Fátima había preparado una cena exuberante y suculenta.
Diego y Galib estaban conmovidos por la forma en la que Kabirma y Fátima les agasajaban. Se notaba que padre e hija se habían esmerado para que el albéitar y su ayudante se sintieran a gusto y disfrutaran de la velada. Fátima había pasado horas en la cocina combinando alimentos y especias para ofrecer a sus invitados todo tipo de delicadezas culinarias.
—Querida Fátima, puedes creerme o no, pero te aseguro que nunca había probado un pastel como el tuyo. —Galib cerró los ojos y lo saboreó—. Es, es… magno, sutil, pero a la vez rotundo… Buenísimo, de verdad.
—Sois muy amable, pero no creo que sea para tanto… —La joven, algo ruborizada, inclinó la bandeja para servirle un poco más.
—Primero me encuentras a un aplicado ayudante y ahora demuestras tener una destacada habilidad en la cocina… —Se dirigió al padre—. Kabirma, tu hija es una joya…
—El caso de Fátima es único —contestó su padre—. Su madre no pudo enseñarle nada; murió cuando apenas era una niña, y sin embargo ha heredado sus manos para la cocina. —Le dio un cariñoso pellizco en la mejilla—. He de reconocer que este plato, incluso, ha mejorado al que recuerdo de su madre.
—Dejad de hablar tanto y poneos a comer… se enfriará.
La chica se sentó al lado de Diego. Aunque desde el día que se conocieron no habían vuelto a verse, ella se alegraba de que las cosas le fueran bien y se sentía dichosa de haberle podido ayudar en un momento de enorme desesperación.
—Encontrarte aquel día fue todo un golpe de suerte —reconoció Diego.
—Ahora pareces otro, la verdad. Estabas tan famélico y triste… y encima mi padre te hirió nada más conocerte. En fin, en aquellas circunstancias no podía por menos que apiadarme de ti.
—Lo recuerdo… —dijo Kabirma—, te confundí con un maleante. Diego le restó importancia y se fijó en la chica. A pesar de que no se habían visto, Fátima le caía muy bien. Se la veía joven y audaz. Tenía la cara invadida de pecas y los labios, finos y expresivos. Sus ojos profundos y muy negros se ajustaban al tono moreno de su piel. De cuerpo era esbelta, con un talle justo y piernas muy estilizadas. Con todos esos atributos, la chica podía ganarse a todo el que quisiera, aunque luego no se caracterizaba por ser demasiado coqueta, más bien lo contrario.
A su manera, se parecía un poco a Diego. Ambos habían perdido a su madre de pequeños, coincidían en haber atravesado su infancia a la carrera para ponerse a trabajar pronto, y sabían bien el significado de algunas palabras como «sacrificio, dedicación, sudor».
Aunque no se hubieran visto en todo aquel tiempo, Diego veía en Fátima a una persona leal, abierta, con quien se podía hablar de todo y sin miedo. La tenía como una amiga. Desde que había empezado a trabajar para Galib, Diego no había vuelto a pasar por el Zocodover. Era tanto el trabajo que tenía que apenas si podía abandonar las cuadras de su maestro más que para asistir junto a él a algunas visitas.
No pasaba lo mismo con Galib, con quien Kabirma contaba en ocasiones para dar fe de la salud de los caballos en aquellas transacciones que mediaban un alto valor. Kabirma, el jerezano, era sin duda el mejor tratante de caballos árabes de Toledo, conocido como tal en toda Castilla. Nadie que buscase un buen ejemplar de aquella raza podía encontrarlo en otro puesto del mercado que no fuera el suyo. Todos los que se movían en su mundo le respetaban, y él lo atribuía a haber trabajado siempre con el mejor género y a un precio razonable.
Nadie sabía quién le suministraba los caballos. Ése era su mejor secreto, pues en ello se fundamentaba gran parte de su éxito. Pero, justo en ese punto, desde hacía un tiempo estaba teniendo serios problemas, o, mejor dicho, gravísimos problemas. Su mejor proveedor le estaba fallando con preocupante frecuencia, y la última partida había sido un completo fiasco.
Junto a la nefasta remesa, para agravar más aún la situación, le había llegado una carta donde su hombre en al-Ándalus le explicaba que ésa iba a ser la última entrega que le hacía, ya que había perdido los derechos de venta.
De aquel lote conservaba todavía un semental que no había conseguido vender, dado el lamentable estado de sus cascos. Debía recibir un tratamiento de corrección en sus cascos para volver a ponerlo a la venta. Y al pensar en Galib, se le ocurrió una idea. Llamó a Fátima y le pidió que organizara una buena cena. Tenía que hacer negocios.
