III. LOS DOCUMENTOS DE UN REINADO

Una hora después de que Nogaret hubo entregado su alma, messire Alán de Pareilles, acompañado de Millard, secretario del rey, fue al palacio de Nogaret para apoderarse de todo documento, pieza o legajo que hubiera en la morada del guardasellos.

Luego el mismo rey acudió para hacer la última visita a su ministro. Permaneció sólo breves momentos junto al cadáver. Sus lívidos ojos contemplaban al muerto, sin pestañear, como cuando le hacía su pregunta habitual: «Vuestro consejo, Nogaret». Y parecía decepcionado de no recibir respuesta.

Aquella mañana Felipe el Hermoso no dio su diario paseo por calles y mercados. Volvió directamente a palacio, donde, ayudado por Millard, se dedicó a examinar los documentos traídos de casa de Nogaret, que habían sido depositados en su gabinete.

En seguida entró Enguerrando de Marigny en las habitaciones reales. El soberano y su coadjutor se miraron, y el secretario salió.

—Al cabo de un mes, el Papa —dijo el rey—, y un mes después, Nogaret…

Había angustia, casi congoja en la manera como pronunció tales palabras. Marigny tomó asiento donde el rey le designó. Guardó silencio un momento y luego dijo:

—Ciertamente, son extrañas coincidencias, sire. Pero cosas semejantes acontecen todos los días, que no os impresionan porque las ignoramos.

—Nos hacemos viejos, Enguerrando, y esto ya es bastante maldición.

Tenía cuarenta y seis años; Marigny, cuarenta y nueve. Pocos hombres alcanzaban la cincuentena en aquellos tiempos.

—Es preciso examinar todo esto —prosiguió el rey señalando los legajos.

Y se pusieron a trabajar. Una parte de los documentos serían depositados en los archivos del reino, en el mismo palacio[30]. Otros, sobre asuntos todavía en curso, serían conservados por Marigny o enviados a sus legistas; otros, en fin, por prudencia irían al fuego.

El silencio reinaba en el gabinete, turbado apenas por los lejanos gritos de los mercaderes, y el rumor de París. El rey se inclinaba sobre los abiertos legajos. Era todo su reinado lo que veía pasar de nuevo ente sus ojos, los veintinueve años, durante los cuales había tenido en sus manos la suerte de millones de hombres y había impuesto su voluntad a toda Europa.

Y de pronto, ese desfile de acontecimientos, de problemas, de conflictos, de decisiones, le parecía ajeno a su propia vida, a su propio destino. Diferente luz iluminaba ahora lo que había sido el trabajo de sus días y la preocupación de sus noches.

Porque descubría de golpe lo que los otros pensaban y escribían acerca de él; se veía desde el exterior. Nogaret había conservado cartas de embajadores, borradores de interrogatorios e informes policiales. De aquellas líneas surgía una imagen del rey que éste no conocía: la imagen de un ser lejano, duro, ajeno al dolor de los hombres, inaccesible a los sentimientos, una figura abstracta que encarnaba la autoridad en lo alto y el despego de sus semejantes. Sobrecogido de asombro leía dos frases de Bernardo de Saisset. Aquel obispo, origen del gran conflicto con Bonifacio VIII… Dos frases terribles que sobrecogían: «Aunque su belleza no tenga igual en el mundo, solo sabe mirar a las gentes en silencio. No es un hombre, ni una bestia, es una estatua».

Y leyó también estas palabras de otro testigo de su reinado: «Nada lo doblegará; es un rey de hierro».

—Un rey de hierro —murmuró Felipe el Hermoso—. ¿Tan bien he ocultado mis flaquezas? ¡Cuán poco nos conocen los demás, y qué mal juzgado seré!

Un nombre encontrado al azar le hizo recordar la extraordinaria embajada que había recibido a comienzos de su reinado. Rabban Kaumas, obispo nestoriano chino, había ido a Francia, enviado por el gran Khan de Persia, descendiente de Gengis Khan, para ofrecerle una alianza, un ejército de cien mil hombres y la guerra contra los turcos.

Felipe el Hermoso contaba entonces veinte años. ¡Qué seductor resultaba para un hombre joven ese sueño de una cruzada en la que participara Europa y Asia! ¡Una empresa digna de Alejandro! No obstante, aquel día eligió otro camino: no más cruzadas ni aventuras guerreras; quería dedicar todos sus esfuerzos a Francia y a la paz.

¿Había hecho bien? ¿Cuál habría sido su vida y qué imperio habría fundado de haber aceptado la alianza con el Khan de Persia? Por un instante soñó con la gigantesca reconquista de las tierras cristianas, que habría asegurado su gloria para los siglos venideros. Pero Luis XII y San Luis habían perseguido los mismos sueños que acabaron en desastre.

Volvió a la realidad. Cogió otro legajo. En él había una fecha: ¡1305! Era el año de la muerte de su mujer, Juana, que había aportado Navarra al reino; y a él, el único amor de su vida. Jamás deseó otra mujer, desde hacía nueve años que había muerto jamás miró a otras. Pero apenas se había quitado las ropas de luto cuando estallaron motines. París se sublevó contra sus ordenanzas, y tuvo que refugiarse en el Temple. Y al año siguiente, hacía detener a los mismos que lo habían acogido y defendido…

Nogaret había conservado sus notas sobre la marcha del proceso.

