Toledo no les quería.
Sus puertas habían sido cerradas por orden del alguacil, alarmado ante la masiva llegada de campesinos venidos desde el sur.
Una interminable cola de carromatos había taponado los puentes sobre el rio Tajo, como también el resto de los accesos y alrededores de la ciudad.
Sus autoridades habían tratado de convencerles para que acamparan en la Huerta del Rey, al norte, en un extenso terreno acodado por el río que el propio monarca había puesto a su disposición, pero nadie obedecía. Por el contrario, la encolerizada multitud empezó a responder con piedras y palos, y blandían amenazantes sus rastrillos y horcas.
Eran miles las gargantas que gritaban indignadas ante aquel rechazo. Voces de campesinos y pecheros, hombres y mujeres desahuciados por la guerra, todavía aterrorizados creyendo al enemigo a sus espaldas.
Nunca antes había visto Toledo tanta desesperación junta, ni tampoco un clamor como aquél.
Diego había llegado al alba protegido por una numerosa caravana y se encontraba ahora aprisionado contra la entrada del puente de Alcántara, empujado por una furiosa marea de bestias y hombres, carromatos y enseres.
De camino supo que las tropas del califa habían conquistado toda la tierra comprendida entre Malagón y el río Guadiana. El lugar donde estaba su posada ya no pertenecía al reino de Castilla. La situación era tan peligrosa por allí que buscar ayuda para volverse hacia atrás sólo podía llamarse suicidio, no rescate. Le aseguraron que no encontraría a nadie que quisiera ayudarle a buscar a sus hermanas y, lo que era más, si él intentaba retroceder, moriría.
Con los recuerdos de su propia desgracia todavía frescos, y la contagiosa angustia de los que le rodeaban, en aquel puente presintió una desgracia. Sabba también. Cabeceó nerviosa y trató de encontrar un hueco entre la multitud. Diego empezó a gritar a la gente a su alrededor azuzándola para abrirse paso. Por temor a verse aplastados, algunos se lo permitieron, entre miradas de rabia y codicia.
Y de pronto, un creciente estruendo se sumó al alboroto. Miles de mujeres, llenas de empeño y rabia, y hartas de tanto desprecio, empezaron a golpear sartenes y los más variados objetos contra las piedras del puente. Aquel penetrante sonido se incrustó en las propias piedras de la muralla, como también en las conciencias de quienes les negaban la entrada, hasta reventar sus oídos.
Sabba, aterrorizada, relinchó furiosa y alzó sus miembros delanteros abriéndose por fin hueco. Caballo y jinete consiguieron salir de aquella locura justo a tiempo de esquivar la espantosa ola de pánico que se produjo a continuación.
Alguien gritó que venían los sarracenos y aquella palabra recorrió la procesión de desheredados como si se tratase de un feroz vendaval. Sus consecuencias produjeron tal grado de terror que la gente se lanzó en alocada carrera en busca de las murallas. Algunos, desesperados, saltaban por el puente hacia el río. Otros lo hacían por encima del gentío hasta que alguien los derribaba, para luego terminar pisoteados. Los caballos pateaban y coceaban a su alrededor. Muchas mujeres, en la difícil tarea de transportar a sus bebés, caían al suelo y desaparecían entre la multitud histérica. Aquellos que estaban más cerca de las puertas se vieron aplastados contra ellas, y ni aun así éstas se abrieron.
Por fortuna, Diego había conseguido ascender hasta una colina desde la cual se contemplaba el formidable peñón rocoso, sustento de la ciudad de Toledo, con tres de sus cuatro costados bañados por el escarpado cauce del río. También, desde aquel lugar, pudo ver la imagen de la multitud despavorida. La gente, en masa, fluía por sus puentes, estampándose después contra la ciudad, entre gritos y aullidos. El aire se quebraba ante ellos y el pánico lo alcanzaba todo.
