Cressay, bajo la claridad de la primavera, con sus árboles de hojas traslúcidas y el estremecimiento plateado del Mauldre había quedado en el recuerdo de Guccio, como una visión dichosa. Pero cuando aquella mañana de octubre el joven sienés, que a cada momento volvía la cabeza para asegurarse de que ningún arquero le pisaba los talones, llegó a las alturas de Cressay, no pudo menos de preguntarse si no se habría equivocado. Parecía que el otoño había empequeñecido la casa solariega.
«¿Eran tan bajas las torrecillas? —se decía Guccio—. ¿Basta medio año para cambiar hasta ese punto la memoria?».
Con las lluvias el patio se había convertido en un barrizal donde los caballos se hundían hasta las cuartillas. «Al menos —pensó Guccio—, hay pocas probabilidades de que vengan a buscarme aquí». Arrojó las riendas a su criado y le dijo:
—Atad los caballos y que les den de comer.
Se abrió la puerta de la casa solariega y apareció María de Cressay.
La emoción le hizo apoyarse en la jamba.
«¡Qué hermosa es! —pensó Guccio—. Y no ha dejado de amarme».
Entonces las grietas desaparecieron de los muros y las torrecillas recobraron para Guccio las proporciones que guardaban en su recuerdo.
Pero ya María gritaba hacia el interior de la casa:
—¡Madre! ¡Messire Guccio ha vuelto!
Doña Eliabel recibió al joven con grandes expresiones de alegría y besó sus mejillas, estrechándolo contra su fuerte pecho. La imagen de Guccio había llenado con frecuencia sus noches. Tomó sus manos, lo hizo sentar y ordenó que se le trajera sidra y pasteles.
Guccio aceptó de buen grado la acogida y explicó su venida tal como había pensado: tenía que poner en orden la factoría de Neauphle, que se resentía de una mala dirección. Los dependientes no sobraban los créditos a su debido tiempo… Doña Eliabel se inquietó al instante.
—Nos concedisteis un año —dijo—. El invierno se nos echa encima tras cosechas muy mezquinas y aún no hemos…
Guccio dio a entender vagamente que los castellanos de Cressay eran sus amigos y que no permitiría que se les incomodara. El había recordado su invitación a quedarse… Doña Eliabel se regocijó. En ninguna parte de la ciudad, dijo, hallaría tales comodidades ni compañía. Guccio requirió su equipaje, que venía sobre el caballo del criado.
—Traigo en él —dijo— algunas telas que espero os han de agradar y algunos adornos… En cuanto a Pedro y Juan, tengo para ellos dos halcones adiestrados, que les harán cobrar más piezas si es posible.
Las telas, los adornos y los halcones deslumbraron a la familia y fueron recibidos con gritos de gratitud. Pedro y Juan, con los vestidos oliendo, como siempre, a tierra, a caballo y a caza hicieron mil preguntas a Guccio. Surgido milagrosamente ahora, cuando se preparaban para el largo aburrimiento de los malos meses, les pareció más digno de afecto que su primera visita. Se hubiera dicho que lo conocían desde siempre.
—¿Y qué es de nuestro amigo, el preboste de Portefruit? —preguntó Guccio.
—Pues sigue robando todo lo que puede, pero no en nuestra casa, gracias a Dios… y a vos.
María se deslizaba por la habitación, inclinando el busto delante del fuego que atizaba o poniendo paja fresca en el lecho con cortinas donde dormían sus hermanos. No hablaba, pero no le quitaba los ojos de encima a Guccio. En el instante en que se encontraron solos, éste la cogió suavemente de los brazos y la trajo hacia sí.
—¿No hay nada en mis ojos que os recuerde la dicha? —dijo, copinado la frase de un relato de caballería que había leído recientemente.
—¡Oh, sí, messire! —respondió María con voz temblorosa—. Nunca cesé de veros aquí, por lejos que estuvieseis. No he olvidado nada.
Guccio buscó una excusa que justificase su ausencia de seis meses sin enviar mensaje alguno. Pero con gran sorpresa de su parte, en lugar de hacerle un reproche, María le agradeció que hubiera vuelto antes de lo que esperaba.
—Dijisteis que vendríais al cabo de un año por los intereses. No os esperaba antes. Pero aunque no hubierais venido os habría aguardado toda la vida.
Guccio se había llevado de Cressay el pesar de una aventura inacabada en la cual, para ser franco, poco había pensado durante todos aquellos meses. Ahora encontraba un amor deslumbrante, maravilloso, que había crecido, semejante a una planta, a lo largo de la primavera y del verano. «Tengo suerte —se dijo—, podía haberme olvidado, haberse casado…».
