La belleza nunca debía ser ocultada.
Eso pensó Diego cuando encontró a Benazir con un niqab que le tapaba el rostro. Aunque apenas le veía los ojos a través de aquella estrecha rendija, al observarla, pensó que hasta así era hermosa y que el color negro le favorecía. Benazir y Diego caminaban por las callejuelas del centro de Toledo. Ella le había pedido que la acompañara hasta el taller de un afamado traductor donde tenía que recoger un libro para Galib.
Gerardo de Cremona, su propietario, acababa de hacerse con la biblioteca de un poderoso judío fallecido, y en cuanto vio aquel tratado de botánica, pensó de inmediato en el albéitar.
—¿Os sentís incómodo a mi lado? —Benazir se dirigió a Diego.
—No os entiendo.
—Un cristiano y una musulmana juntos. Ya veréis como alguno habrá que piense mal. Galib no quería que saliéramos juntos, pero no creo que pase nada.
Su marido le tenía prohibido salir a la calle sin su compañía o la de Sajjad. Pero aquella tarde, como ninguno podía hacerlo, le convenció para que le dejara ir con su ayudante.
—Que piensen… yo no le veo nada raro —le contestó Diego.
Benazir le miró de soslayo sin hablar. A veces no sabía cómo debía comportarse con aquel muchacho. En realidad, no sabía cómo debía comportarse con nadie.
Desde su llegada a Toledo tenía el convencimiento de que todo le había ido a peor, o casi todo. Se sentía muy defraudada. Vivía enjaulada en aquella casa sin apenas ver a nadie, convertida en una ciudadana de segunda dentro de una sociedad cristiana que la despreciaba, y hasta incluso la insultaba. Pero aún se sentía peor cuando recordaba los años transcurridos en Sevilla, como hija del embajador. Allí disfrutaba de una vida social excitante, repleta de fiestas y otras muchas diversiones, sabiéndose una de las mujeres más deseadas y atractivas de la capital almohade. Sin embargo, con su matrimonio se habían deshecho buena parte de sus expectativas y sueños, algunos truncados por completo.
Amaba a Galib, pero no como al principio. Cuando le conoció, era un hombre con prestigio, con clase, uno de los más importantes responsables dentro de la corte califal, y por tanto alguien respetado por todos. Ella se había enamorado del hombre, pero también de su posición. Y de aquello, ahora sólo le quedaba la mitad. En Sevilla, Benazir respiraba como mujer, en Toledo vivía asfixiada.
Por eso cuando apareció Diego algo empezó a cambiar en su interior. Aquel muchacho la necesitaba. A diario acudía a las clases de árabe como si fuera la tarea más importante de su día. Durante las lecciones, la escuchaba con tanta aplicación que le hacía sentirse admirada. Diego luchaba contra su desgracia y sin mirar atrás ponía su vitalidad y su ilusión a merced del aprendizaje. La inteligencia y la belleza interior de aquel joven maravillaban a Benazir y conseguían que sus días tuvieran un nuevo sentido.
Ella reconocía en Diego su mismo espíritu libre y una envidiable juventud. Pero también admiraba su sorprendente facilidad para aprender. En tan sólo cuatro meses de trabajo consiguió leer con bastante fluidez y participar en una conversación, incluso hasta se atrevía con algún poema. Pero lo más llamativo era su portentosa memoria. Diego era capaz de recordar un texto después de haberlo leído tan sólo una vez, por extenso que fuera. Benazir no salía de su asombro cada vez que lo hacía, y aun siendo esas virtudes destacables, el joven poseía otra de mayor alcance para su aprendizaje; era tenaz. Cuando se proponía algo, no cejaba hasta conseguirlo.
