VIII. LA CITA EN PONT-SAINTE-MAXENCE

El 4 de noviembre, el rey debía cazar en el bosque de Pont-Sainte-Maxence. En compañía de su primer chambelán. Hugo de Bouville, su secretario privado Millard y algunos familiares, había dormido en el castillo de Clermont, a dos leguas de distancia.

El rey parecía descansado y de mejor humor que en los últimos tiempos. Los asuntos del reino le daban un pequeño respiro. El préstamo de los Lombardos había sacado a flote el tesoro. El invierno traería la calma a los inquietos señores de la Champaña y a los burgueses de Flandes.

Había nevado durante la noche, era la primera nevada del año, prematura, casi insólita. El frío de la mañana había endurecido la nieve fina sobre los campos y los bosques, transformado el pasaje en un inmenso mar blanco, e invirtiendo los colores del mundo.

Hombres, perros y caballos proyectaban el aliento delante de ellos en vaharadas que se abrían en el aire como grandes flores de algodón.

Lombardo trotaba junto al caballo del rey. Aunque era lebrel, participaba también en la caza del ciervo o del jabalí, trabajando un poco por cuenta propia; pero poniendo, a veces, a la jauría sobre la pista. Pues los lebreles lo mismo gozan de fama por su vista y velocidad que por su mal olfato. Lombardo tenía la nariz de un perro perdiguero.

En el centro del claro donde se agrupaban los cazadores, entre un concierto de pisadas de caballos y de hombres, de chasquidos de látigo, de relinchos y ladridos, el rey se entretuvo un momento contemplando su hermosa jauría, inquiriendo sobre alguna perra, ausente porque acababa de parir, y charlando con sus perros.

—¡Mis siervos! ¡Ea, valientes! —les decía.

El montero mayor se presentó para dar su informe al rey. Había acorralado varios ciervos, entre ellos uno grande, que según decían los mozos de jauría tenía diez puntas. Era uno de los llamados ciervos reales, el más noble animal que podía hallarse. Además, se trataba de un ciervo «peregrino», de esos que vagan, sin manada, de bosque en bosque más fuertes y más salvajes por estar solos.

—Acosadlo —dijo el rey.

Soltaron los perros, se les puso en el rastro, y los cazadores se dispersaron hacia los lugares donde podía aparecer el ciervo.

—¡Tuá! ¡Tuá! —se les oyó gritar al poco rato.

Lo habían divisado. Los ladridos de los perros llenaron el bosque, así como las llamadas de los cuernos de caza y el gran fragor de las galopadas y de las ramas rotas.

Por lo general los ciervos se hacen perseguir durante algún tiempo por los alrededores del lugar donde han sido descubiertos, dan vueltas por el bosque, confunden los rastros, tratan de encontrar a otro ciervo más joven a cuyo lado corren para desorientar a los perros y regresan al punto de donde han partido.

Aquel ciervo sorprendió a todos al tomar en línea recta hacia el norte. Presintiendo el peligro, se dirigía instintivamente hacia el lejano bosque de las Ardenas, su lugar de origen, sin duda.

Así mantuvo la carrera una hora, dos horas, sin apresurarse demasiado, a la velocidad justa para tener los perros a distancia. Luego, cuando sintió que la jauría empezaba a desfallecer, forzó bruscamente la marcha y desapareció.

El rey, muy animado, cortó el bosque en línea recta para tomar la delantera, llegar hasta la orilla y aguardar a que el ciervo saliera al descampado.

Nada más fácil que perder una cacería. Uno se cree a cien pasos de la jauría y de los otros cazadores a quienes oye aún y, pocos minutos después, está en medio de un silencio total, completamente solo, en el centro de una catedral de árboles, sin saber por dónde han desaparecido los perros que ladraban con tanta fuerza, ni por qué hechizo o sortilegio se han desvanecido los compañeros.

Además aquel día el aire helado trasmitía mal los sonidos y los perros se movían con dificultad, entre aquella escarchada que congelaba los colores.

