VI

La primera semana fue muy difícil para Diego.

Deambulaba desesperado por los alrededores de Toledo y a todos preguntaba por Sabba. Les explicaba que sin ella no podía ir en busca de sus hermanas y los lugareños le miraban con compasión; las tierras de las que hablaba habían pasado a manos musulmanas y acercarse era una temeridad. Ante lo irremisible del hecho, Diego se concentró en la búsqueda de Sabba, hasta el punto de que encontrar a su yegua se convirtió en una obsesión.

Diego se fijaba en todos los caballos que le salían al paso. Corría detrás de cualquier yegua que tuviera color canela y cuando llegaba hasta ella, buscaba las mismas manchas blancas que la suya tenía en el pecho y testuz.

Vivía con extrema penuria, pues había decidido que el hambre todavía no formaba parte de sus necesidades más urgentes. Antes necesitaba localizar a Sabba.

Las noches las dormía en una gruta de piedra, bajo las murallas de la ciudad. No era muy profunda ni cómoda, pero estaba seca y, sobre todo, podía llorar sin que nadie le molestase. La había encontrado una mañana por casualidad mientras perseguía una rata. A falta de otros manjares, su carne no le resultó desagradable, aunque sí algo dura.

Por aquellos días, las autoridades habían organizado el traslado hacia el norte de Castilla de la multitud de refugiados que se agolpaban a las puertas de la ciudad. Con la promesa de un pedazo de tierra, algo de ganado y la libertad, habían conseguido que todo aquel que estuviera dispuesto a iniciar una nueva vida se trasladara al sur del río Duero, en las llamadas tierras de repoblación. Una vez despejados los alrededores, las puertas de Toledo se volvieron a abrir y la ciudad fue recuperando su habitual ritmo de vida.

Diego se pasaba el día entero sentado en la puerta de Alcántara, la de más tráfico, para vigilar todo animal que entrase o saliese. Le sorprendía la inmensa cantidad de gente, y tan diferente, que todos los días la atravesaba. Frailes de hábitos negros y otros blancos; judíos con sus afilados gorros; nobles y caballeros con sus pajes y bellas acompañantes; comerciantes venidos de todos los reinos cristianos, también francos, germanos y normandos. ¡Nunca imaginó que se pudiese hablar en tantas lenguas!

El suelo de piedra temblaba al paso de los enormes carromatos, algunos empujados por hasta seis bueyes. Transportaban grandes bloques de granito o largos troncos para servir de vigas en techos y paredes. Otros llevaban cerdos, corderos, patos. También los había con lanas, y llamativas sedas de colores.

Una mañana, casi al alba, vio aparecer a un pastor de bastante edad con un centenar de ovejas. Dos perros y una vara le ayudaban a dirigirlas hacia la puerta que con tanto celo él vigilaba. Ocupaban todo el ancho del puente y el hombre iba tras ellas. Pero cuando llegaron hasta la entrada se pararon en seco, negándose a caminar ni un paso más. El viejo, exasperado, les gritó y azuzó a los perros. Éstos ladraban y las mordisqueaban en los talones, pero ellas sólo se apretaban unas contra otras sin que ninguna se atreviera a dar el primer paso.

Diego se incorporó y levantó la voz por encima de aquella algarabía de balidos.

—¿Os puedo ayudar?

—Agarra una de ellas por una pata y arrástrala hasta la entrada. Las demás la seguirán —le respondió.

Diego consiguió al primer intento hacerse con una oveja. Venció con esfuerzo su resistencia, y a empujones la metió por el arco. Sus compañeras de rebaño los observaban intranquilas, tal vez temerosas, pero balaron felices cuando a Diego se le escapó de las manos y volvió hasta ellas trotando encantada.

Con un gesto de fastidio Diego se lanzó para coger a otra. Los animales le recibieron nerviosos, moviéndose como un torbellino a su alrededor, empujándole y coceándole a la menor oportunidad. Entre protestas y más balidos arrastró a una más grande hasta el mismo punto y allí, sin soltarla, aguardó a que las demás ganasen interés por saber qué le hacía. Algunas se decidieron y las demás se lanzaron en tropel hacia él. Una marea de lana casi le arrastró, pero sonrió feliz. Lo había conseguido.