Los hombres propensos a la infidelidad, por fatuos que parezcan, son realmente modestos en el amor, porque juzgan a los demás por sí mismos. Guccio se admiraba de haber inspirado un sentimiento tan pujante y raro, habiéndola tratado tan poco.
—María, tampoco he dejado de teneros presente y nada me desligó de vos —dijo con todo el entusiasmo necesario para ocultar tan gran mentira.
Estaban uno frente al otro, igualmente conmovidos, igualmente confundidos en sus palabras y gestos.
—María —dijo Guccio—, no he venido por la factoría no por crédito alguno. A vos no quiero ni puedo ocultaros nada; sería ofender el amor que nos une. El secreto que voy a confiaros atañe a la vida de muchas personas y a la mía propia… Mi tío y amigos poderosos me han encargado ocultar, en lugar seguro, escritos importantes para el reino y para su propia seguridad. A esta hora probablemente los arqueros han salido a buscarme.
Siguiendo su propensión, empezaba a hinchar el personaje.
—Tenía veinte sitios donde refugiarme; pero he venido hacia vos, María; mi vida depende de vuestro silencio.
—Soy yo —dijo María— quien depende de vos, mi señor. Sólo confío en Dios y en el único hombre que me ha tenido en sus brazos. Mi vida es vuestra, vuestro secreto es el mío, yo os ocultaré lo que vos queráis que oculte, y callaré lo que vos queráis que calle, y el secreto morirá conmigo.
Las lágrimas nublaban sus pupilas azul oscuro.
—Lo que tengo que esconder —dijo Guccio— está en un cofrecito de plomo no mayor que mis manos. ¿Hay algún sitio por aquí…?
María reflexionó un instante.
—En el horno de la vieja estufa, quizá… —respondió—. No, todavía mejor en la capilla. Iremos mañana. Mis hermanos se van al alba a cazar, y mi madre los seguirá en seguida, pues debe ir a la ciudad. Si me quiere llevar, me quejaré de dolor de garganta. Vos fingid que dormís hasta muy tarde.
Guccio fue instalado en el piso, en la gran habitación limpia y fría que ya había ocupado. Se acostó con la daga al lado y la caja de plomo bajo la almohada. Ignoraba que, a aquella hora, los dos hermanos Marigny habían tenido ya su dramática entrevista, y que la ordenanza contra los Lombardos no era más que ceniza.
Lo despertó el ruido de la marcha de los hermanos. Acercándose a la ventana, vio cómo Pedro y Juan de Cressay montaban en dos malas jacas y salían al campo, cada uno con su halcón en el puño. Se cerraron las puertas. Poco después una vieja yegua gris, cargada de años, era aparejada para doña Eliabel que se alejó también, escoltada por un criado cojo.
Momentos después, María lo llamaba desde la planta baja y Guccio descendió con el cofre de plomo bajo la capa.
La capilla era una pequeña pieza abovedada, en el interior de la casa solariega, en la parte que miraba al este. Los muros estaban blanqueados con cal.
María encendió un cirio en la lámpara de aceite que ardía delante de una estatua de San Juan Evangelista, groseramente tallada en madera. En la familia de Cressay se daba siempre el nombre de Juan al hijo mayor.
María condujo a Guccio al lado del altar.
—Esta piedra se mueve —dijo señalando una pequeña losa que tenía una orilla oxidada.
A Guccio le costó algún trabajo desplazar la losa. A la luz del cirio vio un cráneo y trozos de osamenta.
—¿Quién es? —dijo, haciendo los cuernos con los dedos.
—Un abuelo; no sé cual.
Guccio colocó en el agujero, al lado del blancuzco cráneo, la caja de plomo; después, repuso la losa en su sitio.
—Nuestro secreto está sellado ante Dios —dijo María.
Guccio la abrazó y quiso besarla.
—No, aquí no —dijo ella temerosa—, en la capilla no.
Volvieron a la gran sala, donde una criada acababa de poner sobre la mesa el pan y la leche de la primera comida. Guccio se quedó de espaldas a la chimenea hasta que, ida la sirvienta, se le acercó a María.
Entonces enlazaron sus manos, María apoyó la cabeza en el hombro de Guccio, y se mantuvo así largo rato, estudiando, adivinando el cuerpo del hombre a quien, entre Dios y ella, se había decidido que pertenecería.
