Cuando llegó a la posada, Diego ató a Sabba dentro del establo y corrió hacia la casa. Al entrar en el dormitorio, don Marcelo estalló en protestas acusándole de haber traicionado su palabra.
Se incorporó muy enfadado para intentar ver a sus hijas a través de una de las ventanas, pero su cuerpo muerto no le permitió ver lo que sucedía.
—¡Vuelve con ellas de inmediato! Si mueren será por tu culpa. —Muy acalorado, el hombre vociferaba como Diego nunca le había visto hacer.
Apabullado por su error, el joven decidió volver en su busca, pero se detuvo al oír voces en el exterior y dirigió a su padre una mirada interrogativa.
—En el baúl hay una ballesta, ¡dámela! Tú toma la espada, y en cuanto puedas ve a por ellas. Entiéndelo de una vez: no te necesito…
Al ir a buscar las armas, a través de una de las ventanas pudo identificar la carreta y, flanqueándola, a cuatro jinetes a punto de darle alcance. Estaban lejos, muy lejos, pero pudo ver cómo uno de ellos intentaba hacerse con las riendas y cómo Belinda le abofeteaba con valentía. La chica azotó después a los caballos para hacerlos correr más, pero sus perseguidores hicieron lo mismo y recuperaron pronto terreno.
Uno iba blandiendo una amenazadora espada y estaba a punto de darles alcance. Y fue entonces cuando vio el brillo de un acero cayendo a una velocidad diabólica sobre los brazos de su hermana mayor y cómo le cercenaba los dos miembros.
Diego se quedó sin respiración. No podía reaccionar. Escuchaba a su padre gritarle, pero era un sonido lejano. Su atención estaba hipnotizada por la escena que sus ojos ya nunca podrían dejar de ver. No imaginaba que pudiera asistir a nada tan horrible. Sin embargo, segundos después, tuvo que presenciar cómo el soldado se hizo con los caballos y detuvo el carromato en seco. Diego notó sus músculos agarrotados, insensibles. Sintió que le faltaba el aire cuando su padre le preguntó qué estaba pasando. No podía hablar.
En ese momento otros soldados acababan de alcanzar la carreta y sujetaban a sus dos hermanas pequeñas, tapándoles la boca para evitar sus chillidos. Belinda fue empujada del carro con extrema brutalidad y quedó tendida en el suelo. Uno de aquellos jinetes de piel negra la agarró por la melena hasta retorcerle el cuello y gritó a las otras dos hermanas algo que no pudo oír. En tan sólo un instante, Diego vio el brillo de una daga que cortaba el aire y se clavaba en el cuerpo de Belinda con una diabólica frialdad. Su hermana, su querida hermana mayor, se derrumbó sobre la tierra. Cayó como un cuerpo muerto mientras él no podía hacer otra cosa que mirar.
El asesino saltó al pescante y se hizo con las riendas. Blanca y Estela fueron lanzadas a lomos de dos caballos, sobre las piernas de sus captores. Le dieron la vuelta al carro, y tomaron dirección sur. Tan sólo tres cuartas de legua después, una nube de polvo los ocultó al superar una colina.
Diego se volvió para mirar a su padre con el rostro congestionado y la respiración acelerada.
Iba a hablar cuando se volvieron a oír pasos, esta vez en las escaleras. Le lanzó la ballesta a su padre y él se colocó, espada en mano, al lado de la puerta. Sentía su corazón desbocado y un sudor frío resbalándole por la nuca. Se preguntaba si tendría suficiente valor para hacerles frente.
Por el sonido de sus pasos se trataba de dos individuos.
Diego abrió ángulo con el brazo derecho para sorprender con su espada al primero que entrara. La apretó con todas sus fuerzas por si tenía que atravesar una cota de malla. Reconoció la respiración de uno de ellos y se preparó para el ataque.
Miró a su padre.
Con la ballesta apuntaba al mismo lugar que él. Y cuando Diego vio aparecer la primera sombra sobre el suelo, y su espada empezaba a recorrer el aire, un grito la frenó.
—¡Detén tu mano, hijo! Son de los nuestros.
Dos caballeros calatravos aparecieron por la puerta blandiendo dos pesados aceros. En sus rostros se podía leer la tensión de las últimas horas.
