I. LA CALLE DE LOS BORBONESES

No tardó más de ocho días el pueblo de París para tejer en torno a la condena de las tres princesas adúlteras una leyenda de lasciva y crueldad. Con imaginación callejera u jactancia de tendero, éste afirmaba saber la verdad de primera mano por un compadre suyo que llevaba los comestibles a la torre de Nesle, aquél tenía un primo en Pontoise… La imaginación popular se apoyaba sobre todo en Margarita y le asignaba un papel extravagante. Ya no se le atribuía un amante a la reina de Navarra, sino diez, cincuenta, uno por noche… Todos miraban, con multitud de historias una especie de temerosa fascinación, la torre de Nesle ante la cual velaba la guardia día y noche para ahuyentar a los curiosos. Porque el asunto no había terminado. Se encontraron varios cadáveres en aquellos parajes, y se decía que el heredero del trono atormentaba a los criados para hacerles confesar lo que supieran de la desvergüenza de su mujer, y más tarde tiraba sus cuerpos al Sena.

Una mañana, hacia tercia, la bella Beatriz de Hirson salió del palacio de Artois. Era a principios de mayo y el sol jugueteaba en los vidrios de las ventanas. Sin apresurarse, Beatriz recorría su camino satisfecha de sentir la caricia del viento tibio en la frente. Saboreaba el olor de la naciente primavera y sentía placer en provocar las miradas de los hombres, sobre todo si éstos eran de humilde condición.

Entró en el barrio de San Eustaquio y llegó a la calle de los Borboneses. Allí tenían su despacho los escribanos públicos así como también los comerciantes en cera, que fabricaban tablas de escribir al mismo tiempo que cirios, candelas y encáusticos. Pero en algunas trastiendas, a precio de oro y con infinitas precauciones, se vendían los ingredientes necesarios para la brujería: polvo de serpiente, sapos machacados, cerebros de gato, lenguas de ahorcados, pelos de rameras, así como también toda clase de plantas, cogidas en el momento preciso de la luna, para fabricar filtros de amor o venenos con que «fulminar» al enemigo. La llamaban también «calle de las brujas» a aquélla estrecha vía donde el diablo, en derredor de la cera, ejercía su comercio de materia prima de los sortilegios.

Con aire desenvuelto y mirada huidiza, Beatriz de Hirson penetró en una tienda cuya muestra era un gran cirio de palastro pintado.

La tienda era estrecha de fachada, larga, baja y sombría. Del techo pendían cirios de todos los tamaños, y sobre anchas tablas clavadas en los muros, haces de candelas se alineaban junto a los panes pardos, rojos o verdes que se utilizaban para los sellos. El aire olía fuertemente a cera y cualquier objeto resbalaba un poco en las manos.

El mercader, un viejecillo tocado con un bonete de lana cruda, hacía sus cuentas con ayuda de un ábaco. Al entrar Beatriz, una amplia sonrisa desdentada hendió su rostro.

—Maese Engelberto —dijo Beatriz—, vengo a pagaros el gasto de la casa de Artois.

—Buena idea, mi hermosa doncella, buena idea. Porque el dinero, estos días, corre más aprisa hacia fuera que hacia adentro. Mis proveedores quieren cobrar al momento. Y luego viene la «maltöte» que nos estrangula. Cuando vendo por una libra, tengo que pagar un denario. El rey gana más que yo sobre mi trabajo[26].

Buscó entre las tablillas de cuentas la correspondiente a la casa de Artois, y se la acercó a sus ojillos de ratón.

—Aquí veo cuatro libras y ocho sueldos, si no me he equivocado, y cuatro denarios —se apresuró a añadir, porque se había acostumbrado a cargar al comprador la dichosa «maltöte» de la que tanto se quejaba.

—Yo cuento seis libras —dijo dulcemente Beatriz, poniendo dos escudos sobre el mostrador.

—¡Ah! He aquí una buena costumbre. Así deberían hacer todos.

Se llevó las monedas a los labios, luego agregó con un guiño de complicidad.

—Sin duda, queréis ver a vuestro protegido. Estoy satisfecho porque es servicial y habla poco… ¡Maese Everardo!

El hombre que entró, procedente de la trastienda, cojeaba. Tenía unos treinta años, era delgado, aunque fornido, de rostro huesudo, y párpados hundidos y oscuros.

