X

La ciencia se entonaba en árabe.

Aquella lengua. Su sonido era un tormento para Diego, pero también sabía que guardaba los arcanos del conocimiento que Galib poseía. Durante muchas tardes y largas noches de vigilia, había visto a Galib pasarse horas y horas entre libros y escritos a la luz de una vela, recogido en silencio. Un día le explicó que leía las obras de los sabios griegos, recopiladas y traducidas al árabe por unos maestros persas. A veces, cuando Diego dejaba las caballerizas para acercarse a la casa y dar algún aviso a Galib, le veía rodeado de libros, leyendo, concentrado, disfrutando. Galib susurraba palabras que a Diego le parecían poesía, pero cuando menos se lo esperaba, su cabeza se llenaba de un pensamiento cruento y feroz.

El recuerdo de sus hermanas siempre le resultaba horrible. Cada vez que ellas acudían a su mente, siempre terminaba perdido en un nebuloso laberinto mental, donde ni con la imaginación conseguía ver qué podía hacer para ayudarlas.

Habían pasado seis meses desde aquella primera visita con Galib y para Diego las cosas habían ido un poco mejor. Con los primeros pagos había podido alquilar una cama en el barrio de los francos, en una modesta vivienda donde compartía habitación desde entonces con otros dos hombres.

Sajjad, aparte de sobrevivir en su peculiar mundo, tan suyo como lleno de contradicciones, había empezado a desarrollar unos alarmantes celos por Diego. Sobre todo desde que éste había recibido su primera responsabilidad importante: encargarse de la fragua.

Galib, cada día más impresionado por su talento, empezó encomendándole algunos trabajos sencillos como igualar grosores en las herraduras, o limar sus aristas. Pero dado su buen hacer, al poco tiempo, terminó encargándole la forja de nuevas.

En ocasiones, cuando salía muy temprano, dejaba dibujado lo que quería en un cuadrado de arena sobre el suelo del establo. En más de una ocasión Diego encontró a Sajjad borrándolo con su alpargata, aunque a continuación le imploraba su perdón e insistía en lo limpias que eran sus intenciones.

—Sajjad bueno. Sajjad ayuda a Diego —repetía una y otra vez.

El trabajo de herrado le ocupaba media mañana y el resto del día lo dedicaba a otras faenas, como acarrear heno, extender paja para las camas o cepillar y limpiar a los animales.

Pasado un año, Galib le encomendó también la administración de las curas a aquellos caballos enfermos que se guardaban en las cuadras y que requerían una vigilancia especial.

Diego era meticuloso en las dosis, vigilante en la evolución de los animales, intuitivo en sus respuestas, y además era capaz de recordar cada uno de los tratamientos, aunque muchos incluyesen más de diez ingredientes. Memorizaba las cosas a una velocidad prodigiosa.

Nada de eso se le escapaba a Galib, aunque tampoco a Sajjad.

Un día, cuando se había cumplido más de un año trabajando para Galib, sucedió algo de extrema gravedad.

—Alguien tuvo que darle esa avena en mal estado…

Galib, excitado y fuera de sí, trataba de reanimar al animal. Lo habían encontrado con mucha fiebre y una intensa diarrea. Tan sólo había pasado una noche en sus cuadras.

Diego y Sajjad asistían encogidos al desastre, sin saber qué decir ni hacer.

—Nada menos que la yegua del justicia de Toledo —balbucía Galib, desesperado.

No imaginaba cómo iba a explicarle que su mejor animal, al que había mandado para un sencillo arreglo de cascos, sufría ahora las consecuencias de un tremendo empacho, acompañado de agudos dolores y de fétidas deyecciones. Y todo, por haberle dado a comer un cereal enmohecido.

Se incorporó y se enfrentó a los dos, mirándoles a los ojos con ira.

—¿Has sido tú, Sajjad?

Diego se apenó del pobre viejo. Sus piernas le temblaban como si fuera un conejo y los dientes le castañeteaban sin medida. La tensión encogía su escuálido cuerpo.

—Sajjad ver a Diego. —Con un tembloroso dedo le apuntó. La expresión del joven se transformó primero en un gesto de asombro y luego de indignación. La de Galib también, pero en su caso de furia y desconcierto.

—Sajjad decirle no hacer, pero Diego no obedecer a Sajjad y… —El joven aprendiz le miró con deseos de golpearle, de explotar en protestas. Y aunque se contuvo, juró no haber participado en aquel asunto.

