XII

Sus cuerpos desnudos se estremecieron por el efecto de la cálida brisa.

Era el aliento del desierto que atravesaba las ventanas del lujoso harén del califa Yusuf ben Yaqub, en Marrakech, y ellas, las dos nuevas esclavas traídas expresamente para su disfrute.

Acababan de salir de una sala saturada de vapor. Se encontraban tumbadas sobre unas mesas de mármol sufriendo el roce de unos ásperos guantes. Unas mujeres limpiaban su piel hasta casi desprenderla. En compensación, cada poco tiempo recibían un agradable baño con agua tibia.

Blanca y Estela se miraron. Habían dormido un día entero tras el larguísimo y penoso viaje, primero en carreta a lo largo de varias semanas, luego en barco durante dos días, y finalmente a caballo cuatro jornadas más.

Aquella mañana, desde primera hora, un corro de mujeres se había ocupado de ellas y lo primero que hicieron fue desvestirlas. Observaron sin reparo sus intimidades, y entre risas señalaban con incredulidad sus anaranjados cabellos. Blanca y Estela estaban vencidas. Apenas si podían oponer resistencia.

—¿Qué nos van a hacer? —Estela miraba aterrorizada a su hermana mayor.

—No lo sé, pero me temo que lo sabremos pronto…

Blanca se volvió hacia un alto ventanal que nacía desde el suelo. A través de él se veía un fantástico estanque, vecino al edificio, de aguas calmas y azuladas. Y al fondo, unas magníficas montañas perfilaban sus nevadas cumbres sobre el horizonte.

Una lágrima resbaló por su mejilla al imaginar cuánta humillación y sufrimiento les esperaba todavía, ahora dentro de un palacio, tal vez como esclavas de algún gran señor.

Estela intentó apartar a una mujer de cuerpo redondo y rostro frío que valoraba la firmeza de sus pechos, pero la mujer no le hizo caso y continuó con sus muslos y nalgas. Blanca simuló un tropiezo y se derrumbó sobre la mujer para apartarla de su hermana, pero a cambio recibió una violenta bofetada y una tormenta de improperios en árabe. Enfadada, la mujer empezó a empujarlas por la espalda con intención de cambiar de estancia.

Cogidas de la mano, las dos hermanas caminaban completamente desnudas, pero a nadie parecía importarle.

La nueva estancia estaba revestida por completo de mármol rosa y tenía una enorme piscina en el centro. Blanca y Estela se tuvieron que tumbar de tal modo que sus cabezas quedaron justo encima del agua. Dos jóvenes de ojos oscuros y piel cetrina, casi de su misma edad, se introdujeron en ella y desde dentro les lavaron el pelo. Con las manos untadas en un barro colorado frotaron sus cabezas masajeándolas sin prisa. Luego las aclararon, una y otra vez, hasta conseguir un cabello suelto y sedoso. Una vez seco, les frotaron los pies con una piedra rugosa hasta dejarlos bien pulidos, y al terminar se fueron sin decirles nada.

Estela se tapó con un paño y rememoró la posada y su familia.

—Todos los días rezo por Belinda, y también me acuerdo de padre y de Diego… Algo me dice que no los volveremos a ver…

—¡No digas eso! —se enfadó Blanca.

—Sabes que digo la verdad…

Aquellas mujeres volvieron a entrar, ahora con unas bandejas y dos humeantes recipientes. Percibieron de inmediato un dulce olor a caramelo con un toque de limón.

Les indicaron que se tumbaran de nuevo y cada una agarró una pequeña pala de madera. Con ellas recogieron aquel mejunje pegajoso y se lo untaron por brazos y piernas, axilas, sexo… Todo el vello de su cuerpo quedó manchado con el ungüento, dejándolo después secar. Cuando las mujeres empezaron a quitárselo, sobre todo el de las zonas más sensibles, Estela no pudo reprimir sus lágrimas y gimió de dolor.

Luego destaparon unos botes pequeños y se untaron los dedos con una pasta de color blanquecino. Ante su sorpresa lo inspiraron de un solo golpe. Después recogieron otra pequeña cantidad de esa pasta y se acercaron hasta ellas. A pesar del rechazo de las hermanas, se lo restregaron por la nariz. De inmediato se sintieron mareadas, pero con un plácido bienestar después, como si estuviesen flotando. Medio atontadas, apenas si se quejaron con el resto de la depilación, y menos aún con el contacto del agua tibia de la bañera donde fueron introducidas para alivio de su escozor.

Entre naranjos y almendros, en los jardines que rodeaban el gran estanque del palacio, dos hombres conversaban.

