XVII

Galib y Diego trabajaban día y noche.

Refugiado en los animales, el albéitar no quería pensar en otra cosa. Su mujer no atravesaba un buen momento y su joven ayudante, de tan agotado, parecía estar siempre de mal genio. Sin embargo, Galib se había metido en una espiral de trabajo que ni siquiera le permitía ver los problemas de los demás.

Diego y Sajjad habían propuesto a Galib contratar un maestre de obras para que organizase las nuevas caballerizas, pero Galib no quería o no podía permitirse ni un solo gasto que no fuese devolver el dinero de los animales muertos en el incendio.

Por eso, junto a Sajjad, Diego emprendió el inicio de la construcción con lo poco que sabía de esas artes. A la vez, acompañaba a su maestro y daba tratamiento rápido a algunos animales enfermos que a pesar de las circunstancias todavía tenían que quedarse con ellos, pero si les curaban en el día, no tenían por qué dormir a la intemperie.

Galib perdió su serenidad. Atendía visitas por el día, ayudaba a levantar las nuevas cuadras por la tarde, por la noche, de madrugada. Intentaba que todo estuviera listo lo antes posible y lo único que consiguió fue que pocos días después de iniciar aquella frenética y descontrolada construcción, ésta se derrumbara hiriendo a Sajjad en su pierna ya enferma. Sajjad tuvo que quedarse en cama durante algunos días y Galib se sentía, también, responsable de lo que le había pasado a su viejo ayudante. Por eso, siempre que podía, iba a verle para atender cualquier cosa que necesitase. Para su mal, ahora había perdido unas manos para el trabajo y había ganado una ocupación más.

—¡Esta situación es de locos! —le gritó un día Benazir—. No puedo más. No duermes, no comes, no dejas a nadie tranquilo. Tu poca cabeza hizo que Sajjad tuviese el accidente. Le obligaste a trabajar en algo que no sabía hacer. Deberías haber contratado a alguien para que levantara las caballerizas… ¡Nuestra vida se ha convertido en una locura!

—No puedo hacer otra cosa. Será un tiempo, luego saldremos adelante.

—Yo no puedo más. Me parece que estás perdiendo el juicio. Veo a Diego trabajar solo en la construcción del establo y acabará malherido también, o tú, no sé… No podemos seguir así…

Aquel día Galib se marchó de su casa para no discutir con Benazir. Sabía que tenía razón, aunque no lo quisiera reconocer. Había sometido a todos a una presión inútil, ya que recuperar la situación anterior iba a requerirle mucho tiempo y no disponía de él. Pasó todo el día fuera sin que nadie supiera adónde había ido, y cuando regresó, bien entrada la noche, les comunicó a todos su decisión.

—Me iré a las marismas con Kabirma y su hija. Ya lo he hablado con él. Me asegura que existe una ruta que casi nadie conoce. Iremos por ella. Otra cosa será salvar la vigilancia que suele haber en las marismas, pero eso ya lo estudiaremos una vez allí. Saldremos dentro de cuatros días. Cuento contigo —se dirigió a Diego— para que en mi ausencia te quedes al cuidado de Benazir y de Sajjad. No puedo arriesgar vuestra seguridad.

Al oír aquello, Diego se sintió abatido. Le iba a dejar en Toledo. Desde hacía tres años le obsesionaba una sola cosa, ir en busca de sus hermanas, y su maestro sabía que aquello era lo más importante para él.

—No me pidáis eso, os lo suplico… —Quedarse al cuidado de la casa y con Sajjad postrado significaba tener a Benazir demasiado cerca, y solos muchas horas. Y esa tortura no quería ni imaginarla.

—Está decidido —dijo Galib—. Comprendo tu decepción e imagino la causa, pero no puedo poner en riesgo la vida de mi mujer, y además pretendo que el viaje sea rápido, recoger todos los animales que podamos y volvernos. Si tuviésemos que ir en busca de tu familia, no sabríamos ni por dónde empezar. Tú no conoces Sevilla. Es una gran ciudad. Igual crees que es llegar a ella y van a estar ahí esperándote. Nada más lejos de la realidad. No sé dónde estarán. Nadie lo sabe. Nos lo complicaría todo y me expondría mucho. No puede ser, no…

Diego cerró los puños con rabia, molesto por su falta de sensibilidad.