—Buen trabajo, hijo. —El pastor le palmeó en la espalda.

Diego lo recibió agradecido.

—No ha sido nada. —Se quitó importancia.

—¿Cómo es que no estás en el gran mercado?

El viejo miraba de reojo su rebaño, aunque éste se había quedado parado en una plaza vecina a la puerta.

—¿Qué mercado?

—¿No conoces el de Zocodover? Es el más importante de toda la Trasierra[1], por no decir de Castilla. Se celebra hoy, como cada primer viernes de mes. Allí llevo las ovejas. Quiero venderlas.

Al oír aquello, de un modo instintivo Diego pensó en Sabba.

—¿Se venden también caballos?

—¡Pues claro! Los más bellos ejemplares, y sobre todo árabes. Allí verás pujas de hasta doscientos sueldos por los mejores.

Aquello podía ser una señal del cielo o tan sólo un presentimiento, pero decidió acudir de inmediato a aquel mercado.

—¿Os puedo acompañar?

Muchacho y pastor dejaron atrás el antiguo palacio de los califas y el barrio de los francos. Un enorme bullicio inundaba todas las calles. La gente protestaba a su paso. Unos se limpiaban las ropas al contacto con las sucias lanas de los animales y otros les insultaban cuando pisaban, sin darse cuenta, la basura que dejaban a sus espaldas. Cuando entraron en el mercado de Zocodover, Diego se quedó fascinado. Nunca antes había oído un coro igual, mezcla de animales y hombres, ni su olfato había recibido tantos olores juntos. Una inmensa nube de polvo envolvía por debajo una febril actividad y un espectáculo único.

Se despidió del pastor al saber que encontraría los caballos en la zona oeste de la plaza.

Para caminar entre aquella marabunta había que agudizar los sentidos y extremar la atención. Le costó mucho mantenerse en la dirección deseada, pues la masa se movía de un lado a otro y decidía por uno. Fue empujado hasta darse de bruces con la grupa de un buey. A su lado oyó a dos hombres discutir en árabe y disputarse una bolsa de cuero llena de monedas. Aquel idioma le produjo tal rechazo que huyó de ellos despavorido. Se volvió para mirarles lleno de recelo y a punto estuvo de caerse encima de una pequeña mujer que caminaba muy encorvada con dos cabritillas bajo sus brazos. Pocos pasos después, un hombre le gritó tan cerca del oído que tardó un rato en recuperarse. A fuerza de empellones, golpes, y algún codazo que otro, se fue abriendo camino hasta llegar al lugar donde se comerciaba con caballos.

Se trataba de un recinto vallado con separaciones interiores y unas largas barras donde quedaban amarrados los animales. La gente se agolpaba para presenciar los tratos, enterarse de los precios, y sobre todo contemplar la belleza de aquellos ejemplares. El numeroso y entregado público impedía que Diego pudiera ver más de diez o doce caballos, cuando allí podía haber quinientos o más.

—No recuerdo haber visto tan poco movimiento como el de hoy —escuchó Diego decir a un anciano que conversaba con otro.

—Es por la guerra —comentó el compañero—. Esta semana no ha venido nada desde al-Ándalus, y el género es de segunda. Se dice que muchos animales son de los refugiados.

—Perdonad mi intromisión. —Los dos hombres se volvieron hacia Diego, y uno de ellos le lanzó un puntapié creyéndole un ladronzuelo. Él lo esquivó como pudo y, sin embargo, volvió a pedirles disculpas con ánimo de ganarse su confianza.

—Sólo pretendía preguntaros una cosa…

—Pues sé rápido y no nos incordies más.

—¿Sabéis si alguno de estos tratantes está especializado en venta de raza árabe?

El aspecto de Diego era detestable. Llevaba el pelo sucio y enmarañado. La ropa hedía y, aunque ya de por sí tenía la piel cetrina, con tanta roña parecía casi negra.

—¿De dónde eres?

—De Malagón.

—Te creemos, pero también si nos hubieras dicho que de Marrakech. —Uno de los ancianos le agarró del brazo y apreció la extrema delgadez del muchacho. Diego estaba acostumbrado a comentarios de ese estilo en su posada.

