Tolomei no durmió aquella noche. Se preguntaba: ¿Habrá prevenido Marigny a su hermano? ¿Le habrá confesado el arzobispo qué arma tengo en mis manos? ¿No obtendría durante la noche el asentimiento real y se me adelantará? ¿No se pondrán de acuerdo ambos hermanos para asesinarme?
Dando vueltas en su insomnio, Tolomei pensaba con amargura en ésa su segunda patria, a la que consideraba haber servido con su trabajo y su dinero. Puesto que se había enriquecido allí, estaba ligado a Francia más que a su Toscana, y la amaba verdaderamente, a su manera. ¡No sentir más bajo las suelas de sus zapatos el empedrado de la calle de los Lombardos, no escuchar la campana mayor de Notre Dame, no asistir más a las reuniones del Locutorio de los burgueses[37], no respirar más el olor del Sena! Todos esos renunciamientos desgarraban su corazón. «Recomenzar en otra parte una fortuna a mis años… ¡si es que me dejan con vida para comenzar!».
Sólo se adormeció al alba, pero en seguida fue despertado por los golpes de la aldaba y por unos pasos en el patio. Creyó que venían a arrestarlo y se precipitó sobre sus ropas. Apareció un criado, muy asustado.
—Monseñor, el arzobispo está abajo —dijo.
—¿Quién lo acompaña?
—Cuatro servidores con hábito, pero más parecen gente de prebostazgo que clérigos de cabildo.
Tolomei hizo una mueca.
—Abre los postigos de mi gabinete —dijo.
Monseñor Juan de Marigny subía ya las escaleras. Tolomei lo aguardó, de pie en el rellano. Delgado, con la cruz de oro golpeándole el pecho, el arzobispo se encaró al instante al banquero.
—Maese, ¿qué significa ese extraño mensaje que mi hermano me ha hecho llegar durante la noche?
Tolomei alzó sus manos regordetas y puntiagudas con ademán de pacificador.
—Nada que deba inquietaros, monseñor. No valía la pena que os molestarais. Yo habría ido, según mejor os conviniera, a vuestro palacio episcopal… ¿Queréis entrar en mi gabinete?
El criado acababa de quitar los postigos interiores, ornados de pinturas. Luego arrojó unas astillas sobre las brasas de la chimenea, aún rojas, y muy pronto chisporrotearon las llamas. Tolomei ofreció asiento a su visitante.
—¿Habéis venido acompañado, monseñor? —dijo—. ¿Era necesario? ¿Acaso no tenéis confianza en mí? ¿Suponéis que aquí corréis algún peligro? Debo deciros, en verdad, que me teníais habituado a otras maneras…
Su voz se esforzaba por ser cordial, pero su acento toscano era más marcado que de costumbre.
Juan de Marigny se sentó junto al fuego, tendiendo hacia el hogar su mano ensortijada.
«Ese hombre no se siente seguro de sí mismo y no sabe a qué atenerse conmigo —pensó Tolomei—. Llega con gran estrépito de hombres armados como si fuera a comérselo todo y luego se queda mirándose las uñas».
—Vuestra prisa en verme dio motivo a mi inquietud —dijo por fin el arzobispo—. Hubiera preferido elegir el momento de mi visita.
—Pero si lo habéis elegido, monseñor, lo habéis elegido… Vos recordaréis haber recibido de mí dos mil libras de anticipo sobre… ciertos objetos muy preciosos, provenientes de los bienes de los Templarios, que vos me confiasteis para su venta.
—¿Han sido vendidos? —preguntó el arzobispo.
—En parte, monseñor, en buena parte. Fueron enviados fuera de Francia, como convinimos, pues aquí no podíamos deslizarlos… Espero el estado de la cuenta, y confío que todavía quedará alguna cantidad para vos.
Tolomei, apoltronado en su silla y cruzadas las manos sobre el vientre, movía la cabeza con aire bonachón.
—¿Y el recibo que os firmé? ¿Lo precisáis todavía? —dijo Juan de Marigny.
Ocultaba su inquietud, pero la ocultaba mal.
—¿Tenéis frío, monseñor? Estáis pálido —dijo Tolomei, agachándose para echar un leño al fuego.