—No os entiendo…

—¿Qué he de explicarte más…? ¿No lo he dejado bastante claro? —Galib se puso firme y torció el gesto.

A Diego se le ocurrió un nuevo argumento, negándose a aceptar su situación.

—No comprendo cómo pretendéis dejar a Benazir en Toledo después de saber que el incendio fue intencionado, tal vez por alguien que considera a todo musulmán su enemigo… Pensadlo bien. Aunque yo intentase cuidarla, habrá muchos momentos que esté fuera y os recuerdo que he de dormir cada noche en mi casa… ¿Recordáis la prohibición…? —A Galib le afectó de lleno aquel razonamiento—. Kabirma se lleva a su hija, que es lo que más quiere. ¿Imagináis qué podría pasarle a Benazir si se llega a saber que duerme sola todas las noches, con la única ayuda de un lisiado como está ahora Sajjad…?

—¿Y qué hacemos con Sajjad? —replicó Galib con evidente menos fuerza.

—No podemos llevarlo con nosotros, pero creo que se puede cuidar solo.

—Sajjad no dar problema… mejor su pierna —apoyó el pobre viejo.

—¿Y cómo conseguiremos que no se den cuenta de que eres cristiano?

—Llamadme con otro nombre. Me vestiré como vosotros. No le veo el problema.

—Si nos descubren nos matarán. Ese viaje no resultará ningún paseo.

—Si Fátima va a ir —dijo Benazir—, no veo mayor problema en que vayamos todos. Diego tiene razón, no es más peligroso ir que quedarse.

—Es muy arriesgado, Benazir, y tú lo sabes. Vivimos tiempos muy revueltos. Me preocupa sobre todo entrar en Sevilla. ¿Quién no te conoce allí?

—Diego puede ir a Sevilla con Kabirma. Nosotros podríamos esperarles en otro sitio, lejos de ella…

Galib se pasó los tres días siguientes más agrio de lo normal y sin apenas hablar, como si todavía no hubiera tomado una u otra decisión. Pero a la siguiente mañana, Benazir le encontró colocando sobre una manta algo de ropa y en un maletín su material de cirugía.

—¿Entonces? —le preguntó su mujer.

—Prepárate, iré a hablar con un amigo que me debe un favor para que venga a ver a Sajjad alguna vez. Avisa también a Diego, nos vamos. En cuanto tengáis todo listo, saldremos a buscar a Kabirma. Nos espera. Horas más tarde, una vez juntos, tomaron camino hacia el oeste y luego al sur. Habían descartado seguir la ruta que unía Toledo y Córdoba, la que todo el mundo usaba. La suya les llevaría dos días más, pero apenas se encontraba transitada, cuando no vacía. Discurría alejada de castillos y fortalezas, tanto árabes como cristianas, y era la que siempre usaba Kabirma para transportar sus compras.

El jerezano poseía un preciado salvoconducto firmado por el propio visir, que le daba amplia libertad para transitar y comerciar en al-Ándalus. Sin embargo, aquel papel no les convertiría en invulnerables, sobre todo durante las primeras cuatro jornadas de viaje, antes y después de atravesar la frontera. Allí, la tensión bélica era mayor, dadas las numerosas razias que se producían entre uno y otro bando. En total calculaban una quincena de días hasta llegar a las marismas, siempre que no se detuvieran demasiado en Sevilla. Diego prometió perder poco tiempo en ella, aunque tratase de descubrir el paradero de sus hermanas.

Todos llevaban un caballo de refresco con los enseres y el avituallamiento necesario para no necesitar nada durante la ruta. Fátima montaba a su bello Asmerión, un semental árabe de capa casi por entera blanca y de crines tan largas que le alcanzaban los corvejones. Su esbelto y pequeño cuerpo parecía perderse en el enorme lomo del animal.

