XVIII

Un musculoso brazo rodeó el cuello de Galib y la punta de un afilado acero quedó frenada sobre su garganta.

Fue todo tan rápido que nadie pudo reaccionar.

El agresor les preguntó en árabe qué hacían por allí y quiénes eran. Por su uniforme se podía deducir que se trataba de un soldado de frontera. Iba sucio y olía a ciénaga. Llevaba el pelo desaliñado y muy largo, pero de su aspecto lo que más destacaba era su mirada, fría, llena de maldad.

—Tan sólo somos dos humildes comerciantes con ganas de volver a nuestra casa, a Sevilla —respondió Galib—, y ella es mi esposa…

El guerrero le lanzó una lasciva mirada a Benazir.

—¿Y de dónde venís?

El hombre no dejaba de mirar al de perilla pelirroja; parecía más peligroso. Hurgó en la cintura de Galib y encontró su puñal. Indicó por señas a Kabirma que hiciera lo mismo.

—De Toledo —respondió el jerezano—. Si me lo permitís, os mostraré el salvoconducto…

Hizo ademán de buscarlo entre su ropa.

—Si seguís moviéndoos…

La daga recorrió el cuello de Galib como advertencia, pero al oír un ruido a sus espaldas, se giró y pudo esquivar un grueso madero que le iba a la cabeza. Su portador era un joven a quien no había visto. Aquel tronco le golpeó en un hombro y le derribó. En su caída, el soldado, furioso, rasgó el cuello de Galib abriéndole un largo corte. Y entonces, observó con angustia cómo el más fornido se venía hacia él.

Sin pensarlo, esgrimió al aire su daga, en todas direcciones, chillando como un loco y tratando de herir a todo aquel que se le acercase. Fue así como acabó hiriendo a Diego en un muslo y a Kabirma en el vientre. Recobró fuerzas y trató de ponerse de rodillas, pero Diego se le acababa de aferrar a su cuello impidiéndoselo. En aquella postura Kabirma pudo pisarle la mano y con ella el arma, y sin pensárselo dos veces le clavó en el pecho y hasta el fondo su daga. El hombre soltó un agudo gemido, casi de muerte, pero aún pudo sacar fuerzas para morder con rabia el brazo del joven que le sujetaba.

En poco tiempo notaron que le empezaban a fallar las fuerzas y que su agonía iba a ser corta. Empezó a toser sangre y a quedarse sin aire y poco después expiró.

Benazir corrió hacia su marido, que estaba tendido en el suelo rodeado de un charco de sangre. Kabirma y Diego hicieron lo mismo.

—No os preocupéis… —les tranquilizó Galib—. Ha sido por poco, pero no me ha tocado la yugular. —Benazir le secó la herida con un jirón que arrancó de su falda—. Mujer, ayuda a Diego y a Kabirma, también les ha herido…

Benazir estudió el brazo de Diego. Le había marcado los dientes y sangraba un poco, pero no parecía serio. En su pierna encontró un corte más profundo. Se rasgó otra tira de vestido y se la anudó por encima para cortarle la hemorragia. Lo de Kabirma apenas era un rasguño.

—Al final hemos tenido suerte… —comentó aliviada a su marido—. Ninguno ha sido herido de gravedad.

—Acabamos de entrar en territorio enemigo… —El jerezano miró con preocupación hacia todos lados—. Debemos irnos de aquí cuanto antes… Podría haber más como éste… —Arrastró al cadáver hasta la base de un árbol y empezó a echarle hojarasca por encima—. Id a buscar a los caballos… —indicó a Diego y a Fátima, que se había escondido durante el asalto.

—No vimos a nadie más.