Cuando se supo la falsedad del aviso, un multitudinario coro de llanto y dolor recorrió todo aquel escenario. Las carretas se llenaron de cadáveres y una extraña pesadez invadió el ambiente. Poco a poco, pasadas las horas, los refugiados fueron desapareciendo y se les empezó a ver por la Huerta del Rey.
Diego permanecía quieto, frente a la ciudad, con el alma atenazada. Los recuerdos de un anterior viaje a Toledo le hicieron olvidar por un momento la tremenda experiencia que acababa de vivir.
Había ido con su padre dos años antes, coincidiendo con los inicios de su grave enfermedad. El mal se hizo presente en él con unas fiebres muy altas pero inconstantes, durante las cuales hasta llegaba a perder la conciencia. Luego le sucedieron los calambres, y después una severa inmovilidad en sus brazos. El barbero de la aldea consideró que aquello era demasiado para sus conocimientos, y aconsejó a los hermanos que lo llevaran a la consulta de un famoso cirujano de Toledo, un hebreo de gran renombre y manos de oro.
Al divisar ahora el perfil de la ciudad, localizó sin problemas el barrio judío, su aljama; un auténtico recinto amurallado en su vertiente oeste. Recordaba sus tortuosas callejuelas hasta que habían localizado la casa de Josef Alfakhar. El hombre era un enjuto personaje de aspecto acartonado y de avanzada edad, de habla culta, maneras suaves y mirada afilada. Aún conservaba en su memoria el intenso olor que lo invadía todo y la imagen de los muchos frascos con hierbas y polvos de colores extendidos a lo largo y ancho de las paredes de su consultorio.
Cuando después de una larga exploración el cirujano explicó lo que tenía y cuál era su causa, Diego no había entendido nada. Tampoco cuando, de vuelta a la posada, el padre lo atribuyó a una excesiva concentración de bilis negra.
Resonaba también en su memoria la fuerte impresión que le había provocado aquella bulliciosa ciudad, cuando lo más grande que había visto en su vida era la aldea de Malagón. Sus enormes iglesias, el aromático barrio donde seguían viviendo miles de musulmanes, aquellos que llamaban aceptados o mudéjares. Le entusiasmaron sus mercados, su colorido. Se asombró al ver casas con más de dos plantas, hermosos palacios protegidos por hombres armados y sobre todo sus calles, atiborradas de los más variados comercios y tenderetes.
Un relincho de advertencia devolvió a Diego a la realidad. Un grupo de jóvenes venía hacia ellos. Serían unos diez. Diego advirtió algo extraño y se puso en alerta.
—Tienes una yegua muy valiosa…
El que habló tenía una fea cicatriz en la frente y le faltaba pelo en parte de la cabeza.
—¿Qué queréis de mí?
Sin contestar, cuatro de ellos les rodearon, y los demás se lanzaron de frente con idea de robarle el animal. Diego embistió a Sabba contra ellos con la seguridad de vencerles. La yegua respondió con energía y pudo deshacerse de dos golpeándoles con las patas. Sin embargo, uno consiguió esquivarla y se agarró de sus crines, otro lo hizo por la cola.
—Ya la tenemos… —gritaron a la vez.
Al momento, los demás se abalanzaron sobre Sabba e intentaron inmovilizarla, pero el animal no lo permitió. A los que tenía en sus flancos empezó a golpearlos con la grupa, y coceó sin misericordia a los de atrás. Uno a uno fue librándose de todos, pateándoles en los muslos o en sus rodillas. Y una vez superado el peligro, en cuanto pudo, se lanzó ladera abajo hasta llegar a un frondoso bosque donde les perdieron de vista.
Poco después encontraron un extenso claro alfombrado por una espesa y fresca hierba. Al verla, Sabba se puso a pastar.
Viéndola tan feliz, Diego la acarició y se dio cuenta de que no había comido nada en los últimos dos días, aparte de media docena de ciruelas ácidas de camino.