El rey se había extraviado. Contemplaba una gran llanura blanca, donde la vista se perdía en una inmaculada capa centelleante que cubría las praderas, los setos bajos, los rastrojos de la pasada cosecha, los tejados de una aldea y las ondulaciones de los bosques lejanos. El sol había aparecido.

El rey se sintió de pronto como extraño en el universo. Le sobrevino una especie de aturdimiento y de vacilación sobre su montura. No le dio importancia, porque era robusto y nunca le habían fallado las fuerzas.

Preocupado por saber si el ciervo se había desemboscado o no, seguía al paso la linde del bosque, procurando encontrar en el suelo las huellas del animal. «Con esta escarcha —se decía—, debería verlas fácilmente».

Divisó a un labriego que caminaba no lejos de allí.

—¡Eh, buen hombre!

El labriego se volvió y fue hacia él. Era un campesino de unos cincuenta años, sus piernas estaban protegidas por calzas de tela gruesa y en su mano derecha llevaba un garrote. Se quitó la gorra y dejó al descubierto sus cabellos grises.

—¿No has visto huir a un ciervo grande? —preguntó el rey.

El hombre asintió con la cabeza y respondió:

—Sí, señor. Un animal como ése que vos decís me pasó ante las narices no hace un Ave María. Debía de tener en el cuerpo sus buenas dos horas de caza, porque iba agobiado y con la lengua fuera. Seguramente es vuestro animal. No tendréis que correr mucho, porque iba en busca de agua. Sólo la encontrará en los estanques de La Fontaine.

—¿Lo seguían los perros?

—Nada de perros, señor. Pero hallaréis su rastro detrás de aquella gran haya. Va a los estanques.

El rey se sorprendió.

—Parece que conocéis el país y la caza —dijo.

Una ancha sonrisa hendió el rostro moreno. Los ojillos maliciosos y castaños se clavaron en el rey.

—Algo sé del país y de la caza —dijo el hombre—. Y deseo que un rey tan grande como vos halle en ellos su placer todo el tiempo que Dios quiera.

—Entonces, ¿me habéis reconocido?

El hombre volvió a asentir con la cabeza y dijo, con orgullo:

—Os vi pasar en otras cacerías, y a monseñor de Valois, vuestro hermano, cuando vino a liberar a los siervos del condado.

—¿Eres libre?

—Gracias a vos, mi Sire, y no siervo, como nací. Conozco los números, y sé usar el estilo para contar, si hace falta.

—¿Estás contento de ser libre?

Contento… claro que sí. Es decir, uno se siente de otra manera, no como muerto en vida. Y sabemos bien que esa ordenanza os la debemos a vos. A menudo nos la repetimos, como nuestra oración sobre la tierra: Considerando que toda criatura humana, formada a imagen de Nuestro Señor, debe ser igualmente libre por derecho natural… Es bueno oír esto cuando uno se creía para siempre ni más ni menos que los animales.

—¿Cuánto pagaste por tu liberación?

—Sesenta y cinco libras.

—¿Las tenías?

—El trabajo de una vida, Sire.

—¿Cómo te llamas?

—Andrés… Andrés de los bosques, me llaman, porque aquí habito.

El rey, que por lo general no era generoso, sintió deseos de dar algo a aquel hombre. No una limosna, sino un presente.

—Sé siempre buen servidor del reino. Andrés de los bosques —le dijo—. Y guarda esto que te hará recordarme.

Desanudó su cuerno de caza, una hermosa pieza de marfil, labrado y con incrustaciones de oro, que valía mas de los que el hombre había pagado por su libertad.

Las manos del labriego temblaban de orgullo y de emoción.

—¡Oh, esto… esto! —murmuraba—. Lo pondré a los pies de Nuestra Señora, la Virgen, para que proteja a mi casa. Que Dios os guarde, Sire.