—Mejor así, pero no podemos arriesgarnos. Si nos descubren ahora y ven lo que hemos hecho, estamos muertos… Poco después atravesaban el río por un recodo poco caudaloso, y desde entonces marcaron a sus caballos un ritmo enloquecedor de carrera. En una intensa galopada, resonaban en sus oídos las palabras de Kabirma recordando que aquello era territorio enemigo. El miedo les hacía mirar hacia cualquier cosa que se moviera, escrutando entre las mismas sombras, imaginando que en cualquier momento les saldrían al paso más soldados, nuevos peligros. Los cinco jinetes eran conscientes de estar atravesando una de las zonas de mayor riesgo, la frontera. Se abrazaban al cuello de sus caballos para formar con ellos un solo cuerpo y ganar velocidad.

En plena noche alcanzaron una llanura donde pudieron apretar el paso de los caballos. Los animales sudaban y parecían agotados, pero el pánico de sus dueños era mayor y no les permitieron ningún descanso.

Benazir notó como Fátima se estremecía muerta de frío. El viento convertía su ropa aún empapada en un doloroso abrigo. Con las prisas de la escapada nadie había preguntado por qué razón había aparecido en ropa interior y mojada junto a Diego. La joven notó la mirada de Benazir y comprendió el significado de su gélida mirada. Bastantes leguas después, cuando despertó el día, alcanzaron la ribera de otro río que Kabirma reconoció como el Zújar. Sin abandonar el cauce, aquellas aguas marcarían su ruta hasta casi alcanzar la sierra norte de Sevilla.

Pararon un momento para dejar beber a los caballos y Kabirma habló a solas con Galib.

—Hemos de recorrer su cauce hasta llegar a las faldas de la serranía. Una vez allí, buscaremos una población que llaman Castella, y espero hallar refugio en casa de un buen amigo. Pero antes de eso hemos de atravesar una cañada que discurre próxima a una populosa villa, como a jornada y media de aquí, donde es fácil que podamos cruzarnos con alguna patrulla armada. Si mantenemos nuestro actual ritmo, llegaremos de noche, lo cual nos conviene para evitarlas. Ahora hemos de forzar un poco más a nuestros caballos para que no se detengan hasta que esté bien entrada la noche.

Galib se rascó la barba inquieto.

—¿Por qué queréis parar en esa villa de Castella? Resultaría menos arriesgado si no nos dejamos ver, ¿no lo creéis así?

—Llevamos demasiados días en ruta y empiezan a aparecer muestras de agotamiento. Considero que todos agradeceríamos poder descansar una noche en algún sitio a cubierto y en una cama. Además nos conviene mucho hablar con mi contacto, es un hombre influyente y puede indicarnos cómo hacer para entrar en Sevilla sin correr más riesgos de los necesarios. Pero hasta que llegue ese momento, no podemos bajar la guardia. Todavía hemos de atravesar esa comarca a la que me he referido antes. Una vez superada, confío en que todo será mucho más fácil.

—¿Y por qué teméis tanto ese territorio?

—Está lleno de turcos.

—¿Turcos por aquí? —Galib no pudo evitar un gesto de pavor. Sabía a qué desmanes estaban acostumbrados.

—El califa, supongo que en pago a algún favor bélico, les cedió la explotación de esas tierras y varios pueblos. Hemos de tener cuidado, sus tropas, creedme, son extremadamente violentas. Están locos.

Al llegar la medianoche, sin haber descansado en todo el día, Kabirma tomó camino hacia un frondoso bosque que deberían atravesar. Uno a uno fue dándoles las instrucciones necesarias en voz muy baja.

—No habléis entre vosotros y tratad de mantener a vuestro animal lo más tranquilo posible. Si relinchase, hacedle callar pronto. Vamos a entrar en una región de alto riesgo.

Se fueron adentrando en la oscuridad de aquella arboleda sin apenas ver nada. Los caballos, agotados, caminaban con pesadez olfateándolo todo, en busca de un poco de hierba que llevarse a la boca.