Luego, como si no hubiera oído la pregunta del arzobispo, añadió:
—¿Qué pensáis, monseñor, de la cuestión discutida esta semana en el consejo del rey? ¿Es posible que se proyecte robarnos nuestros bienes, reducirnos a la miseria, al destierro, a la muerte?…
—No estoy informado —dijo el arzobispo—. Son asuntos del reino.
Tolomei sacudió la cabeza.
—Ayer trasmití a vuestro hermano, el coadjutor, una propuesta cuyo significado creo que no acabó de entender. Es lamentable. Nos van a expoliar porque el reino está bajo de moneda, nosotros nos ofrecemos a servir al reino por medio de un préstamo enorme, monseñor, y vuestro hermano permanece mudo. ¿No os dijo nada? ¡Es lamentable, muy lamentable, en verdad!
Juan de Marigny se movió en su asiento.
—No puedo discutir las decisiones del rey, maese —dijo secamente.
—No es aún decisión del rey —replicó Tolomei—. ¿No podéis repetir al coadjutor que los Lombardos, obligados a dar su vida, que pertenece al rey, creedlo, y su oro, que le pertenece igualmente, querrían, si fuera posible, salvar la vida? Entiendo por vida el derecho a permanecer en este país. Ofrecen de buena gana lo que se pretende arrebatarles por la fuerza. ¿Por qué no escucharlos? Para esto, monseñor, deseaba veros.
Hubo un silencio.
Juan de Marigny, inmóvil, parecía mirar más allá de los muros.
—¿Qué me decíais hace un momento? —prosiguió Tolomei—. ¡Ah, sí… el recibo!
—Me lo vais a dar —dijo el arzobispo.
Tolomei se pasó la lengua por los labios.
—¿Qué haríais vos en mi lugar, monseñor? Imaginad por un momento…, es pura imaginación, ciertamente…, mas imaginad que os amenazan con vuestra ruina y que vos poseéis algo…, un talismán, eso es, un talismán, que puede serviros para evitar dicha ruina…
Fue hasta la ventana, pues había oído ruidos en el patio. Llegaron cargadores con cajas y envoltorios de telas. Tolomei calculó mentalmente el monto de las mercaderías que entraban en su casa aquel día, y suspiró.
—Sí…, un talismán contra la ruina —murmuró.
—No queréis decir que ese recibo…
—Sí, monseñor, quiero decirlo y lo digo —articuló Tolomei, con dureza—. Ese recibo prueba que habéis comerciado con los bienes del Temple secuestrados por la corona. Prueba que habéis robado, y habéis robado al rey.
Miró al arzobispo cara a cara. «La suerte está echada —pensó—. Veremos quién cede primero».
—¡Seréis considerado mi cómplice! —dijo Juan de Marigny.
—En tal caso, nos balancearemos juntos en Montfaucon como dos ladrones —respondió fríamente Tolomei—, pero no me balancearé solo.
—¡Sois un abominable pillo! —gritó Juan de Marigny.
Tolomei se encogió de hombros.
—Yo no soy arzobispo, monseñor, y no fui yo quien se apropió de las custodias de oro, en que los Templarios presentaban el Cuerpo de Cristo. Soy solamente un mercader y en este momento tratamos un negocio, os convenga o no. Ésta es la realidad de todas mis palabras. Nada de expoliación a los Lombardos, y nada de escándalo para vos. Pero si caigo, monseñor, también vos caeréis, y de más alto. Y vuestro hermano, que tiene demasiada fortuna para contar solamente con amigos, será arrastrado en pos de vuestra desgracia.
Juan de Marigny se había levantado. Estaba lívido. Su mentón, sus manos, todo su cuerpo temblaba.
—Devolvedme ese recibo —dijo, agarrando el brazo de Tolomei.
Éste se desprendió suavemente.
—No —dijo.
—Os reembolsaré las dos mil libras que me prestasteis —dijo Juan de Marigny— y podréis guardaros el fruto de la venta.
—No.
—Os daré otros objetos del mismo valor.
—No.
—Cinco mil. Os doy cinco mil libras por ese recibo.
Tolomei sonrió.
—¿De dónde las sacaréis? ¡Tendría que prestároslas yo!