Galib estaba descompuesto. Empezó a dar vueltas alrededor de ellos, cabizbajo. Parecía estar madurando una difícil decisión mientras bufaba furioso. Transcurrido un tiempo que se les hizo eterno, suspiró tres veces y por fin habló.

—Sajjad, fabrica un bolo de carbón y arcilla para que absorba el moho, y si viniese su dueño, no le dejes entrar. Dile que mañana estará listo, pero cuida que no le vea hoy. Y tú, Diego, acompáñame. He de hablar contigo.

Diego le siguió el paso asustado. Por un momento se imaginó en la calle, sin trabajo, y sin haber aprendido apenas nada.

Se adentraron en las callejas del barrio musulmán y sin haber salido de la ciudad, Galib quiso hacerle partícipe de sus intenciones.

—Ser albéitar implica estudio, tenacidad, esfuerzo, cultivar la curiosidad y sobre todo leer; leer a los sabios y aprender de ellos. Es vivir entregado al servicio a los demás.

Diego cabalgaba en silencio y esperaba que de un momento a otro le llegase la reprimenda.

Galib, sin detener la marcha y con la vista al frente, mantuvo la tensión.

—¿No tienes nada que decir?

—Siento mucho lo que ha ocurrido…

—Conozco demasiado bien a Sajjad y sé cuándo miente. Sus gestos le delatan… pero quizás tienes que estar más atento a lo que pasa en las cuadras.

—A veces Sajjad…

—Sí, ya sé. Sajjad no te deja. Es terco y además está celoso. Nunca me había mentido, pero está mayor y tiene miedo. Deberías entenderlo.

—Yo…

—Tendré que pensar cómo hacer para que se sienta más importante, tal vez dándole un cargo, no sé… Lo necesitará, pues has de saber que de ahora en adelante, Diego, me gustaría que tú fueras mi ayudante.

—¿Lo decís en serio? —dijo como en un susurro.

—Llevas con nosotros más de un año. Tienes capacidad para aprender, y, desde luego, mucho talento con los animales. Si además le pusieras esfuerzo y un poco de voluntad, podrías ir aprendiendo el oficio. Si te empeñas en ello y lo deseas, un día podrías llegar a ser albéitar.

Diego se sintió aturdido. Claro que lo deseaba. Había soñado con ello desde que le había visto curar al primer caballo. Pero ni en sus mejores fantasías había imaginado que aquello pudiese convertirse en una realidad. Un torbellino de emociones le atragantó la lengua. Inspiró una bocanada de aire fresco, consciente de la trascendencia de aquel momento, y sintió un agradable revoltijo interior mientras le contestaba.

—No os defraudaré —gritó el muchacho lleno de satisfacción.

—Pues si quieres ser el mejor, tendremos que darnos prisa. Vamos al castillo del hombre más importante de Toledo, uno de los Lara, y si no llegamos a tiempo, ni tú ni yo podremos seguir trabajando, ¡así que galopa!

Galib aceleró el paso lo más veloz que pudo. Diego le seguía. Las lágrimas de sus ojos no le dejaban ver el camino, pero miró al cielo y supo que su padre guiaba sus pasos.

Alféreces reales, mayordomos, merineros. Las mayores responsabilidades en el gobierno de Castilla estaban y habían estado desde siempre en manos de los Lara.

Entre sus propiedades y las tenencias que el rey les había concedido, la mitad de Castilla era suya. Galib y Diego tenían que visitar a uno de ellos, a don Álvaro, el conde de Lara. Aquél era un título que el rey tan sólo había concedido a nueve magnates castellanos, y seis de ellos pertenecían a esta familia.

Diego se asombró al verse atravesando el foso de un fabuloso castillo donde, según supo, también se alojaba el rey Alfonso cuando venía a Toledo.

—¿Sabéis para qué os han hecho venir?

Diego se asombró de su fabulosa torre del homenaje, mientras esperaban al noble.

—Las caballerizas encierran no menos de doscientos caballos y hoy vamos a sangrarlos a todos. Conviene hacerlo en cada estación, por bien de su salud y para reequilibrar sus humores.

A ambos lados de una enorme puerta hermosamente labrada, en la base de una poderosa torre, colgaban dos pendones con las armas de la familia. De su interior salieron dos caballeros escoltando a una mujer muy joven.

—Baja del caballo y salúdala con cortesía —le susurró Galib a Diego.

La joven era de piel blanquísima, ojos verdes y labios de intenso color rojo.

—¡Cómo me alegro de veros, Galib! Y además traéis nueva compañía.

—Os presentaré a mi nuevo ayudante, señora; se llama Diego y es de Malagón.