En compañía de un fuerte aroma a madera y hojas podridas y con el silencio de la noche como única compañía, recorrieron la lóbrega arboleda en silencio hasta llegar a un claro despejado de vegetación y bien iluminado por la luna. Pero nada más entrar en ella…

—¡Turcos…! —Kabirma fue el primero en verlos—. ¡Al otro lado de la explanada!

Asumieron que nada podían hacer ya, pues también habían sido vistos ellos.

—Dejadme hablar a mí y manteneos quietos… es importante que nos vean en todo momento tranquilos. Imagino que querrán el salvoconducto. En cuanto sepan que está firmado por el visir, no creo que pongan demasiadas pegas, y dejarán que sigamos nuestro camino…

—Espero que tengas razón. —Galib tragó saliva y buscó a su mujer. Benazir y Fátima se taparon los rostros y Diego localizó su daga para dejarla más a mano.

Media docena de hombres les rodearon lanzándoles miradas de desconfianza. Uno de ellos fue el primero que habló. Se dirigió a Galib.

—¿Adónde vais tan de noche…? No os conozco… Enseñadme vuestro permiso.

Le respondió Kabirma.

—Somos familiares de Altair ibn Ghazi ¿Le conocéis? —Sacó el salvoconducto de su camisola y se lo pasó—. Gobierna en Castella, nuestro destino.

El hombre extendió aquel pergamino y lo leyó por entero. Cuando llegó al sello del visir, puso especial atención al notar algo raro en su firma.

—¿Quién os dio esto? —Agitó el pergamino con expresión contrariada. El resto de sus soldados, de ojos casi rasgados y piel muy tostada, desenfundaron sus espadas y las dirigieron sin perder tiempo hacia ellos.

—¿Cómo que quién? Fue el mismo visir quien me lo facilitó… y hará de eso, no sé, puede ser que un par de meses. Ahí mismo tenéis su firma —la señaló con el dedo—, y arriba mi nombre, a quien está dirigido; Kabirma el jerezano. Soy tratante de caballos, y he recorrido esta misma ruta muchas otras veces. No sé por qué no habremos coincidido antes, pero sí lo hice con otros compañeros vuestros… En esta ocasión viajo en compañía de mi familia. —Se mantuvo tranquilo—. Éstos son mis hijos… —señaló a Fátima y a Diego—, y él es mi hermano, con su esposa… —Galib y Fátima le saludaron con respeto.

El turco volvió a mirar el documento con intención de comprobar la veracidad de aquella firma. Dos semanas antes había estado tratando con el visir y recordaba cómo era su rúbrica. Ladeó el salvoconducto en varias direcciones para recibir mejor el reflejo de la luna, pero la oscuridad de la noche no le permitía estar del todo seguro.

—¡Creo que mientes…! —vociferó de repente.

—No penséis eso… no es verdad…

—Vas a venir conmigo hasta el pueblo, necesito comprobar una cosa… Los demás pueden esperar aquí. No tardaremos mucho.

Hizo una señal a dos de los soldados para que se quedaran a vigilarles.

Kabirma le obedeció, pero antes forzó a su caballo para pasar cerca de Galib y poder hablarle. Nadie más que el albéitar lo advirtió.

—Huid sin mí… —creyó escuchar—, es falsa… os encontraré.

Galib se quedó paralizado de espanto al entender la gravedad de la situación que se les presentaba. Mientras veía irse a Kabirma, rodeado por cuatro de aquellos soldados, temió por su suerte, pero también por la del resto.

Con bastante calma animó a todos a que descabalgaran y pidió a Benazir que preparara un bocado para aprovechar la espera. Los dos turcos hicieron lo mismo sin dejar de observarles ni un solo momento, aunque empezaron a creer que aquella gente era poco peligrosa.

Fátima ayudó a Benazir a prepararlo todo. Buscaron unos bollos que guardaban envueltos en paños de algodón y los abrieron para rellenarlos de queso y membrillo. Miraban de vez en cuando a Galib sin saber qué pretendía hacer, atentas a cualquier movimiento. Diego se fue aproximando poco a poco hasta su maestro y pudo preguntarle en susurros qué sucedía. Galib contestó sin apenas mover los labios.

