XI

El dolor de Diego prefería silencio y oscuridad.

En uno de aquellos anocheceres mágicos de Toledo, cuando el sol había cedido su fuerza y se perdía en sus últimos colores ocres, Galib encontró a Diego apoyado sobre una valla, pensativo. Observaba una yegua negra, de brillo tan intenso como azulado y larguísimas crines. La veía recorrer la pista circular donde solían entrenar a los caballos.

Galib respetó su silencio y durante un rato compartió los majestuosos andares del hermoso ejemplar.

—Una de nuestras tradiciones proféticas afirma que el primer caballo creado fue uno bayo oscuro. Y Allah, bendito y alabado sea, dijo: «Te he creado árabe. Te preferí con abundante sustento entre todos los animales creados por mí; los corderos se llevan a lomos tuyos y tuyos serán los mejores pastos» —recitó de memoria—. También hay quien dice que el primero en montar un caballo fue Ismael, hijo de Abraham, quien también fue el primero en hablar el árabe, la lengua que Allah usó para revelar su Sagrado Libro al Profeta. Él mismo tenía cinco caballos, y nos exhortó a cuidarlos, ser generosos con ellos, amarlos y admirarlos como ahora haces tú.

Diego mantenía su mirada clavada sobre la briosa hembra, embriagado en sensaciones. Aquel aire tenue y sereno, propio del día recién terminado, se sumaba al efecto balsámico de sus palabras.

—También dijo el Profeta que había tres clases de caballos: «Unos dedicados al combate por Dios que obtendrán todo el mérito el día del Juicio Final, otros dedicados al ornato que no merecerán nada; y otros sólo útiles para la vanagloria de sus dueños, que serán menospreciados durante el último de los días de este mundo».

Galib respiró con profundidad y le abrió su corazón.

—Estas enseñanzas me llevaron a abrazar la albeitería. Decidí dedicarme a ayudar a los demás sanando un bien tan amado por Allah como son sus caballos. Pronto aprendí a hacerlo sin engreimiento alguno, pues si el saber recorre mis manos, mi mente o mi percepción, se debe a la voluntad de Allah. Él así lo quiso, como ahora lo desea en ti.

Diego suspiró y tragó saliva, agobiado por las dudas. Convertirse en un albéitar le resultaba tan excitante como angustioso. Padecía un difícil conflicto interior. Aquélla era una profesión de origen árabe, y Galib, un creyente del islam, un sometido a ese Dios en nombre del cual él había sufrido fatales desgracias.

—Otros hijos de Allah como lo sois vos, seguramente invocándole, mataron a mi padre, a mi hermana mayor, y se llevaron a las otras dos… Desde entonces he odiado vuestra religión y todo lo relacionado con ella.

—Créeme, tu mal me duele como si fuera mío. —Galib no desvió la mirada cuando, con la suya, Diego le pedía respuestas que aportasen lógica a su pena—. Muchos han equivocado las palabras de Allah. En sus sucios corazones creen que Él les habla y en realidad lo hace el diablo.

Galib se aproximó hasta el muchacho y se sentó a su lado. Al notar su desesperación, quiso confesarle sus sentimientos.

—Tu enemigo no es el islam, Diego, son los almohades. Ellos han interpretado la ley coránica de un modo absoluto, y desde que entraron en al-Ándalus, pretenden islamizarlo todo por las armas. Si no se les detiene antes, impondrán sus valores y creencias por todo el orbe. No aceptarán más culto que a Allah, el único, y defenderán que la trinidad de vuestro Dios constituye la peor de las herejías. Por eso, desde su visión, persiguen convertir por la fuerza a todos, a cristianos y judíos. Lo pretendieron conmigo cuando viví en Sevilla y por su culpa tuve que emigrar… —Se detuvo, y tras respirar hondo siguió—. Nunca fui afín a sus principios, ellos lo sabían. No podían admitir que alguien que no fuera de los suyos pudiera tener un cargo notable, y terminaron buscándome con el único objetivo de arruinar mi carrera, mi prestigio, mi posición. Me amenazaron de muerte, y al final tuve que abandonarlo todo y escapar, como hiciste tú. —Le miró con determinación a los ojos—. Diego… sólo ellos encarnan la voluntad del demonio, hazme caso. Están equivocados, su doctrina no es la recta. Mi religión es bondadosa, no arrastra maldad, se basa en el amor y la caridad como también lo hace la tuya.

Diego se volvió hacia Galib con los ojos bañados en lágrimas.

—Habláis con palabras hermosas y la verdad parece anidar en ellas. Y, sin embargo, yo siento mucho odio todavía… Mi corazón guarda demasiado dolor, tanto que no me permite ver con claridad quiénes son mis enemigos.

