V. LA RUTA DE NEAUPHLE

Lo despertó una mano que se posó suavemente sobre su hombro. Estuvo a punto de cogerla y apretarla contra su mejilla…

Abriendo un ojo, vio ante sí la abundante pechera y el rostro sonriente de doña Eliabel.

—¿Habéis dormido bien, señor?

Era claro día. Guccio, un tanto confuso, aseguró que había pasado la mejor noche del mundo y que tenía prisa por asearse y vestirse.

—¡Me avergüenza verme así delante de vos! —dijo.

Doña Eliabel llamó al labriego cojo que había servido la mesa la noche anterior, y le ordenó que avivara el fuego y trajera un cuenco de agua caliente y algunas «telas», es decir, toallas.

—Antaño teníamos en el castillo una buena estufa, con una habitación de baños y otra para sudar —dijo ella—, pero se caía a pedazos, pues databa de los tiempos del abuelo de mi difunto y nunca tuvimos bastante para ponerla en buen estado. Ahora sirve para guardar la leña. ¡Ah, la vida no es fácil para nosotros, la gente del campo!

«Ya comienza a trabajar por el crédito», se dijo Guccio.

Tenía la cabeza algo pesada por el vino de la víspera. Preguntó por Pedro y Juan de Cressay. Habían salido de caza al alba. Con mayor vacilación inquirió por María. Doña Eliabel explicó que su hija había debido ir a Neauphle a efectuar algunas compras para la casa.

—Yo voy a salir para allá ahora mismo —dijo Guccio—. De haberlo sabido, la hubiera conducido en mi caballo y le habría evitado la pena del camino.

Guccio se preguntó si la castellana no había alejado deliberadamente a su gente, para quedar a solas con él. Tanto más que cuando el cojo trajo la vasija, de cuyo contenido derramó un buen tercio sobre el piso, doña Eliabel no se movió de la pieza y se puso a calentar las «telas» ante el fuego. Guccio aguardaba a que se retirara.

—Lavaos, mi joven señor —dijo ella—. Nuestras criadas son tan torpes que os arañarían al secaros. Y lo menos que puedo hacer es ocuparme de vos.

Tartamudeando frases de agradecimiento, Guccio se decidió a desnudarse hasta la cintura, y evitando mirar a la dama, se roció con agua tibia la cabeza y el torso. Era bastante delgado, como es frecuente a su edad, pero bien formado en su pequeña talla. «Menos mal que no ha hecho traer una cuba; a lo mejor hubiera tenido que meterme de cuerpo entero y desnudo ante sus ojos. Esta gente del campo tiene maneras muy curiosas».

Cuando hubo terminado, ella se le acercó con las toallas calientes y se puso a secarlo. Guccio pensaba que partiendo en seguida y a galope, todavía podría encontrar a María por el camino de Neauphle o en el burgo.

—¡Qué hermosa piel tenéis, señor! —dijo de pronto doña Eliabel con voz un poco temblorosa—. Muchas mujeres podrían envidiar esta suavidad… e imagino que habrá muchas que la apetezcan. Este hermoso color moreno ha de parecerles agradable.

Al mismo tiempo le acariciaba la espalda con la punta de los dedos a lo largo de las vértebras. La caricia hizo cosquillas a Guccio, que se volvió, riendo.

Doña Eliabel respiraba agitadamente. Su mirada era turbia y una rara sonrisa modificaba su semblante. Guccio se puso rápidamente la camisa.

—¡Ah! ¡Qué hermosa es la juventud!… —prosiguió diciendo doña Eliabel—. Al veros, apuesto que la disfrutáis bien y que sacáis provecho de las licencias que otorga.

La señora de Cressay calló un instante; luego, en el mismo tono de voz, le preguntó:

—Y bien, mi señor, ¿qué pensáis hacer con nuestro crédito?

«Ya salió», se dijo Guccio.