—Busca entre las medicinas y escóndete un frasquito de esos que tienen leche de amapola… Y cuando puedas, me lo das…

—¿Qué habláis? —Se les acercó uno de los turcos—. Hasta que vuelvan, quiero veros a todos muy quietos y en silencio. ¿Queda entendido?

Aceptaron sus órdenes y se colocaron justo enfrente de ellos. Diego les pidió permiso para buscar una tripa con agua y, mientras, Benazir empezó a pasar los bollos para que todos comieran. Los soldados tenían hambre y por eso les miraron con envidia, pero no hablaron.

Diego encontró con rapidez el frasco que Galib quería y se lo escondió bajo la manga. No llegó a verle el soldado que tenía a su lado, a pesar de que estaba vigilándole todo el tiempo. Se volvió a sentar entre Benazir y Galib y escuchó lo que debía hacer ahora.

—Moja un par de bollos con esa leche…

Benazir escuchó a su marido y entendió lo que pretendía. Tapó a Diego en el momento que procedía a derramar aquel líquido sobre los panecillos, y en cuanto éste acabó, se hizo con uno y lo levantó al aire.

—No os hemos ofrecido… ¿Alguno desea probar un poco?

Los dos turcos se miraron sin saber qué hacer. En sus instrucciones estaba especificado que nunca se aceptase nada de un enemigo, pero en ese caso no se podía decir que aquella gente pareciera desearles nada malo. Miraron el bollo con dudas. Parecía muy apetitoso…

—Traed… —Uno se levantó y se lo arrebató de la mano. Lo partió por la mitad y se lo pasó a su compañero. Antes de darle un primer bocado vieron comer a los otros sin ningún miedo, y se decidieron.

—Tomad otro, nos van a sobrar. Seguro que llevaréis horas sin comer nada… —Benazir se lo acercó, regalándoles además una de sus cautivadoras sonrisas.

Lo engulleron a la velocidad del rayo, como también dos más que Diego preparó con igual remedio. Se ayudaron después de un buen trago de agua que les hizo llegar Galib.

Poco después dormían plácidamente, uno apoyado sobre el otro. El efecto de la adormidera había cumplido su misión, y ahora Galib y Diego ayudaban a montar a toda prisa a las mujeres.

—Salgamos de aquí cuanto antes…

—¿Y mi padre? —Fátima miró con angustia en la misma dirección por donde se lo habían llevado—. ¿Cómo vamos a dejarle solo…? Yo no puedo ir, no… Me quedaré a esperarle.

—¿Estás loca? —intervino Diego—. ¿Quieres saber cómo reaccionarán esos dos cuando se despierten y te vean aquí?

—Tu padre nos encontrará de camino, tranquila. Eso mismo me dijo cuando se lo llevaban.

Galib le hizo una señal a Diego para que se hiciera con sus riendas.

Azuzaron a sus animales con palabras de arrebato tratando de conseguir su máxima respuesta en carrera. Era urgente abandonar lo antes posible aquel claro.

Galib dirigía la marcha tratando de encontrar el camino entre la oscuridad. Pasado aquel denso bosque, se encontraron con una enorme llanura completamente despejada. Galib no sabía qué camino era el más apropiado para pasar inadvertidos, pero al final consideró que lo mejor era seguir el cauce del río que quedaba a su izquierda.

—¡Tomad esa ribera…! —les señaló la dirección.

Hicieron un quiebro y bajaron una empinada ladera donde arrancaba un estrecho sendero arbolado que les serviría de escondite. Fátima fue la primera en adentrarse en aquel pasillo verde, tan tupido que al poco tiempo la perdieron de vista. Cerrando el grupo iba Diego. Dentro de aquella masa vegetal la oscuridad era casi completa. Sabba seguía la grupa del caballo de Benazir, y ella, la de su marido.