—¿Sois el posadero?
—Sí, soy yo.
—Venimos con encargo de ayudaros a huir, al igual que otros hermanos lo están haciendo en el resto de las aldeas. Hemos de salir de inmediato —continuó con la voz entrecortada—; nos perseguían muy de cerca.
El que parecía mayor quiso ayudar a don Marcelo para levantarle de la cama, pero éste se negó.
—Viste a tus hermanas en peligro, ¿verdad, Diego?
El chico afirmó lleno de angustia, sin atreverse a contarle lo que había pasado.
Los caballeros presenciaban el interrogatorio, pero no entendían qué había detrás de aquellas palabras.
—Corred a ayudar a mis hijas… —se dirigió a los calatravos—. Algo les ha pasado y tratan de huir. Os necesitan más que yo. Id pronto, antes de que sea demasiado tarde.
Los hombres se miraron sin poder disimular un gesto de absoluta contrariedad. Aquella negativa iba a complicar su propia suerte. Eran caballeros y no podían abandonar a un hombre indefenso, aunque tampoco desatender a las mujeres.
Decidieron separarse y ayudar al padre y a las hijas, pero en ese momento se oyó una gran algarabía en la planta baja. Con toda claridad oyeron voces hablando en árabe.
—¡Ya están aquí! —Uno de los calatravos se asomó por la ventana y vio dónde estaban los establos. Comprobó que no había peligro para llegar hasta ellos—. Podremos detener el primer ataque y hasta un segundo, según sea el número de nuestros enemigos, pero no aguantaremos muchos más.
—Decidme cómo puedo ayudar… —intervino Diego.
Uno de los caballeros le lanzó una severa mirada.
—En cuanto lleguen, tú saltarás por esa ventana —la señaló con un dedo—, y luego, quiero verte correr hacia el establo y montar un caballo. Una vez lo consigas, hazle galopar, y no le dejes parar hasta que estés bien lejos de aquí. Deberás tomar dirección norte.
—¡No os obedeceré! —respondió.
—Hijo mío… —Don Marcelo se revolvió furioso entre las sábanas y le clavó la mirada—. ¡Ya te has equivocado una vez…! No lo vuelvas a repetir…
—Pero, padre, ¿cómo voy abandonaros? —Corrió hacia la cama.
—Me desobedeciste y ahora tus tres hermanas están en peligro… Ya es hora de que hagas de una vez lo que se te pide. ¡Hazle caso!
—¡Ya suben! —Los calatravos se colocaron a ambos lados de la puerta.
—¡Huye ahora!
Una última mirada llena de dolor, de amor entre padre e hijo, dio paso a la locura. La entrada de tres hombres de tez negra, turbante y vistosas casacas, profiriendo agudos gritos, despertó a Diego de su inconsciencia. Los primeros choques entre espadas, la furiosa expresión de los cristianos, las súplicas de su padre; pudo ser la suma de todo, pero como resultado se vio al lado de la ventana con una sensación confusa. Saltó desde ella y rodó por tierra. Luego corrió y corrió. Los establos parecían más alejados de lo normal. Encontró a su yegua, muy nerviosa, intentando soltarse de su amarre. Para no perder tiempo, montó en ella sin ensillarla y se ató a sus crines, envolviéndoselas entre las manos.
—Sácame de aquí, Sabba —le susurró al oído—. Vuela… y no te detengas hasta que yo te lo ordene.
La yegua se dirigió hacia el portón de madera y en cuanto pisó el exterior del establo, se lanzó a correr dejando atrás a una veintena de soldados que andaban husmeando por los alrededores de la posada en busca de más víctimas cristianas. Con la misma rapidez, tres de ellos saltaron a sus caballos para perseguirle. Diego, casi tumbado sobre el cuello de su yegua, le hablaba con ternura, animándola a explotar el poderío de su raza, la fortaleza que su noble sangre tenía. Necesitaba que corriera más que sus enemigos.
Al doblar un bajo promontorio, localizó con espanto el cuerpo de su hermana Belinda. Lo vio desde lejos y lleno de impotencia. Supo que no podía detenerse. Al mirar hacia atrás reconoció la sed de muerte que demostraban los rostros de sus perseguidores, la furia de sus caballos, el peligro de sus intenciones.