En seguida, maese Engelberto recordó una diligencia urgente.

—Echad el cerrojo tras de mí. Estaré ausente una hora —dijo al cojo.

Éste, cuando quedaron solos, cogió a Beatriz de las muñecas.

—Venid —le dijo.

La joven lo siguió al fondo de la tienda, pasó por debajo de una cortina que él alzó y halló en el depósito donde maese Engelberto guardaba los panes de cera en bruto, los toneles de sebo y los paquetes de machas. También se veía un estrecho jergón tendido entre una vieja arca y la salitrosa pared.

—Mi castillo, mi señorío, la comandancia del caballero Everardo —dijo con amarga ironía, señalando con ademán circular el sombrío y sórdido habitáculo—. Pero es mejor que la muerte, ¿verdad?

Luego, tomando a Beatriz por los hombros, la atrajo hacia sí:

—Y tú vales más que la eternidad —susurró.

La voz de Everardo era tan apresurada, como lenta y serena la de ella.

Beatriz sonreía con la expresión habitual con que se burlaba vagamente de los hombres y de las cosas. Experimentaba un perverso deleite al sentir que había seres que dependían de ella. Por otra parte, aquel hombre estaba doblemente a su merced.

Lo había encontrado una mañana, como fiera acosada, en un rincón de la cuadra de la mansión de Artois, tembloroso y desfallecido de miedo y de hambre. Antiguo Templario de una comandancia del norte de Francia, el tal Everardo había logrado evadirse de la prisión, la noche anterior al día en que iba a ser quemado. Escapó de la hoguera; pero no de la tortura. Recuerdo de los tres interrogatorios y de sus torturas era aquella pierna torcida para siempre, y el desvarío de su mente. Puesto que le habían roto los huesos para hacerle confesar prácticas demoníacas de las cuales era inocente, decidió, por represalia, entregarse al diablo. Al aceptar el odio perdido de la fe.

Soñaba sólo con brujerías, aquelarres y hostias profanadas. La calle de los Borboneses era su apropiado lugar. Beatriz lo colocó en casa de Engelberto que lo alojaba, lo alimentaba y, sobre todo, le proporcionaba una coartada ante el preboste. Así, Everardo, en su seboso antro, se creía verdadera encarnación de poderes satánicos, y se entregaba a esperanzas de venganza y visiones de lujuria.

Sin el tic nervioso que frecuentemente le deformaba bruscamente la cara, no hubiera estado desprovisto de cierto rudo atractivo. Su mirada tenía ardor y brillantez. Mientras recorría febrilmente con sus manos el cuerpo de Beatriz, complaciente siempre, ésta dijo:

—Debes estar contento. El Papa ha muerto.

—Sí… Sí… —dijo Everardo con alegría salvaje en la mirada—. Sus físicos le hicieron comer esmeraldas trituradas. ¡Buen revientatripas! Quienes quiera que sean, esos médicos cuentan con mi amistad. Comienza a cumplirse la maldición del gran maestre. Ya ha caído uno. La mano de Dios golpea rápidamente, cuando ayuda la mano del hombre.

—Y también la del diablo —dijo ella, sonriendo.

No parecía darse cuenta de que él le había levantado la falda. Los dedos barnizados de cera del ex Templario acariciaban un hermoso muslo firme, terso, cálido.

—¿Quieres ayudar a dar otro golpe? —prosiguió diciendo ella.

—¿A quién?

—A tu peor enemigo… al hombre a quien debes tu cojera.

—Nogaret… —murmuró Everardo.

Retrocedió un poco y la contracción deformó tres veces su rostro.

Ella se acercó entonces.

—Puedes vengarte si lo deseas —dijo—. ¿Acaso no es aquí donde se provee de luz? ¿No le vendéis las velas?

—Sí —dijo él.

—¿Cómo están hechas?

—Son candelas muy largas, de cera blanca con mechas que reciben un tratamiento especial para que despidan poco humo. También utiliza para su palacio largos cirios amarillos que llaman de legista. Éstos los emplea solamente cuando dedica la noche a escribir. Quema dos docenas por semana.

—¿Estás seguro?