—Estos dulces son típicos de Gadir.
Fátima puso una bandeja encima de la mesa y se sentó de nuevo cerca de Diego. Acababa de verle curar un caballo junto a Galib y estaba sorprendida de su destreza.
Ni padre ni hija se habían atrevido a acercarse a aquel semental, dada su bravura. Ya les había lanzado los cascos varias veces por el solo hecho de asomarse. Sin embargo, Diego había entrado a la cuadra sin demostrar ningún reparo, aunque el animal, al verle, le recibiese babeando furioso. El joven se colocó por detrás y le empezó a golpear en las nalgas, sin miedo, siguiéndole el paso. Poco después le oyeron producir una serie de sonidos con la boca que consiguieron calmarlo hasta volverle más tranquilo que un cordero. Pudo así Galib hacerse con cada uno de sus cascos y, sujetándolos entre sus piernas, fue rebajando las deformaciones que tenía. Luego confeccionó unas plantillas sirviéndose de unas planchas rellenas de barro, y terminó mandándole a Diego que le pusiera unas herraduras provisionales. Al día siguiente le fabricarían las definitivas.
Fátima les ofreció anís y unos nuevos pasteles, éstos de miel y almendras.
Galib y su padre estaban discutiendo la necesidad de mejorar la raza normanda y bretona, la clásica entre los caballos de guerra, mezclándola con la árabe para conseguir animales más ágiles en combate.
—El caballo bretón, el que utilizan los cristianos, es un animal enorme. Sin embargo, el árabe es pura nobleza, nervio y agilidad. Es flexible, justo lo contrario al de ellos.
—Si los cruzásemos, inflamaríamos las venas de los caballos cristianos con la energía que poseen esos animales nacidos entre dunas, al castigo del sol. —Galib amaba aquella raza casi tanto como su trabajo.
—La caballería cristiana está concebida para derribar, para destruir todo lo que encuentre a su poderoso trote —argumentó Kabirma—. Si les rebajáis porte y poderío, no soportarían el peso de las armaduras ni lo que se pretende de ellos.
—Ya, pero sus enemigos emplean ataques a caballo muy rápidos, con fugaces retiradas y ofensivas envolventes que terminan destrozando la clásica disposición de ataque de los cristianos. Los estrategas militares del bando cristiano deberían empezar a pensar cómo mejorar las cualidades de sus caballos, si no lo van a pasar muy mal.
Galib probó una de aquellas pastas de almendra y gimió de placer ante el toque de canela y ajonjolí que Fátima le había dado. Fue a felicitarla, pero Kabirma le cortó la palabra.
—Si tuvieseis razón, harían falta muchos sementales…
—¿Quién mejor que vos para acometer ese negocio?
—He de confesaros algo… —Kabirma se levantó y se puso a caminar alrededor de su invitado.
—Os pasa algo… —Galib se inquietó con la expresión sombría de su rostro.
—Recuerdo que en una ocasión me hablasteis de la yeguada de las marismas y necesitaría saber algo más sobre ella.
—Yo también recuerdo que lo hice, pero no entiendo vuestro interés.
—Bien, me explicaré. Pero antes he de haceros una confidencia, y os ruego que seáis discreto.
—Por supuesto.
—La verdad es que tengo un terrible problema con mi actual proveedor de caballo árabe. Al parecer, ha perdido los favores del gobernador de al-Ándalus, y sin ellos no puede comerciar conmigo. Sin él no tengo género, ni Toledo verá un solo ejemplar de esa laza. Así de mal están las cosas.
—Viajar hasta allí es una locura. —Galib dedujo lo que el jerezano pensaba—. Aquello es una joya para el califa, la herencia de sus antecesores, algo único. Un capricho que mantiene bien vigilado y a quien nadie en su sano juicio se le ocurriría acercarse, y menos sustraerle algunos ejemplares… Además, me reconocería… Olvidadlo, Kabirma, es demasiado arriesgado.
Todos se volvieron hacia él extrañados, salvo Kabirma, que sabía de qué hablaba.
—Conozco una ruta que apenas nadie transita. No correríais ningún riesgo. No veáis tanto peligro en ese viaje. Yo digo que se puede… —afirmó el jerezano de forma contundente.
Diego entendió de qué hablaban y pensó que aquélla podía ser la oportunidad que tanto había esperado.
—¡Yo podría acompañaros! Contad conmigo.
Fátima los miró uno a uno sin saber de lo que hablaban.
Galib se rascó la barba y su mirada pareció viajar hacia un lugar indeterminado, muy lejos de allí.