Pasó a menos de una cuarta de ella. Su cara expresaba un miedo profundo, terrible. Tenía sangre por todo el cuerpo y los brazos horriblemente mutilados.
Todavía al galope y sin dejar de mirarla, entendió cuál era su obligación al recordar los compromisos con su padre, y en ese momento decidió ir en ayuda de sus otras dos hermanas. Sabba, disciplinada, atendió una ligera presión de su rodilla sobre el costado izquierdo y cambió de dirección.
Cientos de guijarros salían disparados de sus cascos y todavía con más furia al entender los deseos de su amo. De hecho, apenas la dirigía; ella misma seleccionaba el terreno. Se apartaba de las zonas más pedregosas, que retrasaban su marcha, y aceleraba en los suaves llanos, más arenosos.
Al alcanzar un alto, Diego miró hacia atrás creyéndose que había ganado cierta ventaja, pero no era así. Uno de aquellos hombres, tal vez con mejor caballo, se le acercaba a una endiablada velocidad.
Diego volvió a hablar con Sabba pidiéndole que todavía corriera más, que lo diera todo. Y ella lo hizo sin saber de dónde brotaba tanta energía. Cabalgó hacia el sur sin descanso, ajena al esfuerzo que hacía, sin medir ni tiempo ni distancia.
Después de comprobar que habían conseguido dejar atrás a sus perseguidores, llegaron a la cota más elevada de un tortuoso collado. Allí, en la zona más profunda de su estrechamiento, localizó la carreta pero no a sus hermanas.
Un numeroso grupo de soldados de piel tan negra como los anteriores estaban sentados sobre unas mantas pasándose los más variados objetos. Parecía el improvisado reparto de un botín de guerra.
El campamento disponía de una única tienda de modesto tamaño, redonda y de un vivo color rojo.
Diego descabalgó de Sabba, le pidió silencio, y se agazapó tras una enorme roca para estudiar por dónde podía acercarse.
Alrededor de un fuego localizó a un grupo de diez mujeres atadas unas a otras. Tampoco allí estaban sus hermanas.
De aquella tienda, iniciado el crepúsculo, empezaron a salir hombres de rostro blanco, ataviados con guerreras y escudos, turbantes y cascos de cuero. Uno de ellos arrastraba por el pelo a Blanca, que pataleaba furiosa y no dejaba de gritar. Tras ella, a manos de otro más alto, apareció su pequeña Estela. Llevaba sus faldas hechas jirones y la camisola rota y abierta. Aquel canalla la arrastraba de la muñeca como si se tratase de una pieza de caza.
Diego respiraba agitado, imaginándose con espanto qué les habrían hecho. Al observar al hombre que sujetaba a Estela, pudo distinguir un detalle físico inconfundible en su cara. Una cicatriz le atravesaba la frente de lado a lado. Pero además le llamó la atención otra cosa: tanto por su ropa como por otros detalles de su aspecto, parecía un caballero cristiano y no un sarraceno.
Se incorporó para verle mejor, y fue entonces cuando el hombre, al girar la cabeza y mirar en su misma dirección, reveló su rostro al completo. Diego lo memorizó. Vio cómo Estela le golpeaba y cómo su captor, enfurecido, le abofeteaba en la cara. Y de pronto, aquel desalmado volvió a mirar hacia donde se encontraba, sin darle tiempo a ocultarse. ¿Le habría visto?, dudó.
Oyó pisadas de caballo acercándose y se dio cuenta de que no podía esperar a saber si se trataba de sus anteriores perseguidores. Consciente de que él solo no podía hacer nada, pensó en los calatravos; ellos le podían ayudar.
Montó a Sabba y tomó la decisión de volver hacia la posada. A su orden, la yegua voló impulsada por la furia del desierto que corría por sus venas. El viento le robaba el sudor y la tierra parecía empujarle. Aquel animal estaba invirtiendo en aquella fulgurante huida todo el esfuerzo inscrito en su propia raza. Y así se distanció de aquel paraje, tanto que poco después empezó a ganar confianza y fue rebajando la velocidad hasta tomar un trote suave. Poco después, otra vez cerca de la posada, Diego estudió la situación con extremo cuidado sin ver a nadie por las inmediaciones.
