Abuomán Abenxuxen era un adinerado judío que, además de recaudar los tributos para la corona, había prestado a los monarcas enormes sumas de dinero para hacer frente a las costosas campañas contra al-Ándalus. La sombra de su poder era alargada y sus influencias políticas, enormes.
—¿Sabes lo que es un cólico? —le preguntó Galib a Diego, antes de llegar a la aljama, con la voz entrecortada por las prisas.
—Vi uno hace años, en una yegua nuestra. Recuerdo que tenía el vientre muy duro y dolorido, también que sudó mucho.
—¿Qué le disteis?
—Mi padre preparó un cocimiento de flores, pero no funcionó y el animal murió.
—Típico de un herrero…
Molesto, Diego quiso explicar todo lo que un herrero podía hacer por un caballo, pero Galib le interrumpió.
—La verdad nunca debe ofender, joven Diego.
—¿Qué verdad?
—Los herreros pueden actuar, intentar curar, pero no saben por qué lo hacen. Ser herrero no da saber. Para ser albéitar se ha de leer, recoger de los libros la ciencia necesaria para poder curar al caballo. En ellos se encuentran experiencias basadas en siglos de minuciosa observación. Por eso denuncio a los herreros, por creerse portadores de un saber al que en realidad yo llamo fortuna. Con un remedio curan un mal y desde entonces aquello queda convertido en ley. Luego, se transmite de padre a hijo o de maestro a aprendiz, como algo inmutable, hasta que alguien da con otro remedio de mejores resultados. Así evoluciona su proceso y, entre medias, nadie se pregunta el motivo último de las cosas. Esto ocurre sobre todo en tierras cristianas, donde mi oficio es denostado y pocos son los que lo practican.
—¿Acaso existen razones para las enfermedades?
—Buena pregunta. He de reconocer que es difícil de contestar, si no imposible. Sabemos poco, muy poco todavía, demasiado poco en realidad… Se necesita más estudio, más tiempo, y abrir el corazón y la mente a la ciencia.
Alcanzaron la puerta de entrada a la aljama judía. Estaba cerrada. Sin perder tiempo, Galib llamó en voz alta a su portero. El hombre se apresuró a darles paso, avisado de antemano de su llegada, y les guió hasta la residencia de Abenxuxen.
Era un palacio bellísimo. Dos enormes antorchas iluminaban su pórtico de entrada. Sus sombras amarillentas bailaban sobre la pared y lamían el cobre bruñido de una aldaba en forma de estrella de David. Galib la golpeó sólo dos veces, pues antes de la tercera, la puerta se abrió y pasaron a un patio de cortesía. Allí descabalgaron y siguieron a un hombre de bastante edad.
Entraron por un pasadizo hasta abrirse a un gran espacio donde se encontraba una cuadra bien iluminada. Parecía muy concurrida de gente.
—¡Ha llegado el albéitar! ¡Dadle paso! —gritó uno.
Galib identificó al almojarife en aquel grupo. Su rostro expresaba una enorme preocupación.
—Disculpad si me salto la debida cortesía con vos, pero entiendo que la situación requiere de la máxima rapidez. —Abuomán le invitó a entrar en las cuadras. De camino le explicó el problema—. Necesito ese caballo, no otro, ése…
Galib debió de expresar tal muestra de perplejidad que no tuvo que preguntarle el motivo.
—Me explico mejor, perdonadme, estoy nervioso. El caso es que mañana he de iniciar un largo viaje a Frías para resolver un asunto de extrema urgencia con el rey. Y sólo confío en Andrómedes para hacer ese recorrido. No hay otro más rápido que él.
—Me han hablado de un cólico.
—Desde esta tarde… sí. Parece que ha comido más cebada de la cuenta. —Miró con enfado a uno de sus mozos y éste reaccionó con gran rubor.
—¿Cuánto ha sido…?
—No sé… mucho.
Todavía no había acabado de hablar cuando oyeron un terrible chasquido. Corrieron a ver y se encontraron con una valla de madera hecha añicos. El animal se había ensañado con ella.
—Veamos qué le ocurre…
Galib hizo una mueca a Diego para que le siguiera.
Cuando se asomaron le vieron inquieto, moviéndose de un lado a otro, nervioso. Tan pronto se ponía a escarbar en el suelo, como de repente volvía su cabeza hacia los flancos una y otra vez. Tenía un lado del abdomen más hinchado que el otro y presentaba algunas heridas superficiales. Mientras le observaban, el animal se tiró al suelo y empezó a revolcarse sobre la paja. De tanto como había sudado, hasta el aire parecía más espeso de lo normal.