No tenía dinero y tampoco ningún objeto que pudiera vender. Tal era su escasez y las prisas de su huida que no llevaba ni montura ni estribos. No poseía nada que canjear por comida. Sólo una cabezada.
Cuando Sabba terminó de pastar, se encaminaron hacia un grupo de casas, al este, en busca de alimento. Disponían de huerta y algunos árboles frutales.
No había dejado atrás la primera, cuando le salieron al paso dos hombres de aspecto rudo.
—¿Qué quieres? —le gritó uno, el más grueso. Diego le vio blandir una vara de madera, pero a pesar del gesto violento, se acercó a ellos.
—¡Responde a lo que te preguntamos! —le chilló el otro, un hombre sesentón y desdentado—. Dinos a qué vienes o vas a tener un buen problema.
—Tuve que huir de la guerra y acabo de llegar a Toledo.
—Y tienes hambre… seguro —le cortó el primero—, y al pasar por aquí te has preguntado si tendríamos algo para darte, incluso a cambio de trabajo. ¿No es así?
—Sí. Tenéis buen ojo.
—Pues toma el camino por donde has venido, y corre si no deseas hacerlo con todos los huesos rotos.
—Pero ¿qué os he hecho? —Diego hizo recular a Sabba, al tanto de sus intenciones.
—Tú nada porque no te lo vamos a permitir… Otros han venido con iguales intenciones y nos han robado toda la fruta y nuestras hortalizas.
Diego dio la vuelta a Sabba y le clavó las rodillas. El animal se puso a trotar alejándose de aquellos personajes.
—¡Mataremos a quien ose pisar nuestras tierras…! ¡Avísaselo a todos!
Bastante desanimado, se cruzó poco después con varios grupos de refugiados, pero ninguno parecía dispuesto a compartir su comida. Las mujeres le miraban recelosas, y los hombres le mandaban alejarse, algunos con insultos y piedras.
Tras varias leguas de lento pasear alrededor de las cercanías de Toledo, y cuando el cielo ya empezaba a oscurecer, Diego entendió que nadie iba a hacer nada por él. Le habían intentado robar, apalear, y la realidad era que se sentía peor tratado que un perro.
Aquella primera noche la pasó sin poder dormir, vigilando a Sabba, pues tenía miedo de que se la robaran.
Tampoco comió nada la jornada siguiente hasta casi el anochecer. Cada vez que se cruzaba con uno de aquellos campamentos hurgaba en sus basuras, a escondidas, para hacerse con cualquier resto de comida. Tan sólo en uno de ellos encontró unos huesos de gallina y en otro varias cáscaras de manzana que masticó despacio, saboreándolas, como si se tratase de un delicioso manjar.
Cada vez más desesperado, decidió probar suerte en otra granja. Aislada sobre una colina, localizó una de aspecto abandonado de la que salía un delicioso aroma.
Lo único que podía vender era la cabezada de Sabba. Lo haría a cambio de una cena si no le aceptaban para trabajar.
—Verás como desde ahora nuestra suerte va a cambiar…
La yegua le respondió con un relincho y agitó la cabeza, como si lo hubiera entendido.
La desvencijada vivienda poseía una pequeña huerta en un lateral y una cuadra muy descuidada en el otro. Frente a su puerta, Diego creyó que se desharía en pedazos si la golpeaba con demasiada energía. Estaba completamente combada, en armonía con la humilde fachada de adobe.
Le llegó en ese momento un delicioso olor a guiso y sintió su estómago arder de hambre.
Las dos primeras veces que aporreó la madera nadie respondió, fue a la tercera cuando apareció una mujer con tanta suciedad como desgana, bastante fea y ojerosa.
—¡Aquí no se da limosna!
Le iba a cerrar la puerta en las narices y, sin embargo, algo le hizo cambiar de opinión. Empezó a estudiarlo con descaro de arriba abajo, como si le recordase a alguien. Sus ojos le recorrían la cara, el cuello, las orejas y luego su piel, su altura… Al verle tan delgado, por un momento pareció que se apiadaba de él, pero de pronto, sin saber por qué, decidió seguir con lo suyo y le mandó a paseo.