A oídos de Diego, aquel título sonaba a pura gloria.

La mujer, desbordando espontaneidad, se agarró del brazo del joven dirigiéndoles hacia las caballerizas de la fortaleza.

—Mi nombre es Urraca. —Levantó la mano con un gesto de disculpa—. Ya sé que es un nombre feo, pero así lo quiso mi padre don Diego López de Haro. —Trató de apartarle de Galib—. Que no me escuche él, pero has de saber que estás al lado del mejor albéitar de toda Castilla, aunque también he sabido que paga poco…

—Bueno… no… —Diego se sintió desconcertado.

—¿A que digo la verdad? —le guiñó un ojo—. Le conozco desde hace tiempo y sé cómo es… lo exige todo, pero no suelta un maravedí.

—No la tomes demasiado en serio, Diego. A doña Urraca le encanta bromear.

—Me lo vais a decir a mí… —Una voz masculina surgió a sus espaldas.

Se trataba de don Álvaro Núñez de Lara. La mujer le golpeó en el estómago pareciendo sentirse ofendida, para acto seguido dejarse agarrar por él encantada.

—Tenemos muy buenas noticias.

—¿Acaso existen en estos turbulentos tiempos…? —Galib rebuscó dentro de su bolsón para asegurarse de que llevaba varias lancetas para la sangría.

—Estoy embarazada. —Los ojos de la mujer se enrojecieron de emoción. Don Álvaro le acarició el vientre mostrándose orgulloso.

—Enhorabuena…

La felicitación de Galib sonó algo seca. No había podido tener todavía hijos con Benazir y aquello les había supuesto un verdadero martirio. A ella, por imaginarse repudiada ateniéndose a las leyes coránicas. Y a él, por no alcanzar su gran sueño de tener un día descendencia. La situación le resultó incómoda y trató de cambiar de tema.

—¿Qué sabéis de vuestro padre?

—Desde la derrota de Alarcos no le hemos vuelto a ver. Sabemos que ha cabalgado por Aragón y Navarra para tratar de unificar fuerzas con Castilla. Su posición de alférez real le convierte en mano derecha y primer consejero del rey Alfonso. Conociéndole, sólo busca ayudar, y más aún después de la desgracia.

—Es comprensible —respondió Galib—, la gente está nerviosa. Ansiamos ver detenido el avance almohade… los tenemos demasiado cerca.

—Por eso os hemos hecho llamar. Debemos tener siempre lista nuestra caballería —apuntó don Álvaro.

Al llegar a la entrada de las cuadras, Galib dio varias indicaciones a Diego. El muchacho había visto sangrar alguna vez más y no le parecía demasiado difícil, pero cambió de opinión cuando los tuvo más cerca. Aquello no parecían caballos, eran enormes, gigantescos y pesados animales, capacitados para soportar armaduras y caballeros y derribar empalizadas o barreras humanas en medio de una batalla. Nunca había visto raza de caballo de guerra tan grandiosa como aquélla. Galib le dijo que eran bretones.

—A los más grandes les sacarás tres libras de sangre, y hasta cuatro a los que vieras más vigorosos y fuertes. Sólo cuando llegues a los corceles de paseo y a las mulas de carga, no te pases de dos libras.

Para empezar buscaron el extremo de la cuadra y delante del primer animal Galib empezó a dar órdenes a los mozos. Cuatro de ellos se interpusieron entre los caballos haciendo fuerza sobre sus costillas para dejarle holgura al albéitar, y así poder alcanzar el cuello sin ser aplastado. Otros sujetaban las jarras donde se recogería y mediría la sangre. Y a los últimos les explicó cómo apretar la herida realizada tras la extracción y dónde limpiar las lancetas entre cada caballo utilizando agua caliente.

—Fíjate en cómo lo hago con el primero y luego prueba tú con otro.

Galib se aproximó al cuello del animal y tuvo que alzar los brazos para alcanzar su vena. Sintió su presencia entre dos músculos y la apretó con energía.

—Tienes que introducir la hoja de la lanceta muy inclinada para que no coincida el agujero de la piel con el vaso sanguíneo. Así le evitaremos una aparatosa hemorragia posterior, o cuando menos la aparición de un feo hematoma. —Lo hizo, y al instante se apartó al ver brotar el primer chorro de sangre.

Galib riñó al mozo que tenía a su lado por retrasarse con la jarra y le enseñó a sujetar la lanceta y a la vez, a recoger en la jarrita los golpes de sangre.