Uno de ellos representaba la máxima autoridad de un imperio asentado en el norte de África y al-Ándalus: el almohade. Se trataba del gran califa Yusuf ben Yaqub. El otro, cristiano y caballero de noble cuna, aparte de apreciar el oro que el primero le daba y la promesa de fabulosas propiedades como pago a sus servicios, lo que más deseaba era la derrota del rey castellano, su peor enemigo. Una enorme cicatriz recorría su frente de lado a lado. La sintió tirante por efecto de la sequedad del aire y recordó quién y cuándo se la había hecho.

Habían pasado cinco años, pero aún recordaba la espada del rey Alfonso cruzándole la cara en aquel duelo del que nadie más daría nunca fe. La amistad que se profesaban desde niños había estallado en pedazos cuando el rey apoyó al clan de los Lara en un litigio que mantenía contra su familia, la de Mora, que supuso la pérdida para los suyos de unos enormes dominios territoriales. Don Pedro había puesto todo su empeño en conseguir lo contrario y dada su influencia, a pesar de saber que no le correspondían, forzó a Alfonso hasta límites insoportables. Incluso, violando el debido secreto, le amenazó con hacer pública la adúltera relación que mantenía el propio monarca con una judía toledana. Aquella sucia treta le valió un reto a duelo, verse derrotado por Alfonso VIII, y su posterior destierro de Castilla para siempre, según sentencia posterior del propio rey.

El califa sabía lo que podía obtener de aquel hombre sin olvidar nunca su verdadera condición de traidor. El apellido Mora, tan ilustre en Castilla como el de los Lara o los Castro, había quedado empañado por algún motivo para él desconocido, pero de tal gravedad que le había llevado a odiar al rey.

A Yusuf le convenía la amistad del cristiano y por eso pagaba con generosidad sus favores. Pero también se cuidaba de él, y le vigilaba.

—Nuestra guerra santa se parece a aquel juego, uno que no todos los poetas se atreven a acometer. ¿Lo conocéis, don Pedro?

—No, sid. He saboreado poco la poesía.

Yusuf II le miró con desdén. Él la amaba. Cultivar el espíritu a través de las diferentes artes era el don más preciado que un hombre podía poseer.

—Consiste en improvisar y dar continuidad a un verso que otro ha empezado. ¿Os suena ahora?

—Creo haberlo visto hacer en alguna ocasión en al-Ándalus.

—Cierto. Allí es muy popular, incluso entre la gente del campo. La guerra que nos ocupa contra el rey castellano hasta ahora discurre de forma muy parecida a ese juego. De hecho, yo comencé la primera estrofa de la poesía con mi victoria en Alarcos. Luego, los reyes de León y Portugal, al solicitarme la paz, han seguido añadiéndole rimas, y ahora vos deberíais ayudarme a terminar de recitarla.

—¿Cómo?

Yusuf se rió al ver su desconcierto.

—Partiréis a hablar con Sancho de Navarra. Debéis convencerle para que también firme la paz conmigo. Conseguidlo como sea. Haced lo que creáis necesario. Comprad su ambición, buscad su punto débil. Regaladle todo el oro que quiera, si eso es lo que más anhela. De conseguirlo desuniremos a los reinos, y podremos vencer a Alfonso de Castilla. En mis planes está entrar por el oeste, haciéndonos con Trujillo y Plasencia primero, para luego cruzar el gran río Tajo y recuperar Toledo. De ese modo se completará el poema y habremos ganado el juego.

—Excelente planteamiento, sid… Os admiro.

El califa aspiró orgulloso el aire seco del desierto, mezclado con la fragancia que desprendía un enorme jazmín. Creía en el éxito de su plan debido a que los cristianos siempre pecaban de los mismos errores; la avaricia por ampliar sus territorios y una obsesiva necesidad de sentirse diferentes los unos de los otros.

Las dos hermanas entraron muy asustadas en una sala redonda donde había un grupo de mujeres sentadas en el suelo escuchando a otra más mayor. Iban vestidas con vaporosas telas, sedas perfumadas, y parecían estar adormecidas con la música de las palabras que salían de su boca.

Se les acercó una joven de piel negra y les indicó dónde sentarse. Las dos hermanas se miraron sin saber qué más les estaría reservado. Observaron a la chica, que preparaba una mezcla de polvo de arroz y clara de huevo en un recipiente, y luego se acercó a ellas para extendérsela por sus rostros. Con un unto de incienso y carbón oscureció sus pestañas y cejas, y terminó pintándoles los párpados con una crema de color rojo.

Las otras mujeres cuchichearon señalándolas entre risas. Una de ellas, de pelo rubio, ojos azules y facciones finas, se levantó y fue hacia ellas. Por su aspecto parecía una cristiana.

—Mi nombre es Yasmín. Os encontráis en el harén del gran califa Yusuf y yo soy su esposa preferida. Portaos bien y podréis vivir aquí de un modo tranquilo y a gusto.