A pocas leguas de Toledo, camino de Pulgar, se cruzaron con una docena de caballeros calatravos y sus escuderos. Venían de regreso de una incursión en tierra enemiga, de un lugar cercano a por donde ellos iban a pasar. Según les aseguraron, la zona estaba bastante tranquila.

Aquella primera noche, acamparon a orillas de un arroyo y encendieron un fuego. Poco después de cenar se durmieron sin apenas hablar, doloridos y agotados por las muchas horas recorridas sobre las duras monturas. Al día siguiente les esperaba una larga jornada hasta alcanzar la zona más peligrosa del viaje, la frontera.

Levantaron muy temprano el campamento y se encaminaron decididos hacia el sur. A mediodía hicieron parada a orillas de un pequeño río, donde Kabirma les explicó las siguientes escalas.

—Durante los próximos días viajaremos a lo largo de una larga cañada, usada desde tiempos remotos por muchos pastores que buscaban en el verano los pastos frescos del norte y en invierno los del sur.

Kabirma la conocía bien, pues él la usaba transportando caballos en tiempos de prohibición. Aquella vía, entre lomas bajas y puertos montañosos, valles, veredas y colinas, discurría aislada de poblaciones importantes y tan sólo tenía como única compañía zorzales, grajillas y numerosos buitres. Era el camino perfecto para pasar desapercibidos, al menos hasta la sierra norte de Sevilla. A partir de entonces tendrían que tener más cuidado, pues aquéllas eran rutas más transitadas.

Casi agotada la tarde y cerca ya de la frontera, bordearon una pequeña población llamada Alcoba y ascendieron después a una serranía desde la cual se divisaba un estrecho valle y, al fondo, el río Guadiana. Cuando por fin alcanzaron sus riberas, la oscuridad lo envolvía todo, por lo que decidieron detenerse en sus cercanías para cruzarlo a la mañana siguiente.

—Encender un fuego nos delataría —Kabirma frenó las intenciones a Galib—, mejor comeremos algo frío.

La tensión se notaba en el ambiente. Todos sabían que aquél era uno de los momentos más peligrosos del viaje e intentaban no transmitírselo a sus compañeros, pero era evidente que se sentían algo nerviosos.

El jerezano eligió para acampar un estrecho claro entre una veintena de centenarios abedules. Mientras Benazir preparaba algo para la cena, Diego y Fátima se acercaron al río con los caballos para hacerles beber.

Descendieron por una rampa bastante pronunciada hasta una generosa explanada en un recodo del cauce, con abundante pasto y fácil acceso a la orilla. Los dejaron sueltos y se sentaron sobre un tronco mientras observaban sus movimientos.

—Parece que tu yegua y Asmerión empiezan a ser algo más que amigos. —El semental olfateaba interesado a Sabba sin que ella demostrase rechazo.

Fátima se soltó la coleta dejando que su melena le cayera por los hombros con coquetería. Notaba que Diego estaba muy rígido. Miraba hacia todas partes por si alguien estuviera espiándoles. La chica intentó rebajar la tensión y retomó la conversación que hacía unos meses habían mantenido.

—¿Te has enamorado alguna vez?

Diego tragó saliva y suspiró inquieto sin darle ninguna respuesta. Se sentía torpe para expresar sus sentimientos y confuso para diferenciarlos. Amor, atracción, no sabía lo que sentía. Salvo Fátima y Benazir, las únicas referencias femeninas en su vida habían sido sus hermanas, y con ellas nunca había hablado de ninguno de esos asuntos. La miró de refilón y sintió una sensación de vértigo, como si le tratase de empujar a un mundo desconocido y lleno de incertidumbres.

Ella no se dio cuenta de que Diego no se sentía a gusto tratando esos temas y pensó que simplemente estaba incómodo por el peligro del que Kabirma y Galib les habían advertido.

—No sé si has sentido alguna vez el amor de verdad. Pero… el de verdad —insistió—. ¿Sabes a qué me refiero?