Le pasó otra lanceta a Diego señalándole el siguiente caballo. A Diego aún le pareció más grande y alto que el anterior. En general no les tenía miedo, pero en aquéllos un simple pisotón podía dejarle cojo para toda la vida. Galib se colocó a su derecha.

Diego tanteó la vena, pero al sentir su mano, el animal volvió la cabeza hacia atrás, le enseñó los dientes y relinchó furioso. Aquel cálido aliento le hizo entender que no debía perder el tiempo. Un segundo aviso sería mucho peor…

Apretó con la mano el vaso y dirigió la lanceta hacia él. Galib le corrigió el ángulo. Al clavarla, el animal tensó la piel y los músculos, lo que cogió a Diego de improviso, no estuvo atento de sujetar bien el instrumento y aquello supuso que el primer chorro de sangre saliera describiendo un amplio arco que le empapó toda la cara y la camisola.

Algunos mozos rieron la impericia del muchacho. Galib se dirigió a ellos muy enfadado.

—El siguiente que se ría servirá de voluntario para ganar experiencia con la lanceta…

—¿Conocéis lo último del rey de León? —Don Álvaro rompió la tensión. A menudo le confiaba asuntos de Estado, pues apreciaba el buen sentido y criterio de Galib.

—No imagino en qué feo asunto se habrá metido el leonés, pero conociéndole…

Una vez aprobado el buen hacer de su ayudante con los dos siguientes, Galib se dispuso a volcar su atención en don Álvaro Núñez de Lara y en su esposa. Mientras él sangraba a cinco, Diego sólo conseguía hacerlo con uno, pero al cabo de uno tiempo fue ganando velocidad. Se fueron separando de tal modo que Diego terminó por no oír lo que hablaban.

—Tras la pérdida de Alarcos —siguió don Álvaro—, nuestro rey se encontró con su primo Alfonso IX de León en este mismo castillo. Anonadado por la derrota, el de Castilla le recriminó su ausencia en la batalla, aunque el otro lo justificó por causa de un involuntario retraso. Al parecer, fue entonces cuando el leonés, ante la debilidad de su primo, aprovechó para reclamarle unos castillos fronterizos que disputaban desde hacía años. Como nuestro monarca se los negó, enfadado además por su oportunismo, hemos sabido que, de vuelta a sus tierras, el muy traidor ha firmado la paz con el califa almohade para combatir juntos a Castilla.

Doña Urraca, movida por el respeto hacia su padre y siempre fiel y leal a su rey, intervino.

—No alcanzo a entender qué sucios intereses pueden llevarle a juntarse con aquel fanático musulmán que tanta sangre cristiana ha derramado ya. Castilla ha tratado de unificar los demás reinos para combatir unidos su celo conquistador. Si no le pusiéramos oposición, nos haría esclavos de su fe, sometiéndonos a todos y sin la menor misericordia. Son fríos y desalmados. Se han oído espantosas historias durante el saqueo posterior a la derrota de Alarcos. Parece mentira que por las venas de Alfonso IX corra sangre cristiana. Sólo le pido a Dios que un día se lo haga pagar…

Diego se había acercado a ellos para consultar a Galib cuando oyó la palabra saqueo y Alarcos. Sin estar en su conversación, aquello le removió y no pudo evitar preguntarles.

—Mi señora, disculpadme, sin pretenderlo os he oído hablar de Alarcos y… —titubeó.

—Pregunta sin miedo, joven.

—En aquel día, dos de mis hermanas fueron raptadas en Malagón a manos de un grupo de africanos de piel negra, después de asesinar a la tercera, a la mayor. Nadie me ha sabido decir qué pudo ser de ellas ni cómo encontrarlas. Me preguntaba si vos habéis oído algo sobre lo sucedido después.

La contestación llegó a través de don Álvaro.

—Lo más probable es que terminasen alimentando un harén, tal vez el del visir en Sevilla, o el de cualquiera de los muchos gobernadores de al-Ándalus…

Doña Urraca recriminó su crudeza y se apiadó del joven.

—Siento que suene tan horrible, pero es lo que acostumbran a hacer con las cautivas.

Diego bajó la cabeza y enmudeció tragándose las lágrimas y el dolor, con la boca reseca de angustia.

Volvió para terminar su trabajo y sintió un punzante dolor en el estómago al asentar lo que acababa de escuchar. Mientras le clavaba la lanceta en la vena a un gigantesco ejemplar de raza bretona, imaginó la de aquellos hombres de piel negra y deseó su muerte.

El calor de la sangre corriendo entre sus manos excitó sus deseos de venganza contra aquellos que usaban la religión para amedrentar y someter al resto de los humanos.