Habían nacido y sido entrenados para matar.
Los llamaban imesebelen, «los desposados».
Eran guerreros africanos de piel negra, fanáticos y fieros asesinos, elegidos desde niños para convertirse en los guardianes del califa de al-Ándalus.
Para ellos no existía mayor honor que morir por él.
En Alarcos, aquel día la tierra tembló bajo el galope de sus caballos. Eran más de un millar, y cabalgaban a la velocidad del viento. Iban tras la pista del enemigo cristiano con un único objetivo; su exterminio.
Aún resonaban en sus oídos las órdenes dadas por su superior, un extraño personaje de noble apellido y larga fidelidad al rey de Castilla, convertido ahora en su peor traidor.
—¡Degolladlos a todos! Quemad sus campos y robadles sus bienes. Haceos con sus mujeres y destruid sus casas… Pero, sobre todo, recordad, no ha de quedar con vida ni un solo testigo de ello…
—Padre, ¿y si no ganásemos esta guerra? Vivimos demasiado cerca de la frontera con al-Ándalus y podrían atacarnos… —El joven Diego, muy asustado, se precipitó sobre la cama donde su padre convalecía.
—Eso no sucederá, hijo. La Orden de Calatrava nos protege; recuerda que somos sus vasallos.
—¿Y si no pudieran? ¿Qué deberíamos hacer entonces, padre?
Don Marcelo guardó silencio y le miró. Estaba tan intranquilo como su hijo, pero de ninguna manera podía preocuparle con sus temores. En la situación en la que se encontraban, sólo quería pensar que, llegado el momento, los calatravos les asistirían, porque de no ser así… de no ser así, él no podría amparar a los suyos y Diego, con tan sólo catorce años, era demasiado pequeño para defender la posada y a toda la familia. Don Marcelo podía sentir el avance de los imesebelen. En la posada se escuchaba todo tipo de horrores sobre la brutalidad de esos guerreros africanos. Sus pensamientos le hicieron estremecerse, pero no quiso doblegarse ante el temor y tampoco quiso transmitirle a su hijo ni un ápice de cobardía. Al contrario, en ese momento, deseó con todas sus fuerzas insuflar en aquel adolescente todo el valor y la seguridad que iba a necesitar.
—Acércate más a mí.
Don Marcelo le apretó las manos y notó su angustia.
—Confío mucho en ti, hijo, y sé que, si sucediese algo, harás lo correcto. No te preocupes; todo irá bien. Saldrás adelante. Eres inteligente, tenaz, y además un buen hijo. Pero ahora escúchame bien, pues he de pedirte algo importante… —Tomó aire y siguió hablando con un tono más solemne—. Júrame que lo cumplirás, por encima de todo, aunque no lo entiendas… ¿Lo harás?
—Vos diréis, padre. —Diego se concentró en sus palabras, consciente de su trascendencia.
El hombre le arrastró la mano hacia su corazón.
—Nada malo nos va a pasar, pero si algo sucediese, si por alguna razón el ataque de los musulmanes nos separase, si yo no pudiera seguir a tu lado, quiero que sepas que, como único varón de la familia, deberías heredar este humilde negocio y el contrato que nos une a la Orden de Calatrava. Pero mi voluntad es que no sea así…
Diego le miró desconcertado.
—No quiero que acabes siendo un vasallo como yo… no. Cogerás a tus hermanas y te buscarás un oficio lejos de aquí, tal vez en Toledo, es la ciudad más cercana. Si te conformases con seguir mi ejemplo, no levantarías nunca el vuelo. Sueña con metas altas y volarás como las águilas. Eso debes hacer; alcanzar las cumbres de la vida. Busca al que sea sabio y aprende con él. Usa bien la ambición sin por ello dañar a nadie. No hagas que tengan que recriminarte en tu trabajo, hazlo siempre bien. E intenta ganar cuando te hagan competir. No te dejes avasallar por nadie y aunque hayas nacido en un hogar humilde, no te consideres por ello indigno. Si luchas con esfuerzo, conseguirás todo lo que te propongas. Por último, cuida y protege a tus hermanas, llevan tu misma sangre… Hijo mío, jamás olvides que tuviste un padre que te quiso más que a nada en el mundo, y que un día, orgulloso, te mirará desde el cielo.
—No quiero irme de vuestro lado, padre… —protestó Diego—. Podríamos emprender muchas mejoras en la posada y lo mismo en las cuadras…
Don Marcelo le tapó la boca.
—¡Júrame que llegado el momento harás lo que te he pedido!
El muchacho le miró a los ojos y de inmediato entendió cuál debía ser su contestación.
—Tenéis mi palabra, padre.
—Pues que sea así, no se hable más… —Le acarició en la barbilla—. Ahora vuelve a las cuadras y sigue con tus faenas.
—Padre, ¿y cuándo me tengo que marchar?
—Ya lo sabrás a su tiempo, hijo. No olvides nunca lo que te he dicho y considéralo como un deber sagrado —el joven afirmó con la cabeza—, y nunca, jamás olvides a tus hermanas.
—Prometo que las protegeré…