Fátima lo padecía desde hacía unas semanas. Desde aquella fugaz visita en sus establos, su sola presencia, o el mismo eco de su voz, hacía que se despertaran sentimientos que ni ella misma sabía que podía experimentar. Las últimas noches, incluso se había llegado a dormir imaginándose entre sus brazos.

—Creo que sí —contestó el joven.

Ella imaginaba que Diego no compartía sus sentimientos y posiblemente todavía estaba embelesado por la madurez y belleza de Benazir. De hecho, le había sorprendido más de una vez mirándola de soslayo. Fátima deseaba atraerle, pero todavía no sabía cómo. Lo había intentado durante el viaje varias veces, pero él, por un motivo u otro, sin llegar a rechazarla, no parecía demostrar interés alguno.

—¡Bañémonos en el río! —Se levantó y tiró de él para que la siguiera hasta la orilla. Antes de que Diego pudiera reaccionar, se quitó el corpiño y la falda y se lanzó al agua con las enaguas que la cubrían. Desde el río, asomó la cabeza y le miró entre risas.

—¿A qué esperas? —Le salpicó divertida—. ¡Está buenísima!

Diego se sintió presionado, olvidó la atención que debían tener y se desvistió con más prisa que dicha. Se lanzó al agua, pero no encontró que estuviera tan agradable como su compañera le había dicho.

Al llegar hasta Fátima, ella le volvió a engañar diciéndole que tuviese cuidado de no tropezar con una gran piedra del fondo. Diego intentaba caminar despacio para no caerse. Cuando llegó a su lado, ella le hundió la cabeza y se alejó chapoteando.

Diego se lanzó a por su amiga y consiguió cogerla por el tobillo. Se resistía y pataleaba, pero al final logró sujetarla y devolverle la aguadilla. Al sacar la cabeza, un destello metálico procedente de unos arbustos la puso en alerta. Le tapó la boca a Diego y señaló lo que estaba viendo. Él se volvió a mirar hacia aquel punto. Unas ramas de retama se movieron. Lo que lo originase se encontraba a cuatro o cinco varas de donde habían dejado la ropa. Podía ser un animal o tratarse de un hombre. No se veía con suficiente claridad. Con el único sonido del cauce de fondo, Fátima, cada vez más asustada, se pegó al cuerpo de Diego buscando su protección. Sin casi respirar, siguieron el rastro de aquellos movimientos a través de la espesura, hasta que averiguaron quién los producía. Un soldado pon turbante, espada en mano y coraza de cuero, apareció en la explanada. Se acercó a los caballos y escudriñó después los alrededores en busca de sus propietarios. Por fortuna para ellos, no se le ocurrió mirar hacia el rio, aunque le hubiera costado localizarlos, pues tan sólo asomaban los ojos y la nariz. Comprobaron que estaba solo y esperaron sin moverse para ver qué pretendía hacer.

—Si nos ve nos matará. —Entre burbujas y voz queda, Fátima le transmitió su miedo.

Diego le tapó la boca y se abrazó aún más a ella. Sus cuerpos quedaron unidos por completo.

Cuando el soldado parecía empezar a relajarse, unas voces procedentes del interior del bosque le pusieron en alerta. Ocultó el rostro con su propio turbante, sacó una espada y tomó dirección hacia el lugar donde estaban Galib, Benazir y Kabirma.

—Tenemos que hacer algo —le susurró de nuevo Fátima.

—Observemos antes qué hace…

El sarraceno ascendió con precaución hasta llegar a un llano limitado al norte por un bosque cerrado. Agudizó el oído y volvió a escuchar las voces. Sus músculos se pusieron en tensión cuando comprobó que se trataba de cristianos. Inspeccionó el terreno hasta la linde de los primeros árboles y decidió ir por una zona de hierba donde se verían amortiguadas sus pisadas.

Haciendo uso de sus cinco sentidos, se adentró entre los árboles hasta llegar a los bordes de un pequeño claro; allí descubrió a dos hombres sentados de espaldas a él, y a una mujer. Guardó su espada y se agachó. Sacó una daga y reptó hasta quedarse a menos de veinte palmos de la nuca de Galib.