Todos deseaban estar con las pelirrojas. Blanca y Estela se acurrucaron dentro de una de las cinco tiendas levantadas por sus captores para resguardarse de la terrible tormenta. Se había hecho de noche y no dejaba de llover. Llevaban varios días con aquellos hombres y aún no sabían qué iba a ser de ellas. Estela, la más pequeña, estaba segura de que con su rapto sólo querían amedrentar a los cristianos y que tarde o temprano las dejarían en libertad. Blanca, viendo lo que le habían hecho a Belinda y cómo trataban a otras mujeres que llevaban más tiempo con ellos, no deseaba hacer ningún vaticinio sobre su suerte, tan sólo callaba y observaba.
En ese momento, las hermanas oyeron varias voces al otro lado de la lona, un gran alborozo, como si estuviesen discutiendo.
—¿Qué dicen, Blanca? No puedo verles, no les entiendo…
Estela empezó a temblar y se cobijó entre los brazos de su hermana.
—Tienes que ser fuerte, Estela… No pienses en ellos, acuérdate de la posada, piensa en algo que entonces te hiciera feliz y revívelo ahora.
Blanca intentaba confortar a su hermana, quitarle hierro a la situación que estaban viviendo, pero aunque intentaba mostrar tranquilidad, en su rostro se dibujaba un rictus de terror.
—¿Qué nos va a pasar, Blanca? ¿Qué nos va a pasar…?
Blanca le acarició la melena y vio en sus ojos una honda preocupación.
—Estaré siempre a tu lado, te protegeré… De pronto uno de aquellos guerreros levantó la lona y entró dando un traspié. Otro hizo lo mismo tras él, le dio un cachete en el cogote y le quitó unas cartas de juego de sus manos. Se dio media vuelta y antes de salir las señaló sonriendo. Blanca dedujo con espanto que se las estaban sorteando, y que el primero era el agraciado. Se colocó con rapidez delante de Estela para ocultarla con su cuerpo.
El hombre se le acercó susurrando en ese idioma que ella desconocía. Blanca no entendía lo que decían y eso aún le causaba más desazón.
El soldado se aproximó hasta su rostro. Ella le mantuvo la mirada con frialdad, quería atraer sus ojos para que ni por un momento aquel animal se fijara en su hermana, que estaba escondida detrás de su cuerpo. Blanca podía sentir su respiración, su nauseabundo aliento, los incomprensibles susurros… y entonces notó como una mano le abría la camisola y acariciaba uno de sus pechos. Blanca se estremeció, pero no dijo nada, no quiso ni moverse, no quería que Estela se diera cuenta de nada. Levantó la cabeza, irguió el cuerpo y endureció su pecho para que la eligiera a ella.
Y él lo hizo. Eligió a Blanca. La muchacha sintió un enorme asco cuando le besó en los labios. Olía peor que un animal.
El soldado se quitó su chaleco empapado en sudor y desanudó la camisola de Blanca con intención de acometer sus lascivos propósitos. Pero, para su desgracia, a Estela se le escapó un hipido y eso fue suficiente para atraer su atención. Apartó a Blanca de un golpe y la descubrió acurrucada, con la cara escondida entre las rodillas. De repente, Blanca se lanzó sobre él como una fiera, mordiéndole en la espalda, arañándole por todos lados. El hombre se revolvió en defensa propia y consiguió hacerse con su cuello. Lo apretó hasta casi ahogarla, hablándole a voz en grito. Blanca dejó de patalear cuando empezó a faltarle el aire y se sintió morir. Se quedó inmóvil y le miró suplicante, haciéndole ver que se encontraba en el límite y que se daba por vencida. Y entonces él la soltó, jadeando de tensión, enrojecidas sus mejillas de ira.
Blanca se quedó quieta, hinchó sus pulmones de aire, y se dejó hacer. Inflamado en pasión, el hombre la desnudó con rapidez y se adueñó de su cuerpo con extrema violencia.
Mientras, Estela gimoteaba en una esquina espantada. Entre susurros empezó a rezar implorando ayuda a Dios. Tembló de pánico. Recordó el espantoso crimen de Belinda. Y lloró a su padre, imaginándoselo en idéntico destino. Y pensó en Diego, ¿qué le habría pasado?
—¡Fuera de la tienda! —Aquella recia voz atrajo la atención de todos. Habló en romance primero y luego en árabe. Se trataba del hombre de la cicatriz.
El guerrero se separó de Blanca y salió de la tienda corriendo sin necesidad de escuchar nada más.
Blanca corrió hasta su hermana y se tapó con lo que pudo. Observaron al hombre. Era muy alto y fuerte.
—Me llamo don Pedro de Mora, y soy castellano como vosotras…
—Os suplico, entonces, que no permitáis más esto… —Blanca le habló creyendo que podría ponerse de su lado.
—Trataré de que así sea… no os preocupéis.
El hombre, de barba cuidada y mirada fría, guardó silencio y las rodeó estudiándolas. Blanca empezó a frotarse con energía la cara, la piel, con la necesidad de quitarse aquel olor de encima o cualquier otro recuerdo del brutal individuo. Al pasar al lado de Estela, don Pedro recogió un mechón de su pelo ensortijado y apreció su suavidad. También lo olió. Le acarició con sutileza la mejilla y la miró a los ojos.
Blanca, temiéndose sus intenciones, se levantó desnuda para atraerle.
—Sólo tiene trece años…
Don Pedro no se dio por aludido y le extendió una mano a Estela. En su misma lengua y en un tono educado, le dijo:
—Jovencita, venga conmigo, por favor.