—Os amaré siempre, aunque vos dejarais de amarme —dijo.
Luego sirvió la leche caliente en las escudillas y partió el pan. Cada ademán suyo era un gesto de felicidad.
Transcurrieron cuatro días. Guccio acompañó a los hermanos a cazar y no se mostró torpe. Realizó algunas visitas a la factoría para justificar su presencia. Una vez se encontró con el preboste Portefruit, quien lo reconoció y lo saludó con servilismo. Esto lo tranquilizó. De haberse tomado alguna medida contra los Lombardos, messire Portefruit no se hubiera mostrado tan cortés. «Y pensar que el día menos pensado puede arrestarme —pensó—. Las libras que he traído servirán para untarle la mano».
Doña Eliabel, aparentemente, no sospechaba nada de lo que sucedía entre su hija y el joven sienés. Guccio quedó convencido de ello por la conversación que sorprendió entre la buena señora y su hijo menor. Guccio estaba en su cuarto del piso superior. Doña Eliabel y Pedro de Cressay hablaban junto al fuego, en la sala grande, y sus voces subían por la chimenea.
—En verdad, es una pena que Guccio no sea noble —decía Pedro—. Haría un buen esposo para mi hermana. Es apuesto e instruido, y goza de una situación como para desearla cualquiera… Me pregunto si no deberíamos considerar la conveniencia de…
A doña Eliabel no le gustó la sugestión.
—¡Jamás! —exclamó—. El dinero hace perder la cabeza, hijo mío. Ahora somos pobres, pero nuestra sangre nos otorga el derecho de concertar las mejores alianzas. No entregaré a mi hija a un mozo plebeyo, quién, además ni siquiera es de Francia. Ciertamente el doncel es agradable, pero que no se le ocurra galantear a María porque le llamaría en seguida al orden… ¡Un Lombardo! Por otra parte, ni siquiera piensa en ella. Si la edad no me volviera modesta, te confesaría que tiene mejores ojos para mí. Estoy segura que ésa es la razón por la cual se ha introducido aquí, como un injerto en el árbol.
Guccio, si bien sonrió al oír las ilusiones de la castellana, se sintió herido por el desdén con que miraba su condición de plebeyo y su oficio. «Esta gente nos pide prestado para comer, no paga sus deudas y todavía nos considera menos que a sus labriegos. ¿Y qué haríais sin los Lombardos, mi buena señora? —se decía, muy ofendido—. ¡Pues bien! ¡Tratad de casar a vuestra hija con un gran señor y ya veréis como lo toma ella!».
Al mismo tiempo sentía cierto orgullo por haber seducido a una joven de tan alta nobleza, y que aquella noche decidió casarse con María, a pesar de los obstáculos que pudieran oponerse.
Durante la siguiente comida, miraba a María y pensaba.
«¡Es mía! ¡Es mía!». Todo el rostro de María, sus hermosas pestañas arqueadas, sus pupilas punteadas de oro, sus labios entreabiertos, parecía responderle: «Soy vuestra». Y Guccio se preguntaba: «¿Cómo no lo ven los demás?».
A la mañana siguiente, encontró en Neauphle un mensaje de su tío en que le hacía saber que el peligro había pasado por el momento, y le pedía que regresara cuanto antes.
El joven, por lo tanto, debió anunciar que un asunto importante lo reclamaba en París. Doña Eliabel, Pedro y Juan dieron muestras de sentirlo mucho. María nada dijo y prosiguió la labor de bordado en que se ocupaba. Pero cuando estuvo a solas con Guccio, demostró su angustia. ¿Había ocurrido una desgracia? ¿Lo amenazaba algo?
Guccio la tranquilizó. Por el contrario, gracias a él, a ella y a los documentos ocultos en la capilla, los hombres que querían la ruina de los banqueros italianos estaban derrotados.
María estalló entonces en sollozos porque Guccio iba a marcharse.
—Vuestra partida será para mí como la muerte —dijo.
—Volveré en cuanto me sea posible —dijo Guccio.
Al mismo tiempo cubría de besos el rostro de María. La salvación de las compañías lombardas lo alegraba sólo a medias, hubiera querido que el peligro subsistiera.
—Volveré, hermosa María —repitió—. Os lo juro, pues nada deseo en el mundo más que vos.
Esta vez era sincero. Había ido allí en busca de refugio; y se marchaba con un amor en el corazón.
Como su tío no le hablara en su mensaje de los documentos escondidos, Guccio fingió entender que debía dejarlos en Cressay. De este modo tendría pretexto para volver.