XV

Aun cuando se marchaba, su perfume seguía presente en la habitación durante horas.

Diego se olió las manos y allí estaba ella. Probó con las sábanas y también la reconoció. Benazir jamás abandonaba aquella habitación.

Llevaba cuatro días acogido en casa de Galib, forzado a permanecer en ella hasta que sus heridas hubieran curado por completo. Él se encontraba bien, pero la última palabra la tenía el médico y aún no había dado su aprobación.

Al principio había puesto un tropel de objeciones para no permanecer en esa casa, pero pronto se dio cuenta de que aquello le iba a permitir estar cerca de Benazir cada día, y dejó de protestar.

Ella se pasaba las horas a su lado, cosiendo, leyéndole poesía y sobre todo hablando de sus cosas. Le dio pistas suficientes para entender su pasado y, con sus historias, se vio transportado a la vieja Persia. A medida que pasaban los días, las conversaciones se fueron volviendo más íntimas y Benazir empezó a compartir también alguno de sus sueños y sensaciones.

En aquel clima de confianza, Diego se interesó por aspectos más íntimos de su personalidad y pronto afloraron sus dudas, y los primeros atisbos de estar viviendo una relación deteriorada.

A veces se sentaba en la cama, cerca de él, para curarle las heridas, y entonces Diego creía morir. Aquello se convertía en todo un ritual cargado de sensualidad. Primero de espaldas, le retiraba la venda del día anterior y le limpiaba la herida con un paño empapado en agua templada, muy despacio, con mimo, lavándole después el contorno de la misma. Su otra mano quedaba casi siempre apoyada sobre un hombro, o en diferentes lugares de su espalda. Diego se concentraba para recibir aquel tenue calor de su piel, el suave roce. Luego, le pedía que se diera la vuelta para revisar el corte del cuello. Era entonces cuando más cerca la tenía de él. Se fijaba en sus ojos, en su sensual boca y en la tersura de sus mejillas. Cuando ella trataba de eliminar pequeños restos de sangre o exudado seco, su melena se precipitaba libre sobre él, rozándole el pecho, la cara.

Diego la sentía a veces tan cerca que tenía que aferrarse a las sábanas con las manos, casi atarse a ellas, para que no fueran detrás de aquella mujer.

Por las tardes, a la luz de las candelas, Benazir disfrutaba recitándole algún poema de origen árabe. Y aquél era otro de aquellos momentos de especial emotividad. Diego cerraba los ojos y se concentraba en recibir en su interior el suave susurro de sus palabras, la cadencia de su tono, las pausas, la respiración contenida; Diego absorbía cada mínimo detalle que brotaba de aquella mujer en una suma de felicidad y goce.

Una de aquellas tardes, Diego se animó a salir de su dormitorio para estirar las entumecidas piernas. Se sentía impaciente por no poder reiniciar ya su vida normal y tomó la decisión de forzar su alta en cuanto viese al médico al día siguiente.

No vio a nadie, sólo escuchaba sus propios pasos. Pensó que los sirvientes debían de estar ya descansando abajo, y tan sólo vio luz en el dormitorio de Galib. Entre el suyo y el de su maestro mediaba una galería vidriada que daba a un estrecho patio de luces. Al recorrerla, observó que la puerta de aquellos aposentos se encontraba abierta y vio a Benazir dentro, junto a Galib. La incipiente oscuridad que le rodeaba hacía que nadie pudiera darse cuenta de que estaba allí. Sintió curiosidad y se quedó quieto, observando.

Benazir llevaba puesta una camisola blanca de dormir, muy ligera. Acababa de darle un paquete bien envuelto a Galib. Éste se concentró en abrirlo y sacó emocionado el ejemplar recogido en el taller del traductor. Con tanto revuelo en la casa, no había tenido tiempo de entregárselo antes. Le oyó decir gracias y de pronto se abrazó a ella.

Mientras recibía sus besos, Benazir se soltó el cordón que sujetaba su vestido al cuello y la mitad de su cuerpo quedó al descubierto. Al ver su espalda desnuda, sintió un escalofrío de emoción, una ansiedad extraña, un gran calor interior. Y en ese momento deseó ser Galib, recibirla entre sus brazos, desnudarla por completo, probar el sabor de su piel.

Sin embargo, su maestro no pareció darse cuenta de las apasionadas intenciones de su mujer y se separó de ella para examinar el libro. Lo abrió y empezó a pasar páginas aislándose de todo. Benazir le volvió la espalda decepcionada y caminó hacia la puerta con medio cuerpo desnudo. Y entonces vio a Diego. Al instante se tapó como primera reacción, pero casi a la vez soltó de sus manos la tela que le cubría y el tejido cayó al suelo. Diego se sintió conmocionado, sin saber qué hacer. Dudaba entre dejar de mirarla, salir de allí, o ir hacia ella…

Se cruzaron sus miradas y él leyó frustración en sus ojos, creyó ver también dolor, aquel que le provocaba el desdén de su marido. Sin embargo, él sí la deseaba…

Tragó saliva y le supo amarga. No estaba bien lo que hacía. Aquello era como si les robase una intimidad que no le pertenecía. Por eso se dio media vuelta y salió corriendo de la galería. Necesitaba respirar, recibir un poco de aire fresco y meditar sobre lo que acababa de ver.

