VIII

Sajjad era un ser raro e impredecible.

Podía estar alegre y risueño, y al momento volverse irascible y gruñón.

Durante las tres primeras semanas, Diego se empeñó en cumplir con prontitud las tareas que le encomendaba; trabajaba con celo para dejarlas todas bien hechas y a tiempo.

Baldeaba los suelos, rascaba la mugre de las paredes, cepillaba los aperos… en poco tiempo tuvo que limpiar a fondo las enormes caballerizas del albéitar más afamado de la ciudad. Su interior estaba dividido en doce casetas donde se guardaban los caballos enfermos. Y en un ala lateral, en ángulo con la estructura principal, se abrían otras cinco donde lo hacían los propios. Sabba ocupaba una de ellas.

Sajjad se asomaba cada poco tiempo para revisar su labor. Si Diego escuchaba «Sajjad contento», es que aprobaba su faena, pero no siempre era así, y entonces asistía a un coro de muecas, chasquidos y frases de reprobación como «no obedecer Sajjad. Diego malo y Sajjad hablar a Galib».

Aquel hombre era curioso hasta para rezar. Tenía una mancha en medio de la frente, en realidad un moratón, como señal de su ferviente identidad religiosa. Recitaba las plegarias arrodillado, golpeándose contra el suelo con increíble severidad, y tal vez por eso las oraciones surgían entrecortadas como cuando hablaba.

A veces Galib necesitaba su ayuda para alguna visita y Sajjad se iba muy contento. A su vuelta sonreía y repetía una y otra vez lo mismo: «Sajjad servir bien, ayudar mucho».

Aunque tuviera la mente bastante limitada, no parecía un hombre peligroso, por el contrario, Galib apreciaba su lealtad. La verdad era que, al conocerle, se le disculpaba casi todo. Pero tenía dos malas costumbres que Diego llegó a odiar: pegarle con una caña cada vez que le encontraba parado o descansando, y fisgonear todo aquello que hacía el chico y que, estaba seguro, tarde o temprano le contaba a Galib.

Pero Diego estaba tranquilo. Él cumplía con su deber y Galib no faltaba a sus pagos, e incluso las pocas veces que habían tenido que trabajar juntos, le había tratado con respeto y cariño. Además estaba junto a Sabba, y sabía que tarde o temprano volvería a ser suya.

Cuando acababan las interminables jornadas de trabajo, Diego se sentaba junto a su yegua y charlaba con ella. En su peculiar forma de comunicación, ambos se entendían y aunque Sajjad no pudiera comprender lo que el chico hacía junto a aquel caballo, Diego no quería más que acariciar a Sabba, y dejar el tiempo correr.

Una noche, Sajjad se dio cuenta de que Diego no se había ido de los establos. Le estuvo observando sin que el muchacho se diera cuenta, y cuando advirtió que se arrebujaba al calor de su yegua y que se disponía a dormir, entró hecho un basilisco en la caseta y empezó a gritarle.

—No, no. Sajjad no dejar… Dormir aquí no. —Levantó tanto la voz que alarmó a todos—. Ser peligroso para el señor…

—Sólo será esta noche —le suplicaba Diego—, hasta que encuentre otro sitio.

—He dicho no…

—¿Qué sucede? —La figura del albéitar se reflejaba ominosa en la sombra de la noche. Mientras Sajjad y Diego discutían, no se habían dado cuenta de que, apostado a la entrada de las caballerizas, les escuchaba.

Cuando Sajjad le vio, quiso explicarle con su extraño lenguaje que Diego intentaba quedarse a dormir, pero Galib no le dejó hablar.

—Diego, rápido, tengo una urgencia, y esta vez necesito que vengas conmigo. Ve a ensillar mi caballo y tu yegua y salgamos cuanto antes.

A pesar de darle las gracias por su celo, aquello fue un duro golpe para Sajjad, pues entendió que a partir de ese momento tendría que empezar a compartir las obligaciones de su trabajo y los favores de su amo con aquel pordiosero que hacía tan sólo unas semanas estaba suplicando a la puerta de la casa.

—Si se trata de un cólico tal y como me dicen, necesitaré ayuda, y sobre todo a alguien resuelto y fuerte. Mi viejo Sajjad ya no está para esos esfuerzos —dijo Galib a Diego cuando emprendieron el camino.

Las estrechas calles del viejo Toledo se sucedían sin orden al paso de los dos nocturnos visitantes, entre brumas e impenetrables sombras. Para no perderse, Diego forzaba a Sabba a caminar pegada a la grupa del otro caballo. Tenían que llegar rápido hasta la entrada del barrio judío, pues el aviso había procedido de la hacienda del almojarife, máximo responsable de las finanzas del rey Alfonso VIII. Marchaban al galope y apenas si podían hablar, pero Diego quiso disculparse por lo que había sucedido.

—Ya sé que no podía quedarme a dormir, pero unos hombres me echaron de la cueva donde descanso por las noches, a las afueras de la ciudad, y no sabía adónde ir.

—¿No tienes casa? ¿No tienes a nadie?

—No, señor. Mi familia y yo vivíamos en Malagón, pero tras la guerra de Alarcos los imesebelen mataron a mi padre y a mi hermana mayor… —bajó la cabeza por el enorme peso de sus recuerdos—, y también secuestraron a mis dos hermanas pequeñas.

—¿Cómo dices?

—Tuve que huir de mi casa y no sé cómo volver. Mi padre… mi padre me encargó escapar con ellas, pero le desobedecí, quise rescatarle a él y fue entonces cuando aparecieron aquellos hombres… Hablaban vuestro idioma, pero al final tiñeron con su sangre mi casa, mi vida, todo. Luego, en Toledo, nadie quiso ayudarme a volver, todos decían que era una locura… —Le miró y sin dudarlo vio en él una oportunidad—. ¿Tal vez vos pudierais hacer algo por mí? No sé cómo encontrar a mis hermanas… Igual, si viajaseis alguna vez por esas tierras… ¿podríais enteraros de qué pudo ser de ellas? Os estaría eternamente agradecido, trabajaría para vos aunque no me pagarais nada.

—Diego, eso es imposible. Lo siento, no puedo. Yo soy musulmán, pero no soy uno de ellos. Aunque te suene extraño, y pienses que todos adoramos a un mismo Dios, no somos iguales. No puedo viajar por aquellas tierras sin meterme en serios problemas, me podrían reconocer. Y tú menos. No deberías ni pensarlo, créeme, los almohades son peligrosos.

Diego se sintió perdido, nadie parecía dispuesto a ayudarle. Galib quiso explicar mejor sus razones.

—Nunca he entendido que alguien sea excluido por sus creencias. Vine a Toledo precisamente por eso. A diferencia de lo que sucede en el sur, aquí conviven las tres religiones. Y si no, piensa dónde vamos… No tenemos iguales derechos que los cristianos, también eso es verdad, pero al menos aquí se puede comerciar, relacionarse e incluso asistir a los festejos propios de cada fe… Aquí pude ejercer mi oficio y ganar cierto prestigio. Por todo eso, amo esta ciudad.

Diego no le dijo nada por respeto, pero no se quitaba de la cabeza que la religión que profesaba había sido la causa de su desgracia. Galib amaba Toledo, él odiaba el islam.