XVI

Sabba estaba en peligro.

Diego se despertó sabiéndolo. Le llamaba.

Corrió a toda velocidad por las oscuras calles de Toledo hacia la casa de Galib. En su afán por llegar antes, atajó por el barrio de la Alcaicería, el de más lujosos comercios, lo que resultó una desacertada decisión. No era un ladrón, pero debió de parecerlo a los ojos de sus vigilantes cuando le vieron pasar sin detenerse, a pesar de que le dieron el alto varias veces. Se lanzaron tras él aunque no pudieron darle caza, Diego perdió pie y al resbalar se dio un buen golpe en la cabeza. Sin perder tiempo se levantó con agilidad, llenó sus pulmones de aire y aún imprimió más velocidad a sus piernas.

Dos calles antes de alcanzar el callejón que daba entrada a la casa de Galib, notó el olor. En algún lugar cercano se estaba produciendo un incendio, y se temió dónde. Apretó los dientes y ganó las últimas varas de distancia en una exhalación. A punto de llegar, se chocó con dos hombres que corrían en dirección contraria. En sus miradas descubrió odio, huían, y entonces vio el fuego. Las llamas habían alcanzado las cuadras de Galib, pero no la casa. Llamó con todas sus fuerzas a la puerta y como no obtuvo respuesta, la saltó por encima y corrió hacia las cuadras gritando para despertar a todos.

Derrumbó con el hombro el portón de los establos y al entrar le abofeteó una llamarada de calor. Tapándose la cara con el brazo, decidió entrar. Oyó primero los nerviosos relinchos de Sabba y de otros dos caballos más, pero no oyó a Sajjad. Le buscó entre el espeso humo que salía por entre los pesebres, próximos a su estrecha alcoba, pero allí tampoco le encontró. Las llamas empezaron a lamer una gran pila de paja que le separaba de aquel lugar. Sin perder tiempo, agarró una vieja manta y se la echó a la cabeza. Cruzó la cortina de fuego sin respirar y abrió de una patada la puerta. Sajjad se despertó y le miró todavía adormilado.

—Sal de ahí. Rápido. ¡Se quema el establo! Hay que sacar cuanto antes a los animales.

—Sajjad no dormir… Sajjad ayuda. Correr.

Atravesaron de nuevo el fuego enfundados en la capa, separándose a continuación para rescatar a las bestias. Diego corrió a por Sabba. La encontró arrinconada, con ojos de pánico. Una viga del techo se quemaba a escasos palmos de ella. De tanto tirar de la cuerda para soltarse, su cuello sangraba. La pobre sudaba aterrorizada. Se miraron. Sabba bufó de espanto, aunque se sintió mejor al ver a su amo.

—Aguanta… Ya estoy contigo.

Ella soltó un largo relincho.

Diego tiró la capa sobre la madera en llamas y corrió a desatarla de la pared. Una vez libre, Sabba miró hacia la salida, pero una enorme columna de fuego empezó a subir por las paredes taponando la luz. Sus músculos se tensaron, ensanchó sus ollares y buscó una salida. Parecía decidida a salir de aquel infierno empujada por su instinto de supervivencia, pero sin arrancarse del todo, se detenía y miraba a Diego, como si quisiera saber antes qué haría su dueño. Tratándose de un animal, aquella reacción sólo podía ser vista como absurda, dado el peligro que corrían, pero Diego entendió con emoción sus motivos. Debían huir, era urgente, pero a pesar de ello se quedaron un momento parados observándose. Diego entendió que Sabba estaba pensando. Ella le señaló su propio lomo con la cabeza y él se subió a ella de un salto. Como un explosivo resorte, sus patas traseras les sacaron de aquel horno a través del fuego hasta alcanzar el patio.

Allí estaban Galib y Benazir, desesperados, sin parar de moverse de un lado a otro. También estaba Sajjad con los otros animales, algunos con fuertes quemaduras, histéricos. Todos ellos se relajaron al verle aparecer montado sobre Sabba, todavía con fuego en sus crines. Diego las apagó con sus propias manos y luego se abrazó a su cuello emocionado, acariciándole con ternura. Diego lloraba de alegría.

Galib corrió hacia ellos, al igual que Benazir, y ambos lo pudieron ver con asombro, Sabba también lloraba.

Sin mayor dilación, intentaron apagar el fuego, pero era imposible. Las llamas avanzaban y engullían las caballerizas sin que nadie pudiera hacer más que poner a salvo a los animales.

Galib sabía que era inútil que intentaran detener aquel incendio y sólo le pedía a Allah que no alcanzara la casa. Cuando se dieron cuenta de que era imposible actuar contra su furia devoradora, Galib pidió a todos que echaran agua sobre la fachada de la vivienda para que el fuego no la atacase. Si las dos construcciones hubieran estado más cerca, de nada hubiera servido el esfuerzo que ponían, pero por suerte, entre la casa y las caballerizas había un espacio que ejerció de cortafuegos e impidió que las llamas continuaran su camino.