Durante los últimos meses vivía obsesionado con aquel viaje a las marismas. Desde la cena en casa de Kabirma, Diego preguntaba insistentemente a Galib si irían la primavera siguiente, pero Galib no quería ni hablar del tema. Era mucho el trabajo que tenía y demasiadas sus preocupaciones. Por más que le pesara, Diego tuvo que terminar aceptando la situación y seguir con sus labores diarias hasta que pudiesen emprenderlo más adelante.
—Vais muy callada. —Diego la miró de reojo.
Se disculpó con una sonrisa, pero siguió en silencio. Él trataba de olvidar la desagradable escena previa a su salida, en los establos.
—Sajjad siempre estar viendo. Sajjad no gustar lo que ve. Señora no vuestra… no vuestra.
—¡Calla y no hables así! Te oirá el señor. Sólo dices tonterías.
—Sajjad no tonto. Señora bella. No engañar a Sajjad.
Al parecer, el viejo mozo de cuadras se había nombrado guardián y protector de la virtud de Benazir, y aunque no andaba desacertado en sus impresiones, le ponían malo sus advertencias cada vez más frecuentes. Además, no entendía cómo se había dado cuenta, cuando él sólo la veía durante las clases y Sajjad tenía prohibido estar dentro de la casa.
Cuando entraron en el barrio cristiano de los francos, donde tenía su taller de traducción el de Cremona, comprobó algunos gestos de rechazo en muchos de los transeúntes, a medida que se cruzaban con ellos.
—Nos miran mal.
—No es por ti —le respondió Benazir—. Les disgusta mi atuendo. Hasta mi sola presencia les molesta. Muchos de esos a los que llamáis ultramontanos, oriundos del otro lado de los Pirineos, desearían una cruzada como las que se libraron en Jerusalén para así conseguir nuestra expulsión, cuando no exterminarnos a todos.
Al entrar en una callejuela, una fuerte ráfaga de viento les empujó dificultándoles andar. Diego observó a Benazir. El aire pegaba el vestido contra su cuerpo y dibujaba una hermosa figura de generosos contornos. Se sintió mal. Deseaba tanto recorrerlo con sus manos… y a la vez se odiaba por ello. No acertaba a expresar lo que le pasaba, pero sabía que no debía ni pensarlo. No estaba bien. Benazir era la mujer de su maestro y no podía devolverle su confianza con aquella traición. No quería, ¿o sí?
—Ahora eres tú el que está callado. ¿En qué piensas?
—En nada. Nada de importancia.
Pasaron al lado de una taberna donde un grupo de extranjeros conversaba a sus puertas. Uno de ellos se dirigió en su lengua al resto y debió de soltar una grosería de tal enjundia que los demás no pararon de reír señalando a Benazir. Diego hizo ademán de ir hacia ellos, pero la mujer se lo impidió.
—Déjales, no vale la pena —le habló en árabe.
—Os faltan al respeto —repuso también en su lengua, encolerizado, con una mirada desafiante—, y un hombre no puede permitir…
Benazir tiró de él y aceleró el paso con intención de alejarlo, orgullosa de su reacción. Tras girar en una esquina, tomaron un estrecho callejón donde se hallaba el taller del traductor. En medio de un muro recubierto de caléndulas y una enorme esparraguera, se ocultaba una robusta puerta. A su izquierda, un escudo de madera indicaba quién era su propietario.
Entraron tras llamar dos veces y no obtener respuesta alguna. Parecía una tienda, aunque un poco extraña, pues a pesar de poseer un largo mostrador, nadie lo atendía y tampoco había objetos en sus estanterías.
Esperaron un momento, pero allí no apareció ni un alma. Sólo había una puerta que parecía conducir al interior. Estaba medio entornada. Al empujarla rechinó de un modo exagerado y, sin embargo, tampoco atrajo el interés de sus propietarios. Benazir asomó la cabeza y se quedó asombrada de lo que vio. Le hizo un hueco a Diego.