—Si sigues la valla, a la vuelta encontrarás al jerezano —intervino el otro—. Lo reconocerás por su calvicie, una larga perilla pelirroja y un aro de oro en la nariz; es inconfundible. Él es el mayor comerciante de ese tipo de caballos, aunque no el único. Prueba a hablar con él, pero con tu facha no creo que te atienda.

Diego les dio las gracias y tomó dirección hacia el lugar señalado sin dejar de observar todos los caballos a su paso. Como pudo, sorteó el aluvión de clientes y animales y cuando por fin, desde lejos, localizó al hombre, una mezcla de esperanza y desasosiego le hizo contener la respiración.

El jerezano estaba cepillando un semental precioso, de color negro, con un perfil árabe puro. Una chica se le aproximaba con una carretilla llena de avena que dirigía con cierta dificultad. Los dos jóvenes llegaron a la vez hasta el tratante de caballos.

—Me llamo Diego. —Se arrancó desde detrás de la valla, con idea de captar su atención.

—Yo, Kabirma. Alabado sea Allah por todos los tiempos —le respondió el personaje sin ni siquiera volver su rostro.

Era musulmán, como los asesinos de Belinda y de su padre. Diego se quedó callado, mirándole. La chica le observó y dijo algo en voz baja. Diego no llegó a entenderlo. Debía superar el rechazo que le producía aquel hombre y preguntarle por su yegua.

—¿Podríais atenderme?

—Decidme. —El hombre siguió dándole la espalda.

—Si tuviese que vender un ejemplar único, una yegua de excelente raza, perfecta en todo y con sangre del desierto, ¿a quién creéis que debería acudir?

Al parecer, aquello interesó al tratante y al fin se volvió. Sin embargo, al verle, su actitud cambió de golpe.

—¡Lárgate de aquí, sucio mendigo! —le lanzó un cepillo de madera con tanta puntería que le partió una ceja. Diego se dio cuenta de que le había abierto una pequeña brecha que empezaba a sangrar.

—¡Padre! Le habéis herido…

—¡Que no hubiera venido a molestar…! —Escupió al suelo con verdadera rabia y sin remordimiento alguno.

Los ojos de la chica miraban a Diego con pena.

—Hace unos días alguien me robó mi yegua…

—¿Acaso me acusas de traficar con animales robados? —La calva y el rostro de aquel gigantesco hombre se encendieron de ira—. Como no desaparezcas de mi vista ya, no sólo te irás con la ceja partida… —Ahora le amenazó con una barra de hierro.

—Dejadle hablar, padre —intercedió la hija. El tal Kabirma se volvió hacia el semental y le rascó con energía la frente. El animal respondió olisqueándole la mano.

—Era una yegua alazana, perfecta en su raza, de cuatro años, color canela —intervino Diego—. Tiene dos manchas blancas; entre las orejas una, y en la base del pecho la otra.

El hombre carraspeó tres veces seguidas y a su hija no se le pasó el detalle por alto. Diego se calló con la vaga esperanza de haber dado con el hombre adecuado.

—Ya te he escuchado y no tengo nada que decir.

Diego presintió que le ocultaba algo.

—¿No la habéis visto?

—¡Fuera de aquí! —gruñó encolerizado.

Diego se separó con temor de recibir otro golpe y se alejó cabizbajo.

Merodeó por el resto de los puestos y en todos preguntaba. Quien no terminaba insultándole le despedía con desprecio. Vagó durante varias horas por aquel mundo de locura. Lo miraba todo, pero no veía nada. Se movía entre la gente a trompicones, chocándose con ellos, empujado por unos y otros hasta verse en varias ocasiones en el suelo. Parecía un borracho, pero no por los efectos del vino, sino por sentirse desbordado en su desesperanza. Casi al atardecer se miró los pies. Llevaba varios dedos al aire y le dolían de tanto caminar. Ya no tenía ningún destino adonde ir, y ningún sentido para vivir.

—Ven conmigo. —Una mano le agarró de la camisola y tiró de él. Al volverse encontró el rostro de aquella chica, la hija del jerezano.

—¿Adónde? —Diego se mostró desconcertado. De pura debilidad le temblaban la barbilla y las piernas. Su necesidad de comer empezaba a ser acuciante.

—Te llevaré a casa de Galib.