—¡Espera, mujer! Si me ayudáis os pagaré…
Aquello obró maravillas. De golpe sus ojos brillaron por sí solos y apareció en su rostro una disimulada amabilidad.
—¡Pasa entonces, joven! —Abrió la puerta y se apartó para dejarle entrar.
Diego le retiró el cabezal a Sabba y al entrar sintió náuseas. Una mezcla de olor a gato y orín impregnaba la atmósfera de su interior. Contó una veintena de felinos de diferentes colores y edades, esparcidos por la modesta estancia. Algunos le observaron sin demostrar mucho interés.
La mujer caminó hacia la lumbre y se puso a remover un caldero. Diego no alcanzó a ver lo que era.
—Señora, no me andaré con rodeos. Tengo hambre, y al oler vuestro guiso…
Sacó de su camisola el cabezal y se lo mostró.
—Os daré esta pieza de excelente cuero. Está bien repujada y apenas ha sido usada. Por lo menos vale diez denarios.
La mujer torció el gesto creyéndose que iba a ver monedas, pero en menos de un suspiro su mano se hizo con él. Valoró su calidad y protestó a regañadientes.
—Está bien.
Agarró su falda para limpiar una cazuela de barro y la llenó con el contenido de la olla, luego la dejó encima de una mesa al lado del hogar. Diego empujó un taburete y se sentó a comer con ansiedad.
—¿Vos no coméis?
—Lo haré más tarde, cuando vuelva mi hijo.
Por el espeso caldo flotaban generosos trozos de carne y abundante verdura. Salvada la mala impresión inicial, aquello terminó por convencerle; por fin había tomado una buena decisión.
—Está muy sabrosa. —Mojó un pedazo de pan negro y se lo zampó con deleite—. ¿En qué trabaja vuestro hijo?
La mujer gruñó.
—¡Hablas demasiado! Nunca me ha gustado la gente que no hace otra cosa que preguntar y preguntar, no me gusta, no… —Gesticulaba con los brazos apoyando su negativa.
—Perdonad. No pretendía molestaros.
Diego pensó que estaba algo tarada y se dedicó a saborear aquella delicia.
—Mi hijo es azacán —soltó ella.
Vista la reacción anterior, Diego dudó si debía preguntar en qué consistía aquel trabajo. Ella le adivinó el pensamiento y se explicó.
—Lleva un borrico con búcaros. Los llena de agua en el río y luego la vende por las calles de la ciudad. —Gesticuló con un trapo sucio como si se tratase de un delicado pañuelo de seda. Lo hizo tapándose la cara, imitando el gesto de una noble dama—. Son tan delicadas ellas… que ni se molestan en bajar a por agua al río.
—Mejor para el negocio de vuestro hijo…
De pronto, Diego tuvo una esperanzadora idea.
—¿Dónde se pueden comprar esos búcaros? —El oficio parecía sencillo y Sabba era mucho más fuerte que un burro.
La mujer se apoyó sobre su espalda, haciéndole sentir su aliento en la nuca. Comprobaba cuánto le quedaba para terminar de comerse el plato. Era evidente que su presencia la alteraba, pero el hambre de Diego superaba cualquier incomodidad, por lo que se concentró de nuevo en el caldo y rebañó con el pan hasta la última gota.
—Nadie puede vender agua sin permisos, y éstos no se conceden ya desde hace años. ¡No hay negocio para nadie más…! —Escupió sobre el fuego con una manifiesta rabia.
Diego entendió los motivos de la mujer y decidió enterarse en otro sitio. Le mostró su cazuela vacía por si se la rellenaba.
—Me pagas con un sucio cuero y encima quieres repetir. —Soltó una exagerada risotada—. Anda, marcha… y no me hagas enfadar de verdad.