—Podéis pedirnos lo que os plazca —continuó ella—. Sois nuestro bienhechor y os bendecimos. Si queréis el oro que habéis hecho devolver a ese tunante de preboste, vuestro es, llevadlo; cien libras, si queréis. Pero bien veis nuestro estado, y nos habéis demostrado que tenéis corazón.

Al mismo tiempo lo contemplaba mientras él abotonaba sus calzas, circunstancia que no resultaba muy adecuada para discutir asuntos de negocios.

—Quien nos salva no puede perdernos —continuó diciendo doña Eliabel—. Vosotros, los de la ciudad, no sabéis cuán angustiosa es nuestra situación. Si no hemos pagado todavía a vuestro banco es porque no pudimos hacerlo. La gente del rey nos saquea, vos lo habéis comprobado. Los siervos no trabajan como antaño. Desde las ordenanzas[22] del rey Felipe, que los incita a rescatarse, la idea de su liberación les trabaja la cabeza; nada se obtiene de ellos y esos palurdos están dispuestos a considerarse de la misma raza que vos y que yo.

Hizo una pequeña pausa, que permitiera al joven Lombardo apreciar todo lo que ese «vos» y «yo» tenía de lisonjero para él.

—Agregad a eso que hemos tenido dos años de malas cosechas. Pero bastará, lo que quiera Dios, que la próxima sea buena…

Guccio, que sólo tenía la idea de encontrarse con María, trató de eludir la cuestión.

—No soy yo sino mi tío quién decide —dijo.

Pero se sabía ya derrotado.

—Podríais convencer a vuestro tío que no es una mala inversión. No encontrará deudores más honrados. Concedednos un año más, y os pagaremos cumplidamente los intereses. Hacedlo por mí y os quedaré muy agradecida —dijo doña Eliabel, asiendo las manos de Guccio.

Luego, con ligera turbación, agregó:

—Sabed, gentil señor, que desde vuestra llegada, ayer, ¡vaya, tal vez no debería decirlo, pero tanto da!, siento afecto por vos y no hay cosa que de mí dependa que no hiciera para veros contento.

Guccio no tuvo presencia de ánimo suficiente para decirle: «Pues bien, pagad la deuda, y me veréis contento».

Era evidente que la viuda estaba dispuesta a pagar más bien con su persona, y uno podía preguntarse si se aprestaba al sacrificio para alargar el crédito o si utilizaba el crédito para tener oportunidad de sacrificarse.

Y como buen italiano, Guccio pensó que sería placentero poseer a la madre y a la hija. Doña Eliabel tenía aún sus encantos, sus manos eran suaves y acariciadoras, y su pecho, aunque abundante, parecía conservar su firmeza. Pero sólo podía representar una diversión de propina por la que no había que perder la otra presa.

Guccio se arrancó de las obsequiosidades de doña Eliabel, asegurándole que se esforzaría por arreglar el asunto, mas para ello era preciso que corriera a Neauphle y hablara con el factor.

Salió al patio, se encontró con el cojo, a quien apremió para que le ensillara el caballo, montó y partió hacia el burgo. No vio rastro de María por el camino. Mientras galopaba, se preguntaba si verdaderamente la jovencita era tan hermosa como la viera la víspera, si no se habría equivocado con respecto a las promesas que había creído leer en sus ojos y por si todo aquello, que tal vez sólo fueran ilusiones de sobremesa, valía la pena de apresurarse tanto. Pues existen mujeres que cuando miran a uno parecen entregarse desde el primer momento, y luego resulta que es su expresión natural. Miran un árbol o un mueble de la misma manera y al fin nada conceden.

Guccio no vio a María en la plaza del burgo. Lanzó una ojeada a las callejuelas, entró en la iglesia, permaneció solamente el tiempo de persignarse y comprobar que no estaba allí y luego se dirigió a la factoría. Allí acusó a los dependientes de haberle informado mal. Los Cressay eran gente de calidad, solventes y honorables. Era preciso prolongarles el crédito. En cuanto al preboste. Era un rematado canalla… Mientras gritaba Guccio no dejaba de mirar por la ventana. Los empleados movían la cabeza al contemplar a aquel joven loco, que se desdecía hoy de lo dicho ayer y pensaban que sería una gran pena si el banco llegaba a caer en sus manos.