—Entra y observa qué maravilla…
Se trataba de una sala rectangular no muy grande pero con un encanto especial. Una gruesa columna de luz caía desde un techo de fino alabastro, estampándose contra dos enormes mesas que la recorrían de lado a lado dejando en medio un estrecho pasillo. Sobre ellas reposaban, quietos, centenares de libros bellamente encuadernados en una hermosa estela de fino cordobán. Su cuidada y sinuosa escritura árabe, repujada en oro sobre sus portadas y lomos, resplandecía al reflejo del sol.
Al mirar con más detalle, Diego descubrió entre ellos, los textos de insignes autores musulmanes como Averroes o Abu Zakaría, a los que Galib citaba con frecuencia. Otros le resultaron desconocidos, como Aristóteles, Heraclio o Hipócrates.
Con un dedo recorrió sus lomos. Por respeto a su valioso contenido, no quiso tocar ni uno solo de aquellos manuscritos, pero los miró todos, uno a uno hasta llegar al final de la sala donde les esperaba una nueva puerta, ésta de roble y de hermosa talla. Al aproximarse oyeron una voz grave y áspera. Declamaba una larga frase en latín.
Benazir la abrió con decisión y entró en otra sala más pequeña. Allí dentro había tres hombres que de inmediato se volvieron con curiosidad.
—¿Alguno sois Gerardo de Cremona?
Uno de ellos, con abundante pelo canoso recogido en una coleta, piel curtida, ojos pequeños y profundos, dejó el libro que tenía en sus manos y le regaló una sonrisa.
—Así me llaman. Gerardo de Cremona, traductor. Uno de los muchos que hoy día trabajan en este oficio en Toledo.
Con él se encontraba un fraile de aspecto descuidado y un personaje de rostro seco, enfundado en un enorme turbante amarillo.
—¿En qué os podemos ayudar?
—Yo soy Benazir, la esposa del albéitar Galib, y él es su ayudante Diego.
El rostro del traductor se relajó y recordó el encargo.
—¡Ah!, el albéitar Galib. Bienvenidos. Pasad, por favor. Sentíos como en casa. Tengo preparado su encargo en otra estancia.
Gerardo de Cremona se dirigió hacia la puerta, que comunicaba con la habitación contigua, pero se dio cuenta de que no les había presentado a las personas que le acompañaban.
—¡Qué torpe soy!, disculpadme. Supongo que no conocéis a mis compañeros. Fray Benito, además de religioso calatravo, es un gran experto en lengua latina. No siempre trabaja con nosotros, tan sólo cuando su maestre le hace algún encargo. —El aludido se levantó y adoptó un gesto bonachón—. Ahora estamos con un tratado de Avicena, Cuestiones divinas. Lo traducimos del árabe al romance y luego lo pasaremos al latín.
—¿Qué razón hay para no hacerlo directamente al latín? —exclamó Diego, interesado por todo lo que veía y escuchaba en aquella estancia.
—El árabe es una lengua compleja. Sus vocales pueden sonar de forma diferente según como se entonen y su significado también cambia. En nuestro caso, Habimm ibn Dussuf —el aludido inclinó la cabeza y saludó al modo tradicional— es el responsable de leer el texto original. Cuenta con una doble ventaja, pues además de ser ésta su propia lengua, es un reconocido teólogo, por tanto, conoce bien la materia. Mientras él va leyendo el original, yo hago la traducción al romance, a vuestra lengua, y fray Benito lo traslada al latín y lo escribe.
El tal Habimm se dirigió hacia un rincón donde recogió una jarra de bronce y les ofreció una infusión.
—Aunque os parezca un proceso demasiado laborioso y largo —continuó Gerardo de Cremona—, en la práctica no lo es. Además, hoy día resulta más fácil encontrar quién sepa árabe y romance, o romance y latín. Pocos dominan el árabe y el latín a la vez. ¿Entendéis?
—¿Qué tipo de libros traducís? —Diego bebió un sorbo de aquella aromática infusión con sabor a miel y olor a sándalo.