—¿Galib?

—Es el albéitar más famoso de Toledo —le explicó la chica—. Él compró tu caballo.

A Diego se le iluminó la cara, los ojos y la sonrisa.

—No pienses mal de mi padre. Tiene un carácter áspero, pero es buen hombre. A él le vendieron tu yegua hace días y, desde luego, nunca imaginó que era robada.

—¿Él sabe lo que haces ahora?

—No.

—¿Y por qué me ayudas?

Ella no respondió. Un fortuito choque con una anciana se lo evitó. De hecho, no tenía ningún motivo lógico para ayudarle. Tal vez había sentido lástima, no estaba segura, o sólo se dejaba llevar por un impulso. Al sentir sobre ella su mirada, se limitó a encoger los hombros.

—Un albéitar… —pensó en voz alta Diego—. Creía que sólo existían en al-Ándalus.

—La albeitería es un oficio antiguo en esta ciudad. Se practicaba cuando todavía era un reino musulmán, antes de su conquista. Creo que Galib escapó de Sevilla huyendo de los fanáticos almohades, y tuvo que empezar aquí casi desde cero y sin apenas recursos. Ahora, se dice que no existen manos mejores que las suyas cuando se enfrenta a un caballo enfermo. Es tan sabio que son muchos los médicos que envidian su ciencia, aunque no compartan la misma especie de pacientes.

—¿Es también musulmán?

—Como yo —contestó la chica mientras decidía qué calle tomar—. Por aquí nos llaman mudéjares, musulmanes admitidos.

Diego volvió a sentir una honda rabia al tener que verse con más moros, pero por encima de todo necesitaba recuperar a Sabba.

Los dos jóvenes tomaron dirección sur, hacia la aljama musulmana. Antes de abandonar la plaza del mercado, la chica se paró en un puesto donde vendían unos dulces que llamaban mazapanes. Compró media docena y se los ofreció, apiadada de su extrema delgadez. Diego se los comió casi sin respirar mientras ella le explicaba que estaban hechos de una pasta de almendra molida, dorados con yema de huevo y horneados después.

Atravesaron unas callejas llenas de lujosos comercios donde se vendían sedas, aunque también joyas y marfiles de oriente, objetos de plata, finas labores en cuero de cordobán y muchas armas, sobre todo espadas. Estas últimas estaban adornadas con bellas filigranas doradas sobre un azulado acero.

—Este barrio se llama la Alcaicería. Aquí se venden objetos de gran valor, y por eso, toda esta zona se cierra cada noche y queda protegida por unos feroces guardias armados.

Pasadas unas pocas calles más, alcanzaron la mezquita mayor y una madraza donde se estudiaba el Corán.

Desde ese punto entraban en pleno barrio musulmán.

—¿De dónde eres?

—De Malagón, una aldea al sur de Toledo.

—Si recuperas tu yegua, ¿volverás allí?

—No puedo —le contestó de un modo lacónico.

—¿Por qué?

—Todas esas tierras están ahora en manos de tus hermanos de fe almohades. No me queda familia. Mi padre murió asesinado, igual que mi hermana mayor. Y perdí a mis otras dos hermanas. No sé cómo localizarlas, ni sé siquiera si están vivas.

La muchacha sintió lástima, pero le pareció absurdo disculparse por el salvaje comportamiento de otros que no tenían nada que ver con ella y prefirió tan sólo ofrecerle su hospitalidad.

—Mi familia y yo vivimos en las afueras, cerca del río, entre los jardines que llaman de al-Hufra y la carretera que va hacia Mérida. Allí tenemos una casita modesta y las cuadras donde guardamos los caballos para la venta. Yo me encargo de cuidarlos. Cuando los compramos suelen estar muy descuidados, a veces famélicos. Sólo cuando consigo mejorar su aspecto los ponemos a la venta. Si alguna vez te apetece ir, allí me encontrarás.

—O en el Zocodover.

—Por supuesto, o en el mercado. —Miró hacia el suelo pensativa—. Ya estamos llegando.

Bordearon un taller de alfarería y al fondo de una calle estrecha se toparon con un sólido portalón de madera y en su centro un pequeño ventanuco.