—Puede que venga a menudo; esta factoría necesita ser vigilada de cerca —les dijo, a manera de despedida.

Saltó a la silla y los guijarros volaron bajo las herraduras. «Tal vez haya tomado por un atajo», se decía. «En ese caso la encontraré en el castillo, pero será difícil verla a solas».

A poco de salir del burgo divisó una silueta que caminaba de prisa en dirección a Cressay, y reconoció en ella a María. Entonces, de golpe, oyó que los pájaros cantaban, notó que brillaba el sol y que en todos los árboles habían brotado tiernas hojitas. A causa de aquel vestido que caminaba entre dos verdes praderas, la primavera, desconocida por Guccio desde hacía tres días, acababa de florecer para él.

Acortó el paso del caballo al alcanzar a María. Ella lo miró, no con la sorpresa de encontrarlo, sino como si acabara de recibir el más hermoso presente del mundo. La marcha había coloreado su rostro y Guccio la halló más bella aún de lo que le había parecido la noche anterior.

Le ofreció llevarla a la grupa. Sonrió ella al asentir y sus labios volvieron a abrirse como un fruto. Guccio acercó su caballo al talud y se inclinó para ofrecer a María su brazo y su hombro. La joven era ligera, montó ágilmente y partieron al paso. Caminaron un rato en silencio. A Guccio le faltaba el habla. Charlatán como era, de pronto no encontraba nada que decir.

Sintió que María apenas osaba agarrarse a él para sostenerse. Le preguntó si estaba acostumbrada a montar de ese modo a caballo.

—Con mi padre y mis hermanos… solamente —respondió ella.

Nunca se había encontrado así, flanco contra espalda con un extraño. Se animó un poco y se afirmó fuertemente sobre los hombros del joven.

—¿Tenéis prisa por llegar? —preguntó él.

Ella no respondió y Guccio guió su caballo por un sendero.

—Vuestro país es hermoso —prosiguió tras nuevo silencio—, tan hermoso como mi Toscana.

No era sólo cumplido de enamorado. Guccio descubría, con embeleso, la dulzura de la campiña de la Isla-de-Francia. Su mirada se perdía en la azulada lejanía, en el horizonte de colinas cuya línea se hundía en la niebla, luego volvía a la hierba tupida de las praderas de los aledaños, a las grandes manchas de un verde más claro de los cultivos de cebada recién cosechada y a los setos de majuelo donde se abrían las yemas.

¿Qué torres eran aquellas que se veían hacia el sur, en el límite del paisaje, destacándose en medio de las ondulaciones verdes? María tuvo que hacer un esfuerzo para responder que eran las torres de Monfort-l’Amauri.

Experimentaba una mezcla de angustia y felicidad que le impedía hablar y pensar. ¿Adónde conducía aquel sendero? No lo sabía. ¿Hacia qué la llevaba aquel caballero? Tampoco lo sabía. Obedecía a algo que aún no tenía nombre, más fuerte que el temor de lo desconocido, más fuerte que los preceptos de la familia y las recomendaciones del confesor. Se sentía a merced de una voluntad extraña. Sus manos se crispaban un poco más sobre aquella capa, sobre la espalda de aquel hombre que en aquel momento, representaba, en medio de su zozobra, lo único cierto del universo.

El caballo, que iba a rienda suelta, se detuvo por propia cuenta para comer un retoño.

Guccio se apeó, tendió los brazos a María y la depositó en tierra. Pero no la soltó, y dejó las manos en torno a su cintura, que se asombró de encontrar tan estrecha y delgada. La jovencita permaneció inmóvil, prisionera, inquieta, entre las manos que la aferraban. Guccio comprendió que le era preciso hablar, pero sólo acudieron a sus labios las palabras italianas para expresar el amor:

Ti voglio bene, ti voglio tanto bene.

