Y ahí estaba Diego.
Cada vez que el albéitar Galib atravesaba el portalón de su vivienda se encontraba postrado al insistente mendigo. Desde hacía varios días, y a voz en grito, le reclamaba una y otra vez aquella yegua.
El muchacho había ido perdiendo fuerza y compostura. Apenas si podía mantenerse en pie, pero allí seguía. A partir del quinto día no le vio levantarse, tan sólo lo reclamaba con la mirada.
Galib se dio cuenta de que el chico moriría antes de alejarse de su casa. Parecía que no tenía nada que perder, ni siquiera nada que hacer. Cuando estaba cumplida la primera semana, no pudo resistir más, y antes de recogerse en su hogar, después de una larga jornada de trabajo, se acercó para hablar con él.
—¿Cómo te llamas?
Diego echó mano de sus últimas fuerzas y se levantó de un sallo. Por fin aquel hombre le prestaba atención.
—Diego. Diego de Malagón.
—¿Y la yegua?
—Sabba.
—Un bello nombre. En mi lengua significa «viento del este»…
Galib le observó, el chico parecía no tener nada más que decir.
Le reconoció su terquedad y tras un largo silencio se arriesgó a dejarle entrar.
Atravesaron un amplio patio a cuya izquierda se abrían unas espaciosas caballerizas. Recorrieron un almacén, y después una docena de casetas donde se guardaban los caballos. Cuando llegaron a la última, Galib le hizo un gesto con el dedo.
—Ahí la tienes.
Diego descorrió un grueso pestillo y empujó una puerta baja. En ese momento su corazón latía desbocado. Sabba se incorporó al verle y bufó encantada.
—Sabba, mi Sabba…
Diego se abrazó a su cuello y empezó a darle pellizcos en la base de sus crines, hablándole en voz baja. Parecían tenues sonidos más que palabras. Luego se acercó a sus ollares y le echó el aliento. El animal respondió con un relincho de absoluta satisfacción. Miró sus ojos, le acarició la cabeza y las orejas. La yegua pareció rumorearle entonces un conjunto de susurros, casi ecos, como si entre ellos se diese un particular lenguaje. Diego sintió la fidelidad del animal, la calidez que durante tantos años le había acompañado. Sabba era más que un caballo, era su fiel compañera, el ser que había estado a su lado desde la muerte de su madre.
Con la respiración contenida, Galib observaba la escena sobrecogido. Aquella asombrosa relación lo decía todo, lo traspasaba todo.
—Ha tenido fiebre, ¿verdad?
—¿Crees que la tiene ahora? —le respondió Galib para probarle.
Diego lo negó con la cabeza. Se agachó y toqueteó una zona donde la paja parecía húmeda, oliéndose después la mano.
—Entonces, ¿qué te hace pensar que la ha pasado?
—Su respiración —contestó Diego sin dudarlo—. Es algo más rápida de lo normal, y la mirada no tiene el mismo brillo de siempre…
—¿Alguna otra cosa?
—Su orín huele distinto y las orejas no están frías, aunque tampoco calientes.
A lo largo de su ejercicio, Galib había conocido algunas reacciones hermosas de los animales hacia sus dueños, a veces heroicas, pero nunca una lealtad y una entrega como la de aquel muchacho por su yegua, hasta el punto de morir de hambre a sus puertas, sin abandonarlas durante una semana. Tal vez por eso empezó a verle con otros ojos. No conocía su historia, pero sí sabía dos cosas: decía la verdad cuando afirmaba que el animal era suyo, y además, sabía que no tenía frente a él a un simple pordiosero.
Ajeno a sus pensamientos, Diego no dejaba de mirarle con cautela.
Galib suspiró dos veces y volvió a pensarlo una más. Se sabía cabal y no solía dejarse llevar por impulsos, pero en aquella ocasión lo iba a hacer. Sintió compasión por él y quiso ayudarle.
—Muchacho, ¿qué sabes hacer?
—Me crié en una posada, lejos de aquí, y siempre he estado entre caballos. Los sé herrar y cuidar. —Chascó la lengua y Sabba respondió olfateándole la palma de su mano.
—Esta yegua me costó ciento cuarenta sueldos; un precio elevado, aunque desde el principio supe que lo valía. —La acarició en la frente—. Su sangre es excelente y tal vez sea el mejor ejemplar que tenga hoy en mis cuadras, pero hasta podrías recuperarla…
Diego desconfió de aquel musulmán. No era demasiado alto ni fuerte, pero tenía un porte distinguido. Su piel empezaba a enfrentarse a los embates del tiempo y sus incipientes canas le ofrecían un aire de sabiduría, de caballerosidad y de bondad. Sin embargo, Diego no podía fiarse de ningún hijo de Allah. No le gustaba ninguno, aunque su aspecto y sus palabras le dejaron estupefacto…
—Vos sabéis que no puedo pagaros…
—Trabaja entonces para mí. Necesito otro mozo de cuadras, una labor que conoces bien. Si estás de acuerdo, ganarás dos sueldos a la semana, aunque de ellos te retenga la mitad para pagar la yegua. Tendrás comida, pero no cama, pues eres cristiano y en Toledo no podemos vivir bajo un mismo techo… ¿estarías de acuerdo con ello?