La chica golpeó con energía la madera haciendo uso de una pesada aldaba en forma de cabeza de caballo. Casi al instante oyeron descorrerse un cerrojo y por la ventana apareció el rostro de un hombre viejo, rechoncho y bastante colorado, con una nariz exageradamente torcida hacia el lado derecho.

—¿Qué querer? —Su voz era grave, casi rasposa. Parecía extranjero.

—Buscamos al maestro Galib —contestó la muchacha con una generosa sonrisa.

—Él estar ocupado. No tiempo con mocosos. Yo Sajjad y no gustar niños. Sajjad no querer veros.

Los chicos se miraron atónitos por la extraña manera que tenía de hablar mientras que aquel extraño hombre cerró de un golpe la ventana.

Ella no se conformó con aquella negativa y volvió a llamar con más energía que antes, pero no obtuvieron respuesta alguna. Tras sucesivos intentos, aquello no se volvió a abrir. Sólo oyeron, una vez y a lo lejos, la voz áspera de aquel individuo mandándoles al infierno.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó desesperado Diego.

—Yo me tengo que ir. Mi padre estará intranquilo. Pero tú aguarda hasta que salga Galib. Más tarde o más temprano tendrá que hacerlo para visitar a algún paciente. En Toledo viven casi treinta mil almas, y aunque se distingan por rezar a diferentes dioses, casi todos comparten la posesión de un caballo o una mula de carga, cuando no de varias si se dedican al campo. Galib no es el único albéitar para atender a todos esos animales, pero sí el mejor. Ten paciencia.

La chica percibió los ojos de abandono de aquel joven que la miraban suplicándole piedad. Se aproximó a él y le acarició la herida que le había hecho su padre.

—Diego, ahora te debo dejar. Mi nombre es Fátima. Si me necesitas ya sabes dónde puedes encontrarme. Espera a Galib. Tiene que salir.

Fátima se alejó por la callejuela, pero antes de tomar la primera esquina, se volvió y cruzó una sonrisa con el muchacho. Se sentía bien por haberle ayudado. Al dejar atrás el callejón, aceleró el paso temerosa de la reacción de su padre.

Durante la siguiente hora sólo se abrió la puerta para dar salida a dos mujeres cargadas de ropa para lavar. Pero poco después, Diego oyó abrirse los candados de nuevo y vio salir a un hombre a caballo. Tendría unos cuarenta años, barba cerrada y muy morena, a excepción de dos blancas franjas canosas a cada lado de la barbilla. Sus ojos eran pequeños pero muy vivos, incrustados en sus órbitas. Llevaba turbante azul oscuro y una camisola de algodón sencilla, blanca. Los pantalones abombados igualaban el color de la tela que cubría su cabeza.

—¿Señor Galib?

Éste se enderezó en su silla y se hizo con la fusta al ver a un sucio mendigo colgado a sus riendas.

—¿Se puede saber qué pretendes? —El caballo relinchaba nervioso y cabeceaba tratando de soltarse de aquel extraño.

—Recuperar a mi yegua. Se la vendieron hace unos días, pero era mía. Es una yegua de raza árabe, de color canela con dos manchas, es muy dócil y muy cariñosa. Seguro que me echa de menos… por favor, señor Galib. —Se aferró aún más fuerte a los cueros corriendo detrás del albéitar.

Aparte de andrajoso, Diego parecía un loco. Sus ojos desprendían una extraña ansiedad y no despertaban la menor confianza.

El hombre le miró preocupado, con miedo a ser atacado por el joven.

—¡Déjame en paz! —Galib alzó la voz y golpeó el aire con la fusta amenazándole con hacerlo la siguiente vez sobre su piel.

—¡No os dejaré ir! —vociferó Diego, tirando del cabezal todo lo que podía.

El hombre clavó sus tacones sobre las costillas del caballo y el animal se lanzó al trote, deshaciéndose de Diego y dejándole atrás.

Cuando Galib volvió por la noche, el chico seguía allí. Tuvo que enseñarle de nuevo la fusta y poner de patas al caballo para que éste le dejara entrar en su casa.

Y así se repitió cada vez que salía o entraba, durante los días siguientes.

Diego, con infinita paciencia y determinación, había decidido no separarse de aquella casa hasta conseguir su objetivo; volver a ver a Sabba.