Juan de Marigny, con los puños apretados, repitió:
—¡Cinco mil libras! ¡Las encontraré! ¡Mi hermano me ayudará!
—Pues que os ayude como yo os requiero —dijo Tolomei abriendo las manos—. Yo, por mi parte de la cuota, he ofrecido diecisiete mil libras al tesoro real.
El arzobispo comprendió que debía cambiar de táctica.
—¿Y si obtengo de mi hermano que seáis exceptuado de la ordenanza? Se os dejará toda vuestra fortuna y vender vuestros bienes inmuebles.
Tolomei reflexionó un instante. Le proponía la manera de salvarse, a él solamente. Todo hombre sensato, a quien se hace una tal proposición, la considera y tiene mucho mérito cuando la rechaza.
—No, monseñor —respondió—. Sufriré la suerte que se nos reserve a todos. No quiero recomenzar en otra parte y no tengo razones para hacerlo. Ahora pertenezco a Francia, tanto como vos. Soy burgués del rey. Quiero quedarme en París en esta casa que yo he construido. He pasado en ella treinta y dos años de mi vida, monseñor, y si Dios quiere, en ella la concluiré… Por otra parte, aunque tuviera el deseo de restituiros este recibo, no podría hacerlo. No está aquí.
—¡Mentís! —exclamó el arzobispo.
—No, monseñor.
Juan de Marigny se llevó la mano a la cruz pectoral, y la apretó como si fuera a romperla. Miró a la ventana; luego, a la puerta.
—Podéis llamar a vuestra escolta y hacer que registren la casa —dijo Tolomei—. Podéis hasta poner mis pies a quemar en la chimenea, como se hace en vuestros tribunales de la Inquisición. Haced todo el alboroto y el escándalo que queráis; pero saldréis de aquí como habéis venido, muera o no muera yo. Pero aunque yo muera, sabed que eso no os reportará bien alguno, pues mis parientes de Siena tienen orden, si me pasa algo anormal, de hacer llegar ese recibo al rey y a los grandes barones.
Dentro de su obeso cuerpo, el corazón le latía apresurado, y el sudor le corría por la espalda.
—¿En Siena? —dijo el arzobispo—. Pero vos me habíais asegurado que no saldría de vuestros cofres.
—No ha salido, monseñor. Mi familia y yo todo es lo mismo.
El arzobispo reflexionaba. En este momento comprendió Tolomei que había ganado, y que las cosas se desarrollarían como deseaba.
—¿Entonces? —preguntó Marigny.
—Entonces, monseñor —dijo Tolomei, con gran calma—, no tengo nada que añadir a lo que ya os he dicho hace un momento. Hablad con el coadjutor y apremiadlo para que acepte la oferta que le he hecho mientras aún sea tiempo. De lo contrario…
El banquero, sin terminar la frase, fue hasta la puerta y la abrió.
La escena que aquel mismo día se desarrolló entre el arzobispo y su hermano fue terrible. Dejando al descubierto su verdadero carácter, los dos Marigny, que hasta el momento habían marchado al unísono, se hicieron trizas uno al otro.
El coadjutor abrumó a su hermano menor con sus reproches y su desprecio, y el menor se defendió como pudo, cobardemente.
—¡Tenéis cara para recriminarme! —exclamaba—. ¿De dónde proceden vuestras riquezas? ¿De qué judíos desollados? ¿De qué Templarios quemados vivos? ¡No he hecho sino imitaros! ¡Os he servido bastante bien en vuestros manejos! Servidme ahora a mí.
—De haber sabido cómo erais, no os habría hecho arzobispo —dijo Enguerrando.
—No habríais encontrado a otro que condenara al gran maestre.
Sí, el coadjutor sabía que el ejercicio del poder obliga a infames colusiones. Pero le dolía comprobar, ahora, las consecuencias de ello en su propia familia. Un hombre que aceptaba vender su conciencia por una mitra, podía igualmente robar o traicionar. Y ese hombre era su hermano. Eso era la verdad.
Enguerrando de Marigny cogió su proyecto de ordenanzas contra los Lombardos y con rabioso ademán, lo arrojó al fuego.
—¡Tanto trabajo para nada! —dijo—. ¡Tanto trabajo!