida las cosas llegaban a su debido tiempo. Esperaría a que fuera el suyo.
Sin escuchar de qué hablaban, Benazir, oculta bajo su velo, iba pensativa. Se sentía mal por su actitud la noche anterior, pero también le dolía ver cómo su fidelidad hacia Galib se iba resquebrajando poco a poco.
Mientras dejaban atrás la última ladera de la serranía, buscó a Diego y le miró a los labios, soñando con ellos. Ajeno a sus intenciones, él, sin embargo, recordaba los besos de Fátima sin saber qué pensar. La dulzura de su compañera excitaba su galope, pero algo en su interior le decía que no obraba bien si le daba pie, pues no la amaba.
El amanecer de la siguiente jornada sorprendió a todos medio dormidos, todavía a lomos de sus caballos, y agotados. Tras haber descansado la noche anterior en casa de Altair, ésa la habían pasado sobre sus cabalgaduras en provecho de aquellas horas de descanso para el resto.
El primer rayo de sol que apareció por el horizonte atrajo la atención de todo el grupo. Miraron hacia él y Galib, con una inmensa satisfacción, fue el primero que las vio.
—¡Ahí están! —gritó.
La luz se reflejaba en miles de puntos a lo largo de aquellos inmensos humedales. Para estar a mediados de mayo, el calor recordaba más al de verano. Sin embargo, la abundancia de flores, millones de ellas, extendidas en mantos multicolores entre los muros de tierra que separaban unas charcas de otras, evidenciaba la presencia de la primavera.
Desde el principio, Galib les hizo ir en fila de a uno, para no despistarse por alguna de las muchas zonas pantanosas donde los caballos podían pasar verdaderos aprietos. Su rostro desprendía pura alegría; habían llegado hasta aquel rincón del mundo, al más bello entre todos los creados. Ése tenía que ser el jardín prometido por Allah a todos sus creyentes, pensaba, absorbiendo en su memoria, para siempre, cada rincón de lo que le alcanzaba la vista.
Los demás le seguían asombrados por aquella descomunal belleza, magna, y a la vez aromática. El silencio de aquel vergel parecía rechazar hasta sus voces, tan sólo permitía el suave roce de los cascos sobre la tierra, o la quiebra de algún arbusto, quizás también la respiración de los caballos.
Se adentraron en un bosque de pino bajo salpicado de suaves lomas de arena. Sin detenerse, llegaron hasta una cima libre de arbolado. Desde ella, en la otra vertiente, les esperaba un increíble espectáculo tan difícil de imaginar como grandioso. Divisaron un extenso llano salpicado de miles de lagunas, de los más variados tonos, entre verdes y azules. Y por todas ellas, parados, pastando, al galope, tumbados o chapoteando en el agua, en manadas o en solitario, había millares de hermosos caballos.
Allí estaba la yeguada del antiguo califa Abderramán III, la yeguada árabe de las marismas.