Cuando localizó el cuerpo tendido de Belinda, no estaba sola. Unos cuantos buitres le arrancaban la carne y las ropas a picotazos. Azuzó a Sabba para espantarlos conteniéndose las ganas de vomitar. Necesitó insistir varias veces más hasta conseguir alejarlos, y después descabalgó para abrazarla. La apretó entre sus brazos diciéndole que la quería, gritándoselo al aire para que todo el mundo supiera su desgracia. Pero rechazaba mirarla, pues aquello ya no era su hermana. Alzó su cuerpo y lo posó sobre el lomo de Sabba. Con el cadáver mutilado de su Belinda, se dirigió hacia la posada sin saber qué más se podía encontrar. Dejó la yegua atada a un árbol y buscó la entrada. Atravesó el comedor. Estaba todo desordenado y en silencio. Nada hacía pensar que hubiese alguien. Subió a la segunda planta y en el dormitorio encontró a los dos calatravos muertos. La cama estaba vacía y las sábanas, desparramadas por el suelo, con manchas de sangre. Diego buscó a su padre entre los otros tres cuerpos que yacían en el suelo, pero no era ninguno. Desconcertado, no podía entender qué había pasado allí.
Bajó para buscar algún rastro, pero tampoco encontró nada dentro de la casa. Salió al exterior, y al girar hacia los establos, se detuvo en seco.
Ahí estaba, en una horrenda postura. El pulso se le aceleró y se acercó corriendo. Le habían tirado por la ventana y su cabeza padecía un ángulo imposible.
Le lloró, se mordió los labios, sintió dentro de sí un odio desconocido. Y allí, acurrucado al lado de su cuerpo, se detuvo el tiempo sin saber cuántas horas pudieron pasar. Ahogado de dolor y espanto, su mente se había nublado, como si estuviese viviendo una pesadilla envolvente y sin salida.
El frescor del propio atardecer consiguió por fin despejar su delirio. Pensó con rapidez qué hacer con aquellos cuerpos muertos. Agarró a su padre por los tobillos y tiró de él arrastrándolo por la tierra, incapaz de mirar y espantado por lo que estaba haciendo.
Buscó a Sabba. La yegua reculó nerviosa al verles aparecer y el cuerpo de Belinda cayó al suelo. Diego, jadeando, juntó a los dos mientras lloraba desconsolado. Pensó dónde enterrarlos y miró a su alrededor. Se acordó de los dos caballeros. Sabía que no podría cavar cuatro fosas y pensó en enterrarles en un mismo hoyo. Pero al ver la laguna, se le ocurrió otra idea.
Con la ayuda de Sabba fue llevando a todos hasta la orilla, donde les ató piedras pesadas. Después, aguas adentro, hundió primero a los dos valerosos hombres a la vez que rezaba por ellos.
Cuando vio desaparecer entre las turbias aguas el rostro de su padre y el de su hermana Belinda, se le rasgó el alma en dos. Tan sólo unas horas le separaban de la felicidad, de la normalidad, de su vida junto a su familia, de los seres que más quería. Y ahora, su padre y su hermana, hundidos en la laguna, y Blanca y Estela, víctimas de un cruel destino.
Todo lo que era, su familia, sus raíces, todo había sido arrasado merced a unos bárbaros a los que ahora odiaba desde lo más hondo de su alma.
Resonaba en su cabeza aquella última recriminación de su padre. Su desobediencia había conllevado la horrenda muerte de su hermana mayor y el rapto de las otras dos.
—Me he equivocado… —se repetía una y otra vez, llorando sin consuelo—. Pido perdón a los cielos, a Dios, a todos…
Con esos sentimientos a flor de piel y de camino a Toledo, donde buscaría ayuda para rescatar a sus hermanas, redujo el paso de Sabba hasta detenerla. Se volvió hacia atrás. Era ya de noche.
Su mirada se dirigió hacia el sur, a ningún punto concreto.
A sus catorce años, sin familia ni dinero, y abandonado a un futuro incierto, se sintió perdido. Tuvo la sensación de haber agotado para siempre su pasado.
Y allí, acompañado por un fresco viento de poniente, rodeado de olorosas retamas y con su yegua Sabba como testigo, juró en voz alta vengar la muerte de los suyos.
Un día los vencería.