Para su sorpresa, la mujer se expresaba en romance, lo cual les supuso un relativo alivio. Blanca fue a hablar, pero la mujer le indicó que no lo hiciera. Sin otra explicación le retiró el velo, le revisó la boca y apreció su aliento. Lo mismo hizo con Estela. Después, dio una orden en árabe a dos muchachas y éstas se fueron corriendo.

—Hemos sido raptadas… —le susurró Estela al oído.

En su inocencia pensó que aquella mujer las iba a ayudar al conocer su desgracia. Sin embargo, no sólo no demostró ninguna sensibilidad, sino que le devolvió una cruel risotada.

—No había escuchado nada tan gracioso desde hacía tiempo. —Se secó las lágrimas de los ojos—. Estáis hablando con la primera esposa del califa y madre del heredero. Nací cristiana en vuestras tierras, pero luego fui casada con Yusuf y a él me debo, como también a Allah. Me encargo de este harén, donde resido junto a sus otras mujeres. También viven doscientas concubinas, y otras tantas que le sirven de distracción con sus bailes, cantos y poesías.

Las dos jóvenes que habían salido de la sala regresaron corriendo con algo en la mano.

—Ahora os blanquearemos los dientes con cáscara de huevo molida. Luego esperaréis hasta que se os ordene entrar.

—¿Entrar adónde? —preguntó Blanca.

La mujer le asestó una sonora bofetada.

—No vuelvas a hablarme sin mi permiso. ¿Lo entiendes?

Las dos afirmaron con la cabeza.

—«Estoy hecha por Allah para la gloria de mi señor, y camino orgullosa por mi propio sendero. Doy poder a mi amante sobre mi cuerpo y mis besos ofrezco a quien los desea» —recitó sin respirar. Luego las observó con detenimiento—. Estas rimas fueron escritas por una sabia poetisa cordobesa, y en vosotras se cumplirá esta noche. Ofrecedles vuestros besos si lo desean…

Marrakech se había convertido en la capital del imperio almohade y presumía tanto de sus ricas construcciones como de sus artistas, pensadores y sabios.

Desde una amplia terraza del palacio y con el sol a punto de desaparecer, la ciudad empezaba a vivir la noche. Su nueva mezquita lucía, orgullosa, un altísimo minarete del que se había levantado una copia idéntica en Sevilla. Caído el sol, desde su gran medina empezaron a verse las primeras antorchas.

—¿Desea que le sirvamos su té, alteza?

El califa Yusuf levantó una mano y la agitó varias veces. Era su peculiar manera de decir que sí.

Tumbado sobre unos mullidos almohadones y entre pieles de leopardo, contemplaba el anochecer. Una fantástica gama de colores ocres, cobrizos y anaranjados recorrían las viviendas, plazas y callejuelas de su hermosa ciudad.

Llegó hasta sus oídos una suave melodía que provocó en él un Inmediato escalofrío de placer. Adoraba la música. Aspiró el aire de la noche, saboreó las cálidas notas que flotaban en él, y sintió como se agudizaban todos sus sentidos. A la segunda palmada ya tenía arrodillado a su lado a uno de sus sirvientes. Ordenó que les trajeran bailarinas.

—Por cierto, de mi viaje os he traído un regalo.

—Me agradan las sorpresas. —Los ojos del califa brillaron de emoción—. ¿De qué se trata? —Se quedó pensativo—. Vos sabéis que amo la literatura… Ya sé. Venís con algún nuevo escrito rescatado de alguna biblioteca de Córdoba…

—No. Lamento no satisfaceros en ese aspecto, pero confío en que os resulte más dulce. Lo sabréis pronto —don Pedro de Mora le respondió misterioso.

Apenas unos momentos después, dos temblorosas mujeres se arrodillaron frente a ellos empujadas por varios sirvientes. Miraron a don Pedro y se llenaron de espanto. Aquel desalmado las había mancillado numerosas veces durante el viaje.

—Aquí tenéis mi regalo. Dos bellísimas cristianas que además son hermanas. Fijaos en sus cuerpos, en sus cabellos. —Les retiró los pañuelos que las cubrían. De golpe se desparramaron dos largas melenas de color anaranjado.

Yusuf ordenó que se acercaran para verlas mejor. Ellas se resistieron, furiosas, pero fueron arrastradas hasta él. Tomó la barbilla de Blanca y la besó en los labios. Luego sujetó un manojo de su pelo y se lo llevó a la nariz absorbiendo su aroma, mientras le acariciaba un pecho.

Ella le miró asqueada.

Después tocó los muslos de Estela y se sorprendió de su firmeza y suavidad. Sus labios aún le gustaron más.

—Estimado amigo, siempre acertáis con vuestros regalos. Ojalá atinéis de igual modo con mis peticiones.

Con dos palmadas hizo llamar a su secretario y sirviente personal.

—Llevadlas a mi dormitorio y preparadlo todo.