Buscó a Sabba en los establos y sin ensillarla la montó para buscar el exterior de aquella casa. Le dolía todo el cuerpo, pero su sufrimiento iba más allá de lo físico.

Atravesó las calles de Toledo desconcertado. Todavía sentía palpitaciones en su corazón y seguía viéndola frente a él, tan hermosa…

Sabba, he de hacer algo… esa mujer me tiene hechizado. Llévame a nuestra casa. No puedo seguir aquí.

La yegua echó hacia atrás la cabeza acariciándole con sus crines, y relinchó con un coro de tonos suaves, como si intentase serenarle a través de sus cálidos sonidos. Diego se abrazó a ella sin dirigirla, y cerró los ojos, pensativo y ajeno al camino que había tomado.

Para su sorpresa, Sabba no le llevó a su casa, sino a las afueras de Toledo, a otro lugar que le resultó familiar, al hogar de Fátima. El animal paró cerca de su puerta y relinchó. El joven escuchó campanas y contó hasta diez. Necesitaba hablar con alguien y Fátima era mujer, tenía su edad y le podría comprender. Felicitó a Sabba por su decisión y descabalgó.

—¿Pero qué dices? ¿Ésa no es la mujer de tu maestro? —Fátima estaba asombrada de lo que acababa de escuchar.

—Lo sé… es absurdo.

—No sólo eso, como él se entere, te juegas tu trabajo y un prometedor futuro.

Diego le pegó una patada a una piedra dentro del granero de Kabirma, donde habían ido a hablar lejos de oídos indiscretos.

—Tu relación con Galib requiere confianza y lealtad. No quiero imaginar qué puede pasar si no llegas a controlarte. Además, esa mujer es mucho mayor que tú… no sé…

—Pero es tan hermosa… Tienes toda la razón, Fátima, pero me siento enloquecer cuando la veo. Posee algo a su alrededor que termina atrayéndome de un modo salvaje, hasta no poder soportarlo más… ¿Me entiendes? ¿Crees que es normal lo que me está pasando?

Fátima le observó. Había pasado algo más de un año, pero ya no era el muchacho que un día encontró desvalido en mitad del mercado. Su cuerpo robusto, sus manos endurecidas, su pelo, su mirada cada día más cálida, su rostro…

—Puede ser que confundas sus intenciones…

—Ya no lo creo, ya no… —La recordó frente a él, desnuda.

—Piénsalo, se siente atractiva y deseada por ti, y puede hacer cosas que realmente no quiere hacer. A mí me ocurre. Cuando veo a un hombre que me atrae, para conseguir su atención puedo actuar de una forma que más tarde me parece absurda. Pero no en ese momento, no sé, es como si una fuerza natural te arrastrase a demostrar todo tu poder seductor, descuidando incluso otras razones, como pudo pasarle a Benazir contigo.

—Me justificas lo sucedido como si todo se debiese a la influencia de los instintos, y yo también los tengo, créeme.

—No, no es sólo eso. Tal vez esa mujer esté atravesando un momento difícil en su relación con Galib, se sienta desairada y haya visto en ti lo contrario. Me acabas de decir que a su lado te sientes casi morir, ella lo sabe, no pienses que no se da cuenta… Ya ha visto el poder de atracción que ejerce sobre ti, y si en otras circunstancias lo hubiese evitado, ahora tal vez lo necesite y por eso te ha abierto una puerta.

—Me he de ir de esa casa antes de que la tentación me venza y termine abriendo esa puerta…

—Te entiendo, Diego, pero no creo que sea justo para ti. Aún no has aprendido lo suficiente con Galib, no malgastes esa oportunidad. Sé valiente, resiste a la tentación, evítala… Sé que puedes lograrlo. Hay otras muchas mujeres en Toledo y sobre todo más jóvenes…

Diego se frotó los ojos con energía para borrar todo recuerdo de lo sucedido en aquella galería.

—Eres fuerte e inteligente. Debes afrontar esta situación. No tienes ninguna excusa para faltarle al respeto a tu maestro. La consideración que Galib tiene sobre ti escapa de la habitual entre un maestro y su discípulo. Él te quiere, te ve como si fueses casi su hijo… Has de tenerlo en cuenta.

Diego y Fátima habían elevado el tono de su conversación. Se habían alejado de la casa para poder hablar sin miedo, pero de repente Fátima oyó un sonido, alguien merodeaba cerca del granero.

Le tapó la boca a Diego y se ocultaron en un rincón. Esperaron en silencio unos segundos.

Diego se apoyó sobre un montón de paja y se contrajo derrotado por la verdad de las palabras de Fátima y el peso de su culpa.

Fátima le miró con pena y se arrimó a él para darle ánimos. Entre susurros le transmitió su confianza y todo el apoyo que necesitase. La muchacha se abrazó a él para insuflarle toda la fuerza de la que era capaz; entonces sintió la ternura de Diego, su calidez, sintió el latido de su corazón y la fuerza de su cuerpo. Se separó de él y fijó la mirada sobre los labios de su amigo. Así estuvieron unos segundos eternos. Diego se sintió incómodo con aquel silencio.

—Tal vez debería irme, Fátima… Es un poco tarde.