—Depende del comprador. La Iglesia quiere tratados de pensamiento musulmán para conocer mejor contra qué se enfrenta. —Fray Benito asintió identificado por completo con esa misión—. Aun así, los libros de medicina y ciencia siguen siendo los más solicitados, tanto los escritos por los sabios griegos, como los procedentes de insignes médicos, filósofos y eruditos árabes.
Recogió un grueso volumen desde una estantería y lo acarició como si tuviese en sus manos un delicado tesoro. Diego leyó en la portada el nombre de Dioscórides.
—Vienen de toda Europa buscándolos —continuó el de Cremona—. El saber antiguo desapareció de Occidente cuando Roma perdió su imperio. Tan sólo se conservó en Bizancio. Muchos estudiosos árabes fueron recopilándolo para sus bibliotecas de Bagdad, Damasco o Egipto, donde se fue traduciendo. Algunos de aquellos tratados fueron copiados y recorrieron luego las más famosas bibliotecas de al-Ándalus, donde se estudiaron y se guardaron como auténticas joyas del saber. Pero hace unos setenta años, debido a la invasión almohade, muchos sabios judíos y árabes se vieron tan amenazados por su extremismo religioso y cultural que tuvieron que huir. Toledo era un destino ideal, por eso muchos se instalaron entre nosotros, y así se comenzó a crear lo que ahora algunos llaman la escuela de traductores; una ingente empresa de hombres ilustres dedicados a trasladar aquel saber antiguo del árabe al latín o al romance. El rey Alfonso de Castilla es el mayor promotor de esta empresa. Ha atraído hacia Toledo a muchos estudiosos que todavía huyen de la visión única de los almohades.
—¿Quién más os compra vuestro trabajo? —preguntó Diego, mientras ojeaba el libro que había tratado con tanto celo.
—Nuestros clientes vienen de las más variadas universidades y escuelas catedralicias, y pagan bien. Suelen buscar los trabajos filosóficos de autores árabes como últimamente Avicena, o de judíos como el cordobés Maimónides.
—En la anterior sala he visto una hermosa colección de libros y he sentido interés por uno en especial, aunque desconozco cuál puede ser su valor.
Galib le había hablado varias veces de aquel tratado de albeitería obra de un autor anónimo que constituía la primera referencia escrita sobre su oficio. Diego lo había encontrado en una de las mesas.
—Muchacho, siento decirte que tal vez estos libros estén demasiado lejos de tu alcance. Espero no ofenderte con ello, ¿entiendes?
Al instante, Benazir le lanzó un discreto pero significativo gesto. El traductor le entendió y reaccionó de inmediato invitándoles a pasar a verlos.
Se colocó en medio de aquellas dos mesas y recorrió con ambas manos todo su contenido.
—Aquí tenéis el conjunto de mi fondo. Son todos los libros traducidos por mi equipo, y algunos otros en sus idiomas originales. Cuando vendo uno, realizo una nueva copia sirviéndome de otro ejemplar idéntico que guardo en otra estancia. Pero, decidme, ¿en cuál habéis puesto interés?
Diego lo cogió entre sus manos con respeto. De repente se dio cuenta de que por mucho que le interesara, era posible que no lo pudiera pagar en toda su vida.
—Éste.
—Tratado de albeitería —leyó en voz alta su dueño—, un libro de autor desconocido, dicen que pudo escribirlo un castellano afincado en Córdoba. Excelente elección, joven. Se cree que es el primer compendio sobre enfermedades y remedios del caballo, muy propio para vuestro futuro oficio, cierto. —Lo abrió y de pronto cayó en algo—. Eso sí, lamento deciros que no lo tengo traducido.
—Él sabe árabe… —intervino Benazir.
—¿De verdad lo entiendes?
Diego lo abrió por una página y comenzó a traducir el primer párrafo. Gerardo de Cremona se situó detrás de él y comprobó que el muchacho acertaba en casi todo lo que leía.