—Mira, Diego, para tener un diagnóstico definitivo de un cólico es necesario observar la mucosa de la boca. —Galib le hablaba al muchacho con paciencia, quería que lo entendiera todo.
—¿Y qué he de ver en ella?
—Ahora está demasiado nervioso, pero si nos nota tranquilos, no nos hará daño. Tenemos que entrar y mirarle las encías, en sus incisivos superiores, y ver de qué color son.
Desde la puerta de la cuadra observaron al animal de nuevo incorporado. Se mostraba más agitado que antes y arrastraba peligro. Diego no había visto nunca nada parecido. Tragó saliva.
—¿Entonces te atreves a entrar?
El muchacho no dijo nada, abrió la portezuela y se introdujo con precaución. Galib le siguió con una cabezada. El caballo los observó con intranquilidad. Relinchó dos veces y luego se refugió en una esquina. Diego se le acercó decidido y volvió a repetir algo que Galib ya había visto hacer con su yegua. Le echó el aliento sobre los ollares y el animal le respondió de igual modo. Galib le pasó la cabezada y trató de colocársela muy despacio. El caballo, respondiendo a un golpe de dolor, pegó un fuerte tirón, de tal modo que se les escapó e inició un desbocado trote por el recinto. Galib se puso al lado de Diego y le indicó cómo abordarlo por un lado.
—No os preocupéis —repuso Diego—, creo saber cómo tranquilizarle…
El almojarife dirigió una mirada de inquietud a Galib. Si aquél era su ayudante, no entendía cómo lo dejaba solo. Confiaba en aquel mudéjar, pero se trataba de un caballo único para él.
Galib le tranquilizó con un gesto y se apartó aún más para apreciar mejor la diferencia de volumen en el abdomen, como también la forma de andar. De un saquito tomó dos pizcas de malvas, tres de orfinas y una de viola y se lo pasó a un mozo para que fuera preparando una cocción.
—Trae también algo de aceite, sal y un buen puñado de salvado de trigo.
Diego chasqueó la boca varias veces emitiendo un sonido que parecía tranquilizar al animal y se fue acercando a él con precaución. Consiguió pasarle una cuerda por la cabeza y la sujetó luego a una barra de la pared. Empezó a hablarle en susurros hasta sentir al caballo más relajado, y sin perder la oportunidad, le separó los labios para observar.
—Tiene una especie de anillo alrededor de los dientes de arriba, con un color anaranjado o casi rojo.
—Perfecto, Diego, ése es el signo definitivo de un cólico. Sal ya de ahí. Veamos ahora cómo tratarlo.
—¿Estará bien para mañana? —El judío pensaba en su viaje.
—Imposible… Olvidad esa idea.
El almojarife se llevó las manos a la cabeza y buscó un pañuelo para secarse el sudor.
—Supone una seria contrariedad para mis planes… —Buscó al jefe de cuadras—. ¿Podría utilizar la yegua negra?
—Mi señor, me temo que no. Está demasiado preñada…
—¿Y entonces…?
Galib mandó traer una buena pieza de esparto y una barra larga de madera bien untada en aceite. A otro mozo le hizo volver con una buena provisión de paja con el fin de levantar el suelo en una pequeña zona.
—Si no disponéis de otro caballo veloz, os puedo dejar uno mío. A veces pienso que cabalga sirviéndose del aire.
—Albéitar Galib, os lo aceptaré. Siempre sabéis darle solución a los problemas… Os lo agradezco.
El aludido le restó importancia y se dirigió a Diego.
—¿Estás bien, te has asustado?
—No, pero se ha de tener un extremo cuidado con su boca. Le he visto con ganas de morder…
—No me he fijado en ese detalle, me sorprende tu intuición. Dime por qué les hueles y les echas tu aliento.
A Diego le extrañó la pregunta y trató de respondérsela.
—Me he fijado en que ellos lo hacen así, sobre todo cuando se conocen por primera vez. Tal vez sea la manera de saludarse, no lo sé, o quizás les dé confianza, como cuando nos estrechamos la mano.
—Entiendo… ¿has notado entonces algún olor diferente en su aliento?
—Tal vez algo ácido.