—Su portero viene a buscarlas por gruesas —y señaló un estante—; mira, su próxima provisión está ya lista, y la de Marigny al lado, y la de Millard, secretario del rey. Con ellas alumbran los crímenes que fabrica su mente. ¡Ojalá pudiera escupirles encima el veneno del diablo!

Beatriz seguía sonriendo.

—Puedo procurártelo —dijo—. Conozco el medio de envenenar una bujía.

—¿Es posible? —preguntó Everardo.

—Quien durante una hora respira su llama no vuelve a ver otra sino la del infierno. Es un veneno que no deja rastro y no tiene remedio.

—¿Cómo lo sabes?

—¡Ah… eso! —dijo Beatriz, moviendo los hombros y entornando los párpados como si coqueteara—. Es un polvo que basta con mezclarlo a la cera…

—¿Y por qué deseas tú que Nogaret…? —preguntó Everardo.

Contoneándose con coquetería, ella respondió:

—Quizá, porque además de ti, hay otras gentes que también quieren vengarse. Nada arriesgas.

Everardo reflexionó un instante. Su mirada se volvió más aguda, más reluciente.

—En tal caso, apresurémonos —dijo, atropellándose al hablar—. Es posible que deba marcharme muy pronto. Sobre todo, no lo repitas… pero el sobrino del gran maestre, messire Juan de Lonnwy, ha comenzado a reunirnos. También él juró vengar la muerte de messire de Molay. No hemos muerto todos, a pesar del perro de Nogaret. Días pasados recibí la visita de uno de mis antiguos hermanos, Juan del Pré, quien me avisó que estuviera preparado para ir a Langres. Sería hermosa cosa llevar al señor de Lonnwy como presente el alma de Nogaret… ¿Cuándo podría tener esos polvos?

—Aquí están —dijo calmosamente Beatriz, abriendo su escarcela.

Tendió a Everardo un saquito que contenía dos sustancias mal mezcladas, una gris, cristalina, y la otra blancuzca.

—Esto es ceniza —dijo Everardo señalando el polvillo gris.

—Sí —respondió Beatriz—, la ceniza de la lengua de un hombre asesinado por Nogaret… La puse a secar en un horno a medianoche. Es para atraer al diablo. Esto es serpiente de Faraón[27] —dijo, indicando el polvillo blanco—. Sólo mata al arder.

—¿Y dices que poniendo estos polvos en una candela…?

Beatriz bajó la cabeza, asegurándolo. Everardo dudó un momento, su mirada iba del saquito a Beatriz.

—Pero es preciso que se haga delante de mí —dijo ella.

El antiguo Templario fue en busca del hornillo, y atizó los carbones. Luego sacó una de las bujías preparadas para el guardasellos, la puso en un molde u la hizo ablandar. Por último practicó una hendidura en la mitad, a lo largo de la bujía y derramó en su interior el contenido del saquito.

La joven mascullaba a su alrededor palabras de conjuro, en las que se oyó tres veces el nombre de Guillermo. Luego, el molde fue puesto al fuego, y después, en un cubo lleno de agua para enfriar la bujía.

La candela, rehecha, no presentaba signo alguno de la operación.

—Para un hombre habituado al manejo de la espada no es mal trabajo —dijo Everardo con semblante cruel, contento de sí mismo.

Y repuso la candela en el lugar de donde la había sacado, diciendo:

—Esperamos que sea buena mensajera de la eternidad.

La bujía envenenada, en medio del paquete, sin que nada la diferenciara de las otras, era algo semejante al premio mayor de una macabra lotería. ¿Qué día la sacaría de allí el criado encargado de reponer las velas en los candelabros del guardasellos real? Beatriz sonrió levemente, pero ya Everardo retornaba a su lado y la rodeaba con sus brazos.

—Puede que sea la última vez que nos veamos.

—Tal vez sí… tal vez no… —respondió ella.

Él la llevó hacia el camastro.

—¿Cómo hacías para conservarte casto cuando eras Templario? —preguntó Beatriz.

—Nunca pude conseguirlo —respondió él con voz sorda.

Entonces la hermosa Beatriz levantó los ojos a las vigas de las que pendían cirios de iglesia, y se dejó dominar por la sensación de que el diablo la poseía.

Por otra parte, ¿acaso Everardo no era cojo?