Diego tardó un tiempo en responder. Aquella propuesta representaba la mejor salida a su situación, pero si la aceptaba, le parecía estar traicionando la memoria de sus muertos. Sus desgracias habían tenido acento musulmán, y Galib también era musulmán… No se imaginaba viviendo tan cerca de ellos, escuchando sus rezos, comiendo en sus platos. La idea no le seducía en absoluto, pero de pronto recordó el juramento hecho a su padre, cuando le pidió que huyera como fuera de la pobreza y luchara por un destino mejor sin dejarse vencer por las contrariedades. Se preguntó si acaso ésa era una situación de la que debía huir e intuyó la recomendación que le hubiera hecho su padre.
—Os lo agradezco, sid.
Galib le palmeó en la espalda e hizo ademán de buscar a alguien.
—¿Sajjad? —alzó la voz.
Para disgusto de Diego, apareció cojeando aquel hombre de nariz torcida, ásperos modales y extraña forma de hablar, a quien había conocido el primer día junto a Fátima.
—Es mi mozo de cuadra, obedécele. Es un buen hombre y lleva junto a mí no sé cuántos años…
Sajjad puso una sonrisa bobalicona.
—Señor bueno conmigo. —Se agarró a la camisola de Diego y tiró de ella—. Seguir ahora a Sajjad. Sajjad os enseñará.
El anciano quiso llevarse a Diego a la cocina para ofrecerle algo de comida, pero el chico no estaba dispuesto a abandonar ni por un momento a su yegua, así que Sajjad tuvo que llevarle un trozo de pan y de queso a la misma caseta. Diego se sentó al lado de Sabba, sentía su calor, sentía el frío de la noche, pero se encontraba feliz.
Fue entonces cuando la vio por primera vez.
Su belleza era inusual. Se llamaba Benazir y era la esposa de Galib. Cuando Diego la vio pasar por delante de las caballerizas, pensó que no había nada más hermoso que ella.
Benazir era una hija del desierto, nacida en las lejanas tierras de Persia. Al correr por sus venas sangre nómada, poseía un lado salvaje e impredecible, pero también otro cálido y vulnerable, propio de quien ha respirado los vientos de oriente.
Había conocido a Galib en Sevilla diez años atrás. Benazir era hija del embajador persa, y cuando se enamoraron, él tenía como responsabilidad la yeguada más grandiosa del mundo, la yeguada de las marismas. Como propiedad del califa, sus más de cinco mil ejemplares de pura raza árabe trotaban libres por aquellos humedales próximos a la desembocadura del río Guadalquivir, en un paraje de extraordinaria belleza.
Mientras vivió en Sevilla, capital del califato, Galib gozó de una inestimable posición social. Una noche, durante la velada que organizó el embajador para dar la bienvenida a dos de sus colaboradores, coincidió con ella, y desde entonces se enamoraron sin remedio.
Pasado el tiempo, él había llegado a la conclusión de que Benazir transportaba la pasión en sus venas. Era cálida y sensual, pero también peligrosa e indómita. Galib acabó entendiendo que para amarla debía aprender las leyes del desierto, reconocerlas en sus cambios, y no pretender abarcarla por completo. Cuando Diego la volvió a ver, a la mañana siguiente de empezar a trabajar, de inmediato comprendió cuánto debía de amarla Galib. Su sola presencia desbordaba sensualidad, y además era bellísima. Se movía como el viento; suave a veces y otras con fuerza y dominio, con una fragancia que embotaba los sentidos. La temió, sin entender por qué.
Sajjad, en su escasa capacidad de expresión, le había encargado ensillar su yegua y le dijo dónde debía esperarla dentro del patio. Así lo hizo, y cuando se encontraba asegurándole la montura, la vio aparecer.
Iba toda vestida de negro, con una túnica sin ceñir. Los cabellos recogidos en una sola trenza a la espalda, tan oscuros como sedosos. Sus ojos, del color de la miel, poseían un excepcional brillo.
Cuando se cruzaron sus miradas, ella recogió un largo velo que le colgaba desde la cabeza y se cubrió el rostro.
—Buenos días, mi señora… —Diego colocó unos escalones de madera en el flanco del animal, y lo sujetó hasta que ella se hizo con las riendas y le deseó una feliz jornada.
A sus espaldas Sajjad le asestó un sonoro cachete en la nuca.
—Diego respetar señora. Diego no hablar si no estar el señor…
El viejo corrió, cojeando, hasta el portón de madera y lo abrió de par en par. Benazir hizo girar a la yegua y se dirigió a la salida, pero antes se volvió un instante hacia él.
—Bienvenido seas a esta casa.