—Realmente no tendrías mucho problema para leerlo.
—No creo que pueda pagarlo, pero ¿podría venir alguna tarde para consultarlo?
—Diego, permíteme que te lo regale —exclamó Benazir orgullosa por los progresos de su alumno. Verás como nos vendrá bien para nuestras clases.
—No sé si debo… —titubeó Diego.
—Está decidido. Me llevaré los dos libros, el de mi marido y este ejemplar.
Una vez en la calle, ella disfrutó comprobando su sonrisa. Se aferraba al libro como si fuese su propia alma, y su rostro reflejaba una alegría desbordante. Benazir caminaba a su lado satisfecha por lo que había hecho. Se sentía a gusto al lado de aquel joven lleno de nobleza, sencillez y talento.
Le miró de reojo y notó como él también lo hacía. Sintió una fuerte tentación de abrazarle, pero estaban en plena calle. No podía ser…
Algunas callejas más adelante se volvieron a cruzar con aquellos hombres de la taberna y uno les reconoció.
—¡Mezclaos con moros —gritó—, y os contagiaréis del mal que llevan dentro…!
Benazir evitó que Diego le mirase.
—No te alteres, te lo ruego. —Bajó la cabeza y le pidió que siguiera caminando.
—Pero…
—Así nos ven, no hay nada que hacer. También nos llaman moros del rey, pues le pertenecemos como los judíos. Somos Muday-yan o mudéjares, musulmanes libres, admitidos para vivir, rezar y trabajar en tierras cristianas, pero en estos tiempos tan revueltos es muy difícil encontrar la paz. Ésa es la verdad. Es así.
—Déjanos a tu esclava y te la devolveremos más satisfecha que contigo… —insistió otro, adoptando un gesto obsceno.
Diego no pudo resistirlo y se lanzó contra el último, aunque era, evidente que le doblaba la edad. Tal vez por pillarle desprevenido consiguió derribarlo y sembrar su rostro de puñetazos, pero no sucedió lo mismo con el resto. Los demás respondieron de inmediato sin atender a los gritos de auxilio de Benazir, y cayeron sobre él sometiéndole a tal paliza que en poco tiempo la sangre teñía la ropa de Diego y corría, reguero abajo, por el empedrado de la calle. Por suerte, llegó a tiempo un caballero y varios vecinos más para detener aquella carnicería, pues de no haber sido así, podía haber sido fatal para Diego.
Horas después el muchacho descansaba en casa de Galib por expreso deseo de Benazir. Le dolía el costado. Un médico acababa de reconocerle sin haber encontrado fracturas, pero sí un par de costillas muy dañadas y abundantes rasguños y hematomas. Le untó una cera espesa sobre la zona más afectada, lo cual le alivió bastante, y luego le vendó con fuerza.
Desde ese momento Benazir no le dejó ni un solo instante. Le aliviaba el escozor de sus heridas sirviéndose de un paño húmedo. Donde veía un poco de inflamación, con presteza la recubría con una pasta hecha de hojas de sauce. Le dio a beber un líquido que había hervido con corteza del mismo árbol para suavizar sus molestias, y un pedazo de caña de azúcar para morderlo y compensar su amargor.
—Siento que todo haya sido por mi culpa. Os debo un favor.
Ella se retiró el velo y le tomó una mano besándosela en agradecimiento a su reacción. Y de pronto Diego notó como sus ojos se le desviaron en busca de su torso desnudo, joven y musculoso. Benazir lo miraba sintiendo un fuerte impulso por acariciarlo, besarlo, aunque de inmediato rechazó aquellos pensamientos. Bastante azorada, se levantó de un modo brusco y se dirigió hacia un balcón para que le diera un poco de aire fresco.
—¿Os sentís mal? —preguntó Diego, extrañado de aquella fulgurante reacción.
—Peor de lo que yo misma imaginaba…