¿Y ahora? Después de tantos otros, la figura de Nogaret desaparecerá del mundo. Sólo quedaban de él esos legajos de escritura, testigos de su labor.

«¡Cuántas cosas duermen aquí! —pensó el rey—. ¡Cuántos procesos, torturas, muertes!».

Con los ojos fijos, meditaba.

«¿Por qué? —se preguntaba—. ¿Con qué fin? ¿Dónde están mis victorias? Gobernar es una obra sin final. Quizá me quedan sólo unas semanas de vida. Y ¿qué he hecho yo que tenga asegurada su permanencia después de mí…?».

Volvía a experimentar la gran ansiedad de acción que siente el hombre acosado por la idea de su propia muerte.

Marigny, con el mentón en la mano, permanecía inmóvil, inquieto por la preocupación del rey. Todo le había resultado relativamente fácil al coadjutor en el ejercicio de sus tareas y sus cargos. Todo, excepto comprender los silencios de su soberano.

—Hicimos que el Papa Bonifacio canonizara a mi abuelo el rey Luis —dijo Felipe el Hermoso—, pero ¿fue en realidad un santo?

—Su canonización fue útil al reino, sire —respondió Marigny—. Una familia real es más respetada si cuenta con un santo.

—Pero ¿era necesario, después, utilizar la fuerza contra Bonifacio?

—Se disponía a excomulgaros, sire, porque no practicabais en vuestros Estados la política que él deseaba. No habéis faltado a los deberes de rey. Permanecisteis en el lugar donde os puso Dios y proclamasteis que de nadie sino de Dios habíais recibido vuestro reino.

Felipe el Hermoso indicó uno de los rollos:

—¿Y los judíos? ¿No quemamos a demasiados? Son criaturas humanas, sufrientes y mortales como nosotros. Dios lo ordenaba.

—Seguisteis el ejemplo de San Luis, sire, y el reino necesitaba riquezas.

El reino, el reino, siempre el reino; en respuesta a todo acto, las necesidades del reino: «Era necesario para el reino… Debemos hacerlo por el reino».

—San Luis amaba a la fe y la grandeza de Dios. Pero yo ¿qué he amado? —dijo Felipe el Hermoso en voz baja.

—La justicia —dijo Marigny—, la justicia que es necesaria para el bien común y aniquila a todos los que no siguen la marcha del mundo.

—Muchos han sido a lo largo de mi reinado los que no siguieron la marcha del mundo. Y muchos más serán si se reúnen los de todos los siglos.

Levantaba los legados de Nogaret y los dejaba caer sobre la mesa, uno tras otro.

—Amarga cosa el poder —dijo.

—Nada es grande, sire, si no tiene su parte de hiel —respondió Marigny—. Nuestro Señor Jesucristo lo supo también. Habéis reinado con grandeza. Pensad que habéis agregado a la corona a Chartres, Beaugency, la Champaña, la Bigorrre, Angulema, la Marca, Douai, Montpellier, el Franco-Condado, Lyon y una parte de la Guyena. Habéis fortificado vuestras ciudades, como deseaba vuestro padre, nuestro señor Felipe III, para que no estén a merced de nadie de fuera o de dentro… Rehicisteis la ley siguiendo las leyes de la antigua Roma. Reglamentasteis el Parlamento, para que formulara mejores decretos. Conferisteis a muchos de vuestros súbditos la condición de burgueses del rey[31]. Liberasteis a vuestros siervos de muchos bailiazgos y senescalías. No, sire, os equivocáis al temer haber errado. Hicisteis de un reino desgarrado un país que comienza a tener un solo corazón.

Felipe el Hermoso se levantó. Lo tranquilizaba la inquebrantable convicción de su coadjutor y se apoyaba en ella para luchar contra una flaqueza que no era habitual en su carácter.

—Puede que estéis en lo cierto, Enguerrando. Mas si el pasado os satisface, ¿qué decís del presente? Ayer, muchos debieron se sometidos por los arqueros en la calle de Saint Merry. Leed lo que escriben los bailíos de la Champaña, de Lyon y de Orleáns. Por todas partes la gente se amotina, en todas partes se queja del encarecimiento del trigo y los magros salarios. Y los que se quejan, Enguerrando, no pueden comprender que lo que reclaman, y que no puedo darles, depende del tiempo y no de mi voluntad. Olvidarán mis victorias para recordar tan sólo mis impuestos y me acusarán por no haberlos alimentado durante toda la vida…

Marigny escuchaba, más inquieto ahora por las palabras del rey que por sus silencios. Jamás le había oído hablar tanto ni confesar tales incertidumbres, ni dejar traslucir tal desaliento.

Sire —dijo por fin—, es preciso atender a muchas cuestiones.

Felipe el Hermoso echó otra mirada a los documentos de su reinado, esparcidos sobre la mesa. Luego de pronto se irguió como si acabara de darse una orden.

—Sí, Enguerrando, es preciso —dijo.

Propio es de hombres fuertes no desconocer las dudas y titubeos, que son patrimonio común de la naturaleza humana, sino sobreponerse rápidamente a ellas.