El rey se alejó, henchido de alegría como hacía meses no había sentido. Un hombre le había hablado en la soledad de los bosques, un hombre que, gracias a él, era libre y dichoso. El pesado fardo del poder y de los años se aligeraba de golpe. Había hecho bien su trabajo de rey. «Desde lo alto de un trono —se dijo—, uno sabe que hiere, pero nunca sabe si se ha hecho el bien que ha querido hacer ni a quién». Esta inesperada aprobación, surgida de la masa de su pueblo, le resultaba más preciosa y dulce que todos los elogios de los cortesanos. «Debí haber extendido la liberación a todo el reino… Este hombre a quien acabo de ver, si se le hubiera instruido en su juventud, habría hecho un preboste o un capitán mejor que muchos».

Pensaba en todos los Andrés de los bosques, del valle o del prado, en los Juan-Luis de los campos, en los Jacobo de la aldea o del cercado, cuyos hijos libres de la condición de servidumbre, constituirían una gran reserva de hombres y de fuerzas para el reino. «Veré con Enguerrando de ampliar esa ordenanza».

En este momento oyó un «rau… rau…» ronco, a su derecha, y reconoció el ladrido de Lombardo.

—¡Sus, mi servidor, sus! ¡Adelante…! ¡Adelante! —gritó el rey.

Lombardo había encontrado el rastro y corría sin detenerse, con el hocico a ras del suelo. No era el rey quien había perdido la caza sino el resto de la partida. Felipe el Hermoso sintió un juvenil placer al pensar que iba a perseguir y dar a aquel ciervo de diez puntas él solo, con la única ayuda de su perro favorito.

Picó al caballo y salió al galope, siguiendo a Lombardo, sin noción del tiempo, a través de campos y valles, saltando taludes y setos. Tenía calor, y el sudor, frío, le corría por la espalda.

De pronto, vio una masa oscura que huía por la blanca llanura.

—¡Tuá! ¡Sus, Lombardo! —gritó el rey—. ¡A la cabeza, a la cabeza!

Era el ciervo perseguido, un gran animal negro con la barriga de color claro. Ya no corría con la ligereza del principio de la cacería. Se movía lentamente, deteniéndose algunas veces, mirando hacia atrás y reanudando la carrera con torpe salto.

Lombardo ladraba con más fuerza viendo la proximidad de la pieza, y ganaba terreno.

La cornamenta del ciervo intrigaba al rey. Algo brillaba en ella y luego se apagaba. Sin embargo, la res no tenía nada de esos animales fabulosos de que hablan las leyendas. Pero que nunca se encuentran, como el famoso ciervo de San Humberto, infatigable, con su cruz enhiesta en la mitad de la testuz. Éste era simplemente un animal agotado que había huido sin astucia, corriendo al ritmo de su miedo a través de los campos y que pronto se vería acorralado.

Con Lombardo a los corvejones, el ciervo se guareció en un bosquecito de hayas, y no salió más. Al instante oyó que los ladridos de Lombardo cobraban esa sonoridad más prolongada y más alta, furiosa y conmovedora a la vez, propia de los perros cuando el animal que persiguen está vencido.

El rey penetró en el bosquecillo: rayos de sol sin calor se filtraban a través de las ramas, y enrojecían la escarcha.

El rey se detuvo y sacó de la vaina su espada corta. Sentía entre sus piernas los latidos del corazón del caballo; y él mismo aspiraba el aire frío a grandes bocanadas. Lombardo no cesaba de aullar. Allí estaba el ciervo grande, pegado contra un árbol, la cabeza gacha y el hocico casi a ras de suelo; su pelaje chorreaba y humeaba. Entre sus inmensos cuernos llevaba una cruz, un poco atravesada, que brillaba. Eso fue lo que vio el rey durante un instante, porque en seguida se estupor se trocó en espanto: su cuerpo se negaba a obedecerle. Quería apearse de su cabalgadura, pero el pie no soltaba el estribo; sus piernas pendían contra los flancos del caballo como dos botas de mármol. Sus manos, dejando caer las riendas, quedaron inertes. Trató de gritar, pero ningún sonido salió de su garganta.