A mitad de la noche, Galib, Benazir, Sajjad y Diego observaban impotentes cómo aquel pavoroso incendio terminaba de devorar los últimos restos de las cuadras. Y allí, exhaustos, agotados y anonadados, contemplaban sus efectos sin poder hacer otra cosa que pensar en lo que habían perdido.

—Han sido tantos años de trabajo… —se lamentaba Galib—. Desde mi llegada a Toledo lo he puesto todo para conseguir levantar estas cuadras y hacerme un nombre.

—¿Por qué…? —Benazir se abrazaba a su marido. Quería consolarle, pero no sabía cómo. Ella también se sentía derrotada.

Diego recordó a los dos hombres con los que se había cruzado, y lo comentó sin poder dar ningún otro detalle que les pusiera en pista sobre sus identidades o intenciones.

—¿Qué les habremos hecho para terminar así…? —preguntaba Benazir con impotencia—. Primero nos atacan por las calles, después nos queman nuestras posesiones. Galib, ¿no crees que tal vez deberíamos marcharnos?…

Él la miró, y luego a sus ayudantes, bajó la cabeza y se dirigió hacia las ruinas de lo que hasta ese momento habían sido sus caballerizas.

Diego le dejó solo y fue a ver cómo estaban los caballos que habían sobrevivido al fuego. Algunos bramaban de dolor, dadas las severas quemaduras que presentaban. Alarmado por su estado, supo que tenía que actuar con rapidez. Hubiera preferido que Galib le ayudara, pero le vio demasiado desolado.

Mientras trataba de hacerse con ellos, desesperado por sus lentos resultados y al ver que no podía tratar a todos convenientemente, decidió pedirle ayuda. Lo encontró llorando en medio de la zona abrasada.

—Galib, si no nos damos prisa, otros caballos morirán… —Su maestro no contestó nada. Diego se acercó más a él y le pasó la mano por la espalda—. Saldremos de ésta… Nos vamos a recuperar. Podéis contar conmigo.

Con ojos enfebrecidos, el hombre miró a Diego. Vio serenidad en su rostro y se emocionó más aún. Allah había querido que aquel muchacho estuviera a su lado y se lo agradecía cada noche en sus oraciones. Se había ganado su puesto y ahora también se estaba haciendo un hueco en su corazón.

Galib se levantó del suelo, buscó apoyo en Diego y caminó hacia donde estaban los animales. Al verles estuvo de acuerdo. Había que actuar con rapidez para salvarlos a todos.

Dejó a Diego tranquilizando a una yegua furiosa y él fue a buscar un ungüento para quemaduras que tenía preparado. Una mezcla de aceites de membrillero y azucenas con extracto de corteza de almendro. Por suerte, lo localizó pronto y de inmediato se pusieron a cubrir aquellas llagas de peor aspecto con aquel engrudo, que, aparte de proteger el tejido abierto, empezó a aliviarles casi de inmediato.

Las consecuencias del incendio fueron nefastas. La totalidad de las cuadras quedaron convertidas en cenizas y con ellas el fruto de años de trabajo. Además habían muerto ocho caballos, de los cuales cinco no eran suyos, sólo estaban allí para recibir tratamiento.

Durante días se vio a Galib vagando entre las ruinas del establo atormentado por el desastre, sin imaginar quién podía haberle deseado aquel enorme perjuicio. En su fuero interno quería que no hubiera sido un incendio provocado, pero sabía que muchas personas les odiaban por el solo hecho de ser musulmanes.

Galib podría haber pedido justicia, podría haber buscado a los culpables si es que los había, pero no quiso molestar a nadie, y como siempre, prefirió refugiarse en el trabajo y salir adelante.

Al problema de haberse quedado sin establos, se le sumó otro casi peor; la enorme deuda, que sin remedio había contraída con los dueños de aquellos animales muertos, empezó a parecerle angustiosa. Eran más de mil quinientos sueldos lo que debía, y no disponía de esa cantidad de ningún modo. Buscó crédito en la aljama judía, pero lo que obtuvo no le llegaba para pagar ni la mitad.

Nada más saber lo que había sucedido, Kabirma acudió a verle.

—¡No es justo lo que os han hecho! —El tratante contempló aquel escenario de destrucción mientras pisaba las cenizas de lo que quedaba de establo.

Junto a Diego ayudaron a Galib a buscar herramientas, hebillas, hierros, o cualquier cosa que pudiera ser útil. El fuerte olor a quemado no había desaparecido todavía y sólo quedaba en pie el horno y los dos yunques para la forja.