Galib no lo dudó y le abrazó, recogiendo su llanto. Por un momento se emocionó sintiendo que desempeñaba un papel paternal. Un escalofrío le recorrió la piel.

—Tienes que aprender árabe, Diego. Si te acercas a nuestra cultura, aprenderás a amarla. Mi mujer puede ayudarte. Para entender el lenguaje de los caballos necesitarás conocer la lengua del desierto, si así lo dispone Allah. Y cuando la domines, pensarás como lo hicieron nuestros mejores sabios. Entenderás por qué la usó el propio Allah para revelarnos su ley. Su sonido es bello y acariciará tu lengua. Sus ecos suavizarán tu paladar y reconocerás en ella el lenguaje del amor y el empuje del viento.

Ella empezó enseñándole los números, luego las letras y sus sonidos. Siguió después con expresiones comunes, haciéndoselas repetir innumerables veces hasta que pudiera memorizar cada matiz, y reflejar su profundidad o colorido según le decía. Más adelante se adentraron en los verbos, y a ellos les siguió un copioso vocabulario. Miles de palabras, de sonidos complejos aunque bellos, susurrantes unos, otros ásperos, como suspiros contenidos.

Diego tenía ya casi dieciséis años y Benazir, poco más de treinta. Salvo con su madre, a la que apenas recordaba, y sus tres hermanas, no había estado tanto tiempo tan cerca de una mujer.

Cada mañana, cuando terminaba sus trabajos de forja y herrería y después de cumplir alguna otra tarea que siempre le reservaba Sajjad, acudía a la gran casa.

Hasta entonces apenas había escuchado la voz de Benazir. No era la costumbre. Pero en cuanto fue bendecido aquel contacto diario por Galib, le maravilló, sobre todo su música. Cuando hablaba, las palabras parecían fluir sedosas hasta chocar con el velo que cubría su rostro, casi etéreo, para luego difuminarse en el aire como una suave brisa.

A diario, Diego acudía al comedor y solía esperarla repasando de memoria lo aprendido la jornada anterior. Aquellas esperas se convirtieron en el momento más deseado y excitante del día. Ver aparecer a Benazir constituía todo un misterio. Cada día vestía una túnica diferente, o cuando no, lo que cambiaba era el chaleco.

Tenía babuchas de todos los colores, y cientos de lazos, adornos de oro de las más diversas formas y más de una docena de distintos cordajes con los que ceñía su cintura. Sólo había una cosa que siempre permanecía igual, su perfume. Una mezcla de sándalo y violeta; un embriagador aroma que adormecía los sentidos.

Se sentaban uno al lado del otro, sobre cómodos almohadones, encima de una hermosa alfombra traída de su país, Persia. Ella, con las piernas dobladas de lado, sujetaba una plancha de pizarra donde dibujaba las diferentes palabras. Para asombro de Diego, lo hacía de derecha a izquierda, al revés que él. Cuando ella le pasaba el trozo de yeso con el que escribía, a veces se rozaban sus manos. Aquellos sutiles contactos empezaron casuales, pero a medida que iba pasando el tiempo, Diego trató de buscarlos con intención.

Aquel ser no era una mujer más, era su pura esencia. La tersura y generosidad de su cuerpo que a veces se adivinaba bajo sus linos llegó a agitar a Diego como una palmera al viento.

Se despertaron en él una infinidad de sensaciones, primero contenidas, que terminaron convirtiéndose en turbulentas tentaciones.

Un día, Benazir se descubrió el velo por primera vez para vocalizar una compleja palabra.

—Observa bien mis labios y trata de colocarlos en idéntica posición.

Diego lo hizo, estremeciéndose de inmediato ante su carnosa textura. Balbuceó un par de veces hasta que probó a pronunciar la palabra.

—No, no, no. Debes tensar más el labio superior y hacer eco con el paladar. Mira…

Le cogió una mano y dirigió las yemas de sus dedos hacia sus labios. Entonces repitió la palabra varias veces.

—¿Notas la diferencia?

Diego respiró tres veces hasta recuperar el control y ahogar el deseo de besarla allí mismo. Al sentir aquel dulce tacto, creyó morir. Intentó pronunciar aquella palabra con poca gana, para volver a repetir la caricia. Benazir se adelantó a sus pensamientos y le puso dos dedos sobre sus labios.

—Inténtalo de nuevo. En su soledad Diego saboreaba aquel sensual recuerdo, como otros que le sucedieron durante los siguientes seis meses. Pero en especial, ese día, se olió la mano y halló los restos de la fragancia que Benazir había dejado en ella. Y una vez más la deseó, aunque avergonzado, pues aquélla era la mujer de Galib.

La fuerza del instinto, de su desbordante juventud, la sensualidad que desprendía Benazir, desde cada uno de sus poros, pesaba más que la propia conciencia del error.