—Es lógico. El estómago de un caballo es muy pequeño y eso le obliga a comer con mucha frecuencia y poca cantidad cada vez. Cuando se atraganta con mucho cereal, como es este caso, se le paran las tripas y se hinchan, como si fermentase el grano que ha comido. Luego se producen esos terribles dolores. Las heridas en un ijar señalan dónde se encuentra el problema. Muchas veces se miran hacia ese punto y se golpean contra todo lo que encuentran a mano, como si así tratasen de deshacerse de su malestar. También hay más causas que lo producen, no sólo la comida…
En ese momento entró una muchacha con una olla grande y la cocción solicitada. Galib pidió una botella con agua y ordenó a Diego y a otro hombre fuerte que sujetaran al caballo para darle el tratamiento. Mezcló el agua con el caldo para enfriarlo y rellenó una primera botella. Ordenó colocar al caballo de tal manera que los cuartos traseros quedasen enfrentados a una de las paredes, para evitarse posibles coces. También hizo levantar un montón con paja bajo sus patas traseras, con el fin de elevarlas sobre el resto del cuerpo y conseguir así que sus tripas se le vencieran hacia delante.
—Tú, Diego, mantenle tranquilo como has demostrado saber hacer. Lo necesito para poder darle a beber las botellas.
Todos hicieron lo que les había pedido y él confirmó la correcta sujeción del caballo. Con la determinación que da la experiencia, le abrió la boca y le metió la botella del líquido curativo, repitiéndolo con otras dos más.
A continuación se remangó la camisola, se ciñó con fuerza un grueso cinto y le pidió a Diego que tomase el otro extremo del palo de madera engrasado. Se lo pasaron por debajo del vientre.
—Emplea todas tus fuerzas. Hemos de empujar con él hacia arriba y adelante, y varias veces.
Diego apretó los dientes y resopló para conseguir levantar al animal con el palo. Le frotaron con aquella madera durante un buen rato con idea de ablandar la mucha dureza que tenía y producirle bienestar. Y el caballo pareció mejorar con ello. Le retiraron el palo completamente agotados. Galib tenía la camisola empapada y le corría el sudor a chorros por la cara, tan enrojecida por el esfuerzo como la de Diego.
—No debe comer nada sólido en un día, a lo más un poco de heno y sólo si fuera de excelente calidad —le indicó al mozo de cuadras.
Les trajeron una palangana con agua templada y unos paños para limpiarse y después se quedaron un rato más junto a su dueño observando el comportamiento del animal. Conversaron sobre ordenanzas, de la situación política en Toledo, de los almohades. Diego escuchaba sin participar asombrado de las estrechas relaciones que mantenía Galib con muchas de las personalidades que se fueron nombrando a lo largo de la charla.
El caballo se fue recuperando de forma sensible. Su expresión era más serena. Poco a poco empezó a pasear por el recinto sin mirarse los ijares.
El almojarife observó satisfecho al animal y organizó lo necesario para que le trajeran esa misma noche el caballo prestado por Galib.
—¡Sois único! —proclamó en voz alta—. Ya no quiero molestaros más. Marchaos… es muy tarde. Como veis, el caballo está curado. Y por cierto, me agradaría mucho veros una noche junto a vuestra bella esposa para cenar. Mi mujer la adora. ¿Vendréis?
—Os lo agradezco. Se lo diré…
De vuelta a casa, Galib y Diego estaban tan cansados que casi ni hablaron. Para Diego había sido una experiencia formidable, tenía la sensación de haber tomado parte en algo importante. Ver a Galib en acción le resultó fascinante. Le entraron ganas de saber todo lo que aquel hombre conocía, de acompañarle a todas partes, de aprender, de leer los centenares de libros que él había leído. Estaba centrado en sus propios pensamientos cuando se dio cuenta de que ya habían llegado a la casa de Galib. El muchacho se paró y se quedó fuera. No sabía si Galib le permitiría pasar la noche en el establo o no.
Galib atravesó el portalón sin decirle nada y el chico se quedó en la entrada. Sintió que de nuevo tan sólo tenía el cielo sobre su cabeza. Se abrazó a Sabba y emprendieron camino hacia algún lugar en el que cobijarse. No sabía bien dónde, pero ya lo encontraría. De repente, el chirriar de la puerta de la casa de Galib le hizo volverse. Allí estaba su maestro. Había descendido de su caballo y le invitaba a entrar.
—Puedes pasar la noche en el establo. Te lo has merecido.
Diego espoleó a Sabba con el pie y entró triunfal por la puerta de aquella casa que podría convertirse en la escuela donde labrarse un excitante futuro.