Kabirma, sin necesidad de que su amigo le diera muchos detalles, dedujo las serias dificultades económicas por las que atravesaba Galib, pero se sentía incapaz de responder al pago de los caballos muertos, y menos aún de levantar a la vez unas cuadras nuevas. Las iba a necesitar para ejercer su oficio y le costarían una fortuna. En aquella situación, Kabirma pensó de nuevo en su anhelado viaje.

—¿Qué mejor oportunidad que hacernos con unos cuantos animales de las marismas…? Podríais así saldar con mejores caballos a vuestros clientes, y de aquellos que yo me traiga, y consiga vender, os daría la mitad de mis ganancias. —Galib torció el gesto. Seguía considerando aquel plan demasiado complicado. A pesar de tener razón, no terminaba de verlo factible.

—Mi situación actual es crítica, Galib. Llevo semanas sin vender nada, dado que los caballos árabes eran mi reclamo para atraer clientes que luego compraban otro tipo de animales. Ahora, sin ellos, estoy perdiendo mi prestigio y la gente ya ha empezado a hablar… De no hacer nada, puede que tenga que cerrar incluso el puesto en el Zocodover; no alcanzo a pagar su renta.

Galib le escuchó con respeto y entendió su situación, pero aun así no terminaba de estar convencido. Le faltaban fuerzas, le faltaban ganas, todo le daba miedo: quedarse y no poder salir adelante, marcharse y dejar a su mujer sola, que le pudieran reconocer en el camino y lo detuvieran… Cuando despidió a Kabirma, le manifestó sus temores, aunque esta vez no le dio una negativa cerrada.

Pocos días después, mientras Diego revisaba la evolución de los caballos más afectados, vio la desesperación de Galib y no pudo evitar revivir su propio drama en la posada.

Habían transcurrido casi tres años desde entonces y, aparte de sus propias circunstancias, él también había cambiado. Su cuerpo había dejado atrás la adolescencia y su mente se había abierto al conocimiento, a la ciencia y, sobre todo, a la pasión por el más hermoso de los oficios, el de albéitar.

También había aprendido a amar una cultura que no era la suya y que en un tiempo maldijo y odió. Ahora en los musulmanes veía valores y principios tan amables como los de su propia religión. De aquel rechazo visceral que caracterizó los comienzos de su relación con Galib, había ido creciendo en él una cierta comprensión que terminó en un respeto sincero. De la mano de Benazir y de su maestro había aprendido a distinguir entre la bondad de sus creencias y la intolerancia de la doctrina almohade.

Galib le había enseñado a reconocer y a tratar las enfermedades más comunes del caballo, y le había inculcado la disciplina de comentar y discutir todo aquello que leía. Ya no le suponía ningún esfuerzo el árabe e incluso memorizaba lo que leía sin necesidad de traducirlo. Entre ellos hablaban siempre en aquella lengua, y con Sajjad también terminó haciéndolo.

Poco antes del incendio experimentó una gran satisfacción cuando terminó de pagar a Sabba. Aquello no sólo suponía saldar una deuda con su maestro, también lo era hacia ella, en pago a su permanente lealtad.

A lo largo de ese tiempo había llegado a conocer bastante bien a Galib. Al principio le deslumbraron sus conocimientos, pero ahora le admiraba más por su honestidad profesional y humana. Jamás le había visto disfrazar la adversidad, y cuando había algo que no sabía, tampoco lo ocultaba. Algo que le caracterizaba era la permanente ansia por aprenderlo todo, por saber cada día más. La constancia en el trabajo, un respeto casi sagrado hacia sus clientes, su invariable capacidad de asombro y una inagotable curiosidad eran tan sólo algunas de sus muchas virtudes que Diego deseaba para sí.

Galib le insistía y animaba a explotar sus habilidades, su excepcional capacidad para analizar y predecir el comportamiento animal, pues según le decía todo aquello le ayudaría en sus diagnósticos. Diego era tremendamente intuitivo, y poseía también una gran habilidad manual. Galib le recriminaba su impaciencia en concluir los diagnósticos sin contar con toda la información y le decía que si conseguía superar aquel defecto, podría ser nombrado albéitar antes de agotar los seis años comunes a todo aprendiz.

Diego, albéitar. ¿Sería algún día realidad?

Los días que siguieron al desastre, Diego vio en Galib una transformación. Apareció una extraña acidez en su carácter, a pesar de querer dar a todos una imagen de normalidad. Pensó que su aparente buen humor podía ser sólo una cortina de humo que tendía sobre el resto de sus problemas.

Al igual que Kabirma, Diego pensaba que la mejor solución a todos los males que le acuciaban era emprender aquel viaje a las marismas. A su regreso, podría saldar todas sus deudas e iniciar casi una nueva vida.

Cada vez que Diego lo planteaba, sin embargo, Galib miraba hacia otro sitio y pensaba en soluciones más sencillas que pudieran sacarles de aquella situación.