Le retiró los restos de la mesa y la cazuela vacía, y se quedó mirándole con descaro, a la espera de verle reaccionar. Diego se levantó y salió de la casa. Desató a Sabba, y se guardó una cuerda con disimulo para fabricarse una nueva cabezada.
A punto de irse y con el regusto de la comida todavía en su boca se volvió hacia ella.
—Una última pregunta. —La mujer le miró desganada—. ¿El guiso era de conejo?
Ella le sonrió con malicia.
—No, qué va… Era de gato —sus ojos imitaron a los de un felino—; tierno y sabroso gato casero. —Se rió sin moderación.
Diego sintió una fuerte arcada. Apretó los costillares a Sabba y se alejó al trote de aquel infierno. Se encontraba tan mal que sin haber recorrido ni un cuarto de legua, vencido por la necesidad, tuvo que descabalgar para vomitar. Y lo hizo tres veces.
A lo largo de las siguientes horas, deambuló por los alrededores de la ciudad sin saber adónde ir. Se notaba las tripas revueltas, casi en ebullición, y además cada poco tiempo le azotaba un agudo dolor en el bajo vientre que apenas le permitía respirar.
Llegado el anochecer, se acercó a la ribera del río en la Huerta del Rey. Allí se habían reunido muchos de los refugiados.
Eligió un recodo arbolado, aislado de la pradera donde cientos de personas hacían fuegos compartiendo su infortunio.
Allí se tumbó a los pies de un viejo olmo y bebió agua fresca. Sabba encontró abundante hierba cerca y se puso a pastar tranquila.
A medianoche Diego empezó a sentirse caliente y a sufrir agudos temblores. Preocupado y dolorido, se acurrucó bajo el árbol y su pensamiento voló, como en un reflejo de huida, hacia otros momentos más felices de su vida.
Las siguientes horas las pasó entre sueños y convulsiones. De vez en cuando se despertaba intranquilo y al abrir los ojos los notaba hinchados y calientes. Tardó bastante, pero finalmente cayó en un profundo sueño.
—¡Qué mal huele! ¡Qué asco!
Los gritos de unos niños le despertaron.
Al abrir los ojos vio el rostro de una mujer y el de dos pequeños que no paraban quietos. Ya era de día. El sol calentaba su rostro. Se preguntó cuánto tiempo habría estado durmiendo.
—¿Quiénes sois? ¿Qué me ha pasado? —Un olor ácido penetró de golpe en su nariz. Se tocó la camisola y la notó mojada y pegajosa.
—No has parado de vomitar esta noche. Tuviste suerte de que te encontrasen mis hijos. Estabas muy mal… —La mujer le acercó una infusión de salvia para cortarle su mal—. Bebe esto; te evitará las arcadas. Sabe mal, pero obrará bien en tu cuerpo.
Aquel brebaje estaba tan amargo como nauseabundo, pero cumplió su cometido y en poco tiempo empezó a sentirse mejor. Buscó a Sabba, pero no la vio. Silbó dos veces para llamarla y tampoco oyó nada, ni pisadas ni un solo relincho.
—¿Alguien ha visto a mi caballo? —Un mal pensamiento le nubló la mirada.
La mujer negó con la cabeza.
Uno de los niños recordó algo.
—Anoche vimos a unos señores peleándose con uno; lo arrastraban con dificultad. Era de color canela, con unas manchas blancas en la cabeza y en el pecho… Ocurrió poco antes de encontraros.
Diego se estremeció de angustia, pues acababan de describir a Sabba. La habían robado.
Mareado y con los labios ardiéndole, se encogió sobre sí mismo y les dio la espalda.
—Necesito estar solo, os lo suplico…
La mujer recogió a sus hijos y le miró con pena antes de alejarse. Temblaba sin control y parecía un ser herido y frágil. Sintió una profunda lástima por él.
Horas después, muchos de los acampados en la Huerta del Rey lo pudieron escuchar. Un desgarrador grito cruzó el río y las arboledas. También los corazones de muchos de ellos.
—¡Sabba…!