El ciervo, con la lengua colgante, lo miraba con sus grandes ojos trágicos. En su cornamenta la cruz se apagó y brillo de nuevo. Los árboles, el sol, todo cuanto le rodeaba, se transformó ante los ojos del rey, que sintió un espantoso estallido dentro de la cabeza, y luego lo envolvió de pronto una total oscuridad.

Momentos después, cuando el resto de la partida llegó al bosquecillo, hallaron el cuerpo del rey de Francia tendido a los pies de su caballo. Lombardo ladraba sin cesar frente al gran ciervo peregrino, cuyos cuernos sostenían dos ramas secas, desprendidas de algún árbol, puestas en forma de cruz y relucientes al sol, bajo su barniz de escarcha.

Pero nadie se preocupó del ciervo; mientras los monteros contenían a la jauría, el animal, repuesto ya, huyó seguido solamente por algunos perros que lo perseguirían hasta la noche o lo llevarían a ahogarse en un estanque.

Hugo de Bouville, inclinado sobre Felipe el Hermoso, gritó:

—¡El rey vive!

Con dos resalvos cortados, allí mismo a golpes de espada, cintos y mantas, se improvisó una camilla sobre la cual extendieron al monarca. Éste no se movió más que para vomitar y vaciarse por dentro, como un pato al cual se ahoga.

Tenía los ojos vidriosos y entornados.

De esta manera lo condujeron hasta Clermont donde, por la noche, recobró parcialmente el uso de la palabra. Los médicos, requeridos inmediatamente, lo sangraron.

Sus primeras palabras, penosamente articuladas, dirigidas a Bouville que velaba, fueron:

—La cruz… La cruz…

Bouville, creyendo que el rey quería orar fue en busca de un crucifijo.

Luego Felipe el Hermoso dijo:

—Tengo sed.

Al alba, tartamudeando, pidió que se le condujera a Fontainebleau, donde había nacido. También Clemente V, sintiéndose morir había querido regresar al lugar de su nacimiento.

Decidieron transportar al rey por el río para que sufriera menos sacudidas, y lo instalaron en una gran barcaza que descendió por el Oise. Los familiares, servidores y arqueros de la escolta seguían el cortejo en barca, o a caballo por la orilla.

La noticia se adelantaba al extraño cortejo y los ribereños acudían par ver pasar a la gran figura abatida. Los labriegos se descubrían, como cuando pasaba la procesión de las rogativas por sus campos. En cada aldea, los arqueros pedían pequeños braseros para calentar el aire en torno al rey. El cielo estaba uniformemente gris, cubierto de nubes nevosas.

El señor de Vauréal descendió desde su casa solariega que dominaba un recodo del Oise y acudió a saludar al rey. Lo halló con el rostro cubierto por un color de muerte. El rey no respondió más que con un movimiento de los párpados. ¿Dónde estaba el atleta que otrora doblegaba a dos hombres con solo apretar sobre sus hombros?

La noche cayó pronto. Prendieron grandes antorchas en la proa de las barcas, y la luz roja y danzarina se proyectaba sobre las orillas; parecía una gruta de llamas que atravesaba la noche.

Así llegaron hasta la confluencia del Sena, y de allí a Possy. El rey fue conducido al castillo.

Allí permaneció diez días, al cabo de los cuales parecía estar un poco mejor. Había recobrado el uso de la palabra. Podía mantenerse de pie con movimientos torpes aún y precavidos. Insistió en seguir viaje hacia Fontainebleau. Y haciendo un gran esfuerzo de voluntad, exigió que lo subieran a caballo. De esta manera, con gran prudencia, llegó hasta Esonnes. Pero allí, a pesar de todo el tesón de su energía, debió abandonar: el cuerpo real no obedecía más a la voluntad. Acabó el trayecto en una litera. La nieve caía otra vez y el ruido de los cascos de los caballos se ahogaban en ella.

En Fontainebleau, ya se había reunido la corte. Todas las chimeneas del castillo estaban encendidas.

Cuando el rey entraba en el edificio murmuró:

—El sol, Bouville, el sol…