Don Marcelo regentaba una modestísima posada próxima a la villa de Malagón, a orillas de la laguna Grande, en la ruta que unía Toledo con al-Ándalus. Aunque pagaba por ella una pequeña renta a los monjes calatravos como contrato de vasallaje, casi siempre les debía algún que otro mes.
Antes de hacerse con aquel negocio, si así se le podía llamar, el hombre había sido pastor, herrador, jornalero y campesino. Una larga vida de trabajo y dedicación que en su caso se resumía en tan solo dos palabras: sudor y penuria.
Tres años atrás, había visto morir a su mujer en la posada, y él llevaba dos vencido en cama a causa de unas malas fiebres que le habían dejado paralítico.
Desde entonces, sus cuatro hijos se encargaban del negocio. Belinda, Blanca y Estela se repartían las labores de la cocina, la atención de las mesas del comedor y la limpieza en general; el único varón, Diego, trabajaba las cuadras, un viejo molino y la herrería.
El joven había aprendido con su padre a herrar y también a manejarse entre caballos, a los que adoraba. Tal era su pasión por ellos que decía entenderlos en sus reacciones y saber siempre qué pensaban.
Las tres muchachas eran pelirrojas como su madre. Diego, sin embargo, tenía el pelo negro y áspero, como el de don Marcelo.
Estela, a pesar de ser un año más joven que su hermano, era su mejor aliada. De piel pecosa y nariz respingona, sonreía siempre y era la más divertida de las tres.
Belinda, sin embargo, era pura energía. Las cosas la agobiaban demasiado y además tenía la virtud de acabar poniendo nervioso a todo el que estuviese a su lado. Vivía obsesionada por la limpieza y el orden, y como consecuencia, sufría cuando sus hermanos no hacían las cosas como ella deseaba. También era muy gritona y se enfadaba con facilidad. Pero toda su severidad se esfumaba cuando miraba con aquellos ojos de un profundo color azul, heredados de su madre e incapaces de transmitir otra cosa que no fuera bondad. Entonces, nadie podía resistirse a su voluntad. Su mirada ejercía un encanto casi mágico.
De Blanca, en edad la segunda, su padre decía que había heredado el carácter de la madre y también su capacidad de sacrificio, pero sobre todo su dulzura.
El negocio en la posada nunca había sido bueno. Ni en épocas de paz, cuando todavía estaba abierta la ruta entre Toledo y Calatrava, paraban demasiados viajeros. Y sí lo hacían en otra, a pocas leguas de allí, dada la buena fama que tenía su comida. Además, desde que se habían escuchado los primeros rumores de guerra, tan sólo recibía la visita de algún soldado despistado y de los pocos vecinos que aún vivían en la localidad. Y para empeorar su ya penosa economía, los mílites que últimamente visitaban la posada se iban sin pagar después de reclamar su derecho de yantar.
Don Marcelo, encargado de las cuentas del negocio, estaba acostumbrado a ver poco dinero en la caja, aunque nunca pensó que pudiera empeorar tanto la situación como lo había hecho en los últimos meses.
En aquel caluroso día, a media tarde, poco tiempo después de sonar las siete campanadas en la vecina iglesia de Malagón, la taberna, que apenas contaba con media docena de clientes, fue testigo de un suceso de enorme gravedad…
Estela y Blanca atendían las mesas de la posada y Belinda se encontraba en la cocina preparando la cena. Fuera del edificio principal, en el establo, Diego cepillaba a Sabba, su yegua de raza árabe y color alazán.
Y fue entonces cuando apareció.
Un soldado, lleno de sudor y polvo, con los ojos fuera de sus órbitas y el pelo enmarañado y sucio, entró en la taberna a la carrera. Se tropezó con una mesa, apartó dos sillas a su paso y casi a punto de desmayarse lanzó un grito desgarrador. Todos los presentes le miraron en silencio, sobrecogidos. El hombre, malherido y agotado, se derrumbó sobre una de las mesas con tres flechas clavadas en su espalda.
—¡Imesebelen! —exclamó exhausto—. Ya están aquí… ¡Huid…! —Apenas consiguió terminar la última palabra y arrojó un punzante gemido.
Ninguna noticia podía ser peor. La presencia de aquellos africanos sólo podía significar que el enemigo almohade había ganado la batalla. Tenían fama de crueles asesinos. Una terrible angustia se apoderó de todos hasta recorrerles las entrañas. Entendieron que nada ni nadie podría librarles del peligro y de la barbarie. Sus defensores calatravos, a esas horas, debían de estar muertos o huyendo.
Como si les persiguiera el diablo, todos los comensales abandonaron despavoridos la posada, dejando a su espalda un rastro de pánico y destrozo.
Blanca corrió hacia los establos para avisar a su hermano del peligro. Estela se quedó sola con aquel hombre. No sabía qué hacer. Su familia no podía escapar. Su padre estaba impedido, era casi imposible moverle de la cama, y menos aún subirle a un carro para huir.
Fue hacia el herido y le miró a los ojos. La muerte merodeaba por sus pupilas.
—Decidnos cuán cerca están, por favor…
El hombre se agarró a sus brazos como si en ella hallase la esperanza de asirse a una vida que se le escapaba.