—No hay día que no sueñe con volver a ver la yeguada de las marismas, en aquella tierra bendita por Allah; tan bella como no existe otra. Entre sus lagunas, tan fértiles como cálidas, se encuentran los mejores caballos de raza árabe que nunca hayan existido. Allí se pueden ver corriendo y pastando en completa libertad.
Era la primera vez que Diego oía a Galib hablar con aquella emoción de aquel lugar.
—Agua, vida a raudales, miles de aves surcándola cada año. La inmensa luz reflejada en sus lagunas. La tierra se vuelve naranja y ocre cuando el sol la abandona por el oeste, al esconderse bajo la mar.
De golpe pareció regresar desde aquel ensueño y se volvió hacia ellos.
—Hace más de doscientos años, el grande sobre los grandes, nuestro primer califa Abderramán III, poseyó la más bella yeguada de caballo árabe y berberisco jamás antes reunida. La alojó en una ciudad que ordenó construir sólo por amor a su esposa Zahara; Madinat al-Zahara la llamó. Décadas después, el califa Almanzor se la llevó a las islas del Guadalquivir, a una tierra que llamaban almadaín o marismas. Allí se reunieron unas tres mil hembras de vientre y más de cien sementales. La conozco bien, pues fui uno de sus últimos veladores. La mantuve como el tesoro único que es, protegiéndola y conservándola pura, para el futuro. Sin embargo, tuve que abandonarla cuando las cosas empeoraron con los nuevos gobernantes almohades, al empezar mi persecución política.
—¿Cuántos ejemplares había cuando os fuisteis? —Kabirma se sentía incapaz de imaginárselo.
—Unas cinco mil yeguas y doscientos sementales.
—Viajaremos a por esos caballos, por Allah —apuntó Kabirma con una gran determinación.
Galib volvió sobre los peligros que supondría aquel viaje y trató de descartarlo, pero tanto Diego como Kabirma insistieron en hacerlo, tal vez para la siguiente primavera.
—Dicen que se firmará una nueva tregua entre Castilla y al-Ándalus el próximo año. Tal vez entonces no encontrásemos los riesgos de ahora. —Kabirma quiso apuntalar el viaje con la información que tenía.
Galib repasó sus rostros, a medio vencer ante tanta insistencia, y en todos encontró las mismas ansias de pisar, ver y vivir aquel espectáculo único.
—Ya veremos… aún falta casi un año.
—¿Por qué amáis tanto esa raza de caballos?
Diego siempre aprovechaba las cabalgadas junto a Galib para conocerle. Su sabiduría y su bondad le embriagaban. Admiraba a aquel hombre del que tanto aprendía y al que respetaba. Se sentía orgulloso de estar junto a él, junto a alguien a quien todos escuchaban y pedían consejo. Por eso, en cuanto encontraba un rato para estar con él, a solas, trataba de exprimirlo hasta el máximo.
Aquella noche, de vuelta hacia casa de Galib, después de la cena con Kabirma y Fátima, Diego quiso conocer qué veía él en esa raza.
—Entre nosotros existe una leyenda a propósito de cómo se creó el caballo árabe. Según un relato del califa Ali ibn Abu Talib, primo de Mahoma y casado con su hija Fátima, éste se lo había escuchado contar al propio Profeta. Decía así:
«Cuando Allah quiso crear el caballo dijo al viento del Sur:
—De ti produciré una criatura que será la honra de mis allegados, la humillación de mis enemigos y la defensa de los que me atacan.
Y el viento del Sur respondió:
—Señor, hágase según tu deseo.
Cogió Él entonces un puñado de viento y creó el caballo, diciendo:
—La virtud inundará el pelo de tus crines y tu grupa. Serás mi preferido entre todos los animales porque te he hecho amo y amigo. Te he conferido el poder de volar sin alas, ya sea en el ataque o en la retirada. Sentaré a los hombres en tu grupa y rezarán, me honrarán y cantarán aleluyas en mi nombre. Ahora ¡ve!, y vive en el desierto durante cuarenta días y cuarenta noches. ¡Sacrifícate!, y aprende a resistir la tentación del agua, broncea el color de tu cuerpo y aligera tus músculos de grasa, porque del viento vienes y viento debes ser en la carrera».
Diego se sintió encogido ante tanta belleza y no pudo articular palabra, menos aún cuando Galib volvió a hablar, refiriéndose ahora a su yegua.
—Tu amada Sabba, «viento del este» en mi idioma, te llevará por lugares que ni sueñas. Y desde ahora te digo que serán los caballos quienes guíen tu camino. Te harán grande, Diego, justo. Con ellos conseguirás hacer el bien, un gran bien.