Diego creyó escuchar ruido a sus espaldas. No fue capaz de reconocer qué era. Podía tratarse de cualquier animal, pero avisó a los de delante y de inmediato aceleraron lo que pudieron, sin pena de recibir decenas de pequeños latigazos en la cara con los centenares de ramas que salían a su encuentro por todos lados. Parecía darles igual, con más o menos heridas todos sabían qué tocaba hacer en ese momento. El deseo de verse lejos de allí era suficiente motivo como para atravesar la espesura sin ningún temor.

Pasadas dos jornadas, Galib y Diego decidieron esperar a Kabirma a los pies de la serranía, una vez llegaron a ella y lejos del peligro que suponía cualquier otro encuentro con los turcos.

—Vendrá… —Benazir rodeó a Fátima con su brazo y miró con ella hacia el norte. Llevaban haciéndolo cada poco tiempo, desde muchas leguas atrás.

—Nosotros pudimos engañar a nuestros vigilantes, pero puede que mi padre no lo lograse…

—No nos iremos hasta que aparezca… Y lo hará —habló Galib—. Tu padre es hombre de recursos; lo habrá conseguido, ya verás. —Bajó de su caballo y se subió a una gran roca. Invitó a Fátima a acompañarle. Desde aquella altura se divisaban más de cinco leguas de distancia.

La chica sufría lo indecible. Deseaba con todas sus fuerzas que aquello no terminase de ese modo. ¿Le habría pasado algo a su padre?, pensaba agobiada. ¿Y si lo habían apresado o, peor aún, malherido…? Se estremeció de angustia. Galib adivinó lo que sentía y trató de consolarla con un largo abrazo.

También él pensaba, y se lamentaba profundamente de todo lo que les estaba ocurriendo. Ya se lo había advertido a todos. Aquel viaje era peligroso… ¿Por qué no le habrían hecho caso en su momento? Si se hubieran quedado en Toledo, nada de eso les hubiera ocurrido y Kabirma estaría a salvo…

A media tarde, cuando el sol empezaba a descender y ya estaban invadidos por la desesperanza, Fátima creyó ver una pequeña sombra moviéndose en la distancia. Se fijó mejor y llamó a gritos a todos. Creyó verle. Sí, ¡era su padre!

El hombre se abrazó a su hija encantado de volver a estar todos juntos. Tampoco él sabía si habían o no conseguido escapar de sus vigilantes. Reconoció que las dudas le habían atormentado tanto o más que a ellos, pues en su caso estaba más solo. Explicó cómo había conseguido salir indemne mientras se ponían en marcha, con ánimo de dejar atrás aquellos páramos y avanzar por el camino de la sierra.

En efecto, había falseado la firma, reconoció, y también que aquel turco se había puesto demasiado nervioso al comprobarlo.

—Pasé por momentos muy delicados… pero como siempre pude usar un remedio que nunca falla, de verdad que no…

—¿Cuánto te costó entonces?

—Eres perro viejo como yo, amigo Galib… Bien has sabido de qué hablo, ¿eh?

—Se da el caso de que he conocido a muchos turcos…

—Su silencio me costó cien maravedíes; todo lo que tenía, pero lo doy por bien pagado.

—Padre… —Fátima se agarró a su brazo y lo sembró de besos—. Por un momento… creí perderte.

—No le temo a las armas ni a los engaños, sé que no me vencerán nunca, pero reconozco que sí lo hace una sola mirada de las tuyas… —Acarició la mejilla de su hija. A partir de entonces buscaron las frescas laderas de la serranía y ascendieron algo más tranquilos, con el ánimo renovado, sintiéndose algo más cerca de su deseado destino. Diego sólo pensaba en Sevilla, en poder averiguar algo sobre sus hermanas.

—Deberíamos llegar a Castella antes del anochecer… No quiero tener nuevos sustos, y sé que allí encontraremos protección. Altair es amigo.