—Ya no hay tiempo… me atacaron —le respondió entre susurros—. Tenían la piel negra… y cabalgaban sobre blancos corceles. Pensé que eran los hijos del mismísimo diablo…
Estela quiso liberarse, pero las callosas manos de aquel hombre parecían haberse fundido con sus brazos. La muchacha gritó con todas sus ganas.
Belinda oyó gritar a Estela y acudió desde la cocina en su defensa. Trató de zafarla de aquellos brazos utilizando el cuchillo que llevaba en la mano.
—¡Dejadla libre! —Le mostró decidida la punta del acero—. Si no lo hacéis, moriremos todos. Habéis sido muy generoso advirtiéndonos del peligro, seguid siéndolo ahora, os lo suplico…
El moribundo se fijó en los ojos de la recién llegada y le parecieron las puertas del cielo. También miró a Estela y en ella encontró la viva imagen del horror.
—¡Id con Dios las dos! —Soltó a la chica agonizando.
En ese momento entraron corriendo los otros dos hermanos.
—Acabo de preparar los caballos para la carreta —anunció Diego con serenidad—. En cuanto bajemos a padre, nos vamos de aquí.
Un inquietante repiqueteo de campanas les puso en aviso de la inminencia del peligro. No había más tiempo. Subieron a la segunda planta y entraron en el dormitorio de su padre. El hombre, sin saber qué pasaba, advirtió la gravedad de la situación, y aunque le explicaron las causas y cuáles eran sus planes, se negó a seguirlos. Sólo les demoraría, y con él tendrían más riesgos de ser capturados.
—No abandonaré mi casa… —Don Marcelo se aferró con fuerza a las sábanas—. Aquí he vivido con vuestra madre y os he visto nacer a todos. Vosotros corred y salvaos. ¡Os lo ordeno! Yo no iré.
Las tres hijas preparaban todo para la marcha sin querer escuchar las palabras del padre. Belinda, Estela y Blanca iban de un lado a otro de la habitación, recogiendo las pocas cosas que pudieran necesitar.
Don Marcelo dio un grito, y en un momento todo se paralizó.
—¡Os he dicho que os marchéis ya y que os vayáis sin mí!
—Pero no podemos hacer eso, padre. Nos iremos todos o nos quedaremos todos —dijo firme Belinda, la mayor de las tres hermanas.
El padre clavó los ojos en Diego, y éste entendió el mensaje. Tenía mucho que ver con lo hablado pocas horas antes. Desde ese momento Diego sintió cómo recaía en él la responsabilidad de dirigir los destinos de la familia.
El chico se acercó a su frente y la besó con respeto y dolor.
—Obedeced la voluntad de padre y venid tras de mí. No disponemos de más tiempo. ¡Rápido! ¡Salgamos ya!
Diego se mantuvo firme a pesar del rechazo de sus hermanas. Empujó a las dos más jóvenes con la esperanza de contar con el apoyo de la mayor.
—Está bien, vayámonos. —Belinda se bajó de la cama y tiró de sus hermanas. A pesar del dolor que sintió al decir esas palabras, sabía que tomaba la decisión adecuada.
Casi sin tiempo para el llanto, sin poder reaccionar ante lo que les estaba sucediendo, las tres se despidieron de su padre. Le besaron en las mejillas, en las manos, no sabían cómo decirle adiós. Él, sin embargo, las empujaba para que se fueran cuanto antes.
De repente, todos enmudecieron al oír gritos y ruido de caballos cerca de la posada.
—¡Marchaos de una vez! —gritó el padre encolerizado.
Los cuatro muchachos bajaron por la escalera atropellándose unos con otros y al salir de la casa se dirigieron veloces hacia los establos. Allí les esperaba un carromato y dos caballos nerviosos, preparados para iniciar una veloz carrera. Diego ayudó a subir a sus tres hermanas. Una vez en el pescante y junto a Belinda, el joven hizo estallar las riendas sobre los lomos de los animales, que respondieron al golpe arrancándose en una feroz cabalgada.
A menos de dos cuerdas, entre los muchos crujidos que soltaba la carreta, Diego oyó un agudo relincho a su espalda. Se volvió a mirar y vio a su yegua Sabba. Corría como un rayo tras ellos, rompiendo el aire a su paso. Su cuerpo en tensión y su mirada decidida la convertían en el animal más bello del mundo. Aquella yegua había llegado a su vida poco tiempo después de morir su madre, para ayudarle a superar su honda tristeza. Don Marcelo había pagado mucho por ella, tal vez más de lo que se podía permitir, y sin embargo nunca se había arrepentido de ello al verlos tan unidos.
Diego gritó su nombre y Sabba aceleró más hasta llegar a la altura de la carreta. La yegua bufó de alegría cuando su amo le rascó la cabeza. Sus ojos expresaban lealtad, pero también miedo.
Mi pobre Sabba… me olvidé de ti.
Al hilo de sus propias palabras Diego pensó en su padre. Con el corazón encogido miró a su hermana mayor, le pidió perdón mientras le pasaba las riendas y de un salto se subió a Sabba.
—Debo ayudar a padre… —gritó mientras las veía alejarse—. Vosotras no os paréis por nada hasta llegar a Toledo. En cuanto pueda iré a buscaros. Marchaos, no os detengáis. Nos encontraremos en Toledo.