A María le bastó oír el tono de su voz para comprender el significado de lo que decía.

Bajo el sol, y viéndola de tan cerca, Guccio notó que las pestañas no eran doradas como le pareció a la víspera. María era castaña con reflejos rojizos, con tez de rubia y grandes ojos azules oscuros de amplio dibujo bajo el arco de las cejas. ¿De dónde provenía, pues, aquel brillo dorado que emanaba de ella? A cada instante, María se volvía a los ojos de Guccio más exacta, más real, y esa realidad mostraba su belleza cada vez con mayor perfección. La apretó más estrechamente entre sus brazos, y deslizó su mano, despacio, lentamente, a lo largo de la cadera, luego del corpiño, para seguir descubriendo la verdad de aquel cuerpo.

—No… —murmuró ella, apartándole la mano.

Pero como temiera decepcionarlo, volvió un poco el rostro hacia el suyo. Había entreabierto las labios y sus ojos estaban cerrados… Guccio se inclinó sobre aquella boca, sobre aquel fruto que tanto codiciaba. Permanecieron así largo rato, unidos uno al otro, en medio del piar de los pájaros, los ladridos lejanos de los perros y el gran latido de la naturaleza que parecía levantar la tierra bajo sus pies.

Cuando sus labios se separaron, Guccio observó el tronco negro y retorcido de un negro manzano que crecía cerca de allí y el árbol le pareció hermoso y lleno de vida, como no había visto otro hasta aquel día. Una urraca saltaba por la cebada naciente; el mozo de la ciudad estaba sorprendido de aquel beso en pleno campo.

—Habéis venido; por fin habéis venido —murmuraba María.

Quiso él volver a besarla, pero ella lo apartó.

—No, es preciso regresar —dijo.

Tenía la certeza de que el amor había entrado en su vida y por el momento se sentía colmada. No deseaba nada más.

Cuando de nuevo se halló en la grupa del caballo, detrás de Guccio, pasó el brazo en torno al pecho del joven sienés, posó la cabeza sobre el hombro y se abandonó de este modo al ritmo de la cabalgadura, unida al hombre que Dios le había enviado.

Paladeaba el milagro y sentía lo absoluto. Ni por un momento pensó que Guccio podía estar en un estado de ánimo diferente del suyo, ni que el beso que habían cambiado pudiera tener para él un significado distinto del que ella le atribuía.

Sólo se enderezó y adoptó la postura conveniente, cuando los techos de Cressay aparecieron en el valle.

Los dos hermanos habían regresado de la caza. A doña Eliabel no le satisfizo ver aparecer a María en compañía de Guccio. Aunque se esforzaran en no dejarlo traslucir, ambos jóvenes mostraban un semblante de felicidad que despechó a la gruesa castellana y le inspiró duros pensamientos sobre su hija. Pero no osó hacer ninguna observación en presencia del joven banquero.

—Encontré a vuestra hija María y le rogué que me hiciera conocer los contornos de vuestra heredad —dijo Guccio—. Poseéis una tierra rica.

Luego agregó:

—He ordenado que posterguen vuestro crédito hasta el año próximo. Espero que mi tío lo apruebe. ¡No se puede rehusar nada a tan noble dama!

Doña Eliabel cloqueó un poco y adoptó un aire de discreto triunfo.

Renovaron a Guccio sus muestras de gratitud, mas cuando anunció su intención de partir, nada hicieron por retenerlo. El joven lombardo era un caballero encantador y les había prestado un gran servicio… Pero, al fin y al cabo, no lo conocían. El crédito había sido prolongado y esto era esencial. Doña Eliabel no tendría que hacer gran esfuerzo para convencerse de que sus encantos personales habían ayudado a ello.

La única persona que deseaba de verdad que Guccio se quedara no podía ni osaba decirlo.

Para disipar la vaga tirantez que se produjo, obligaron a Guccio a llevarse un cuarto de cabrito muerto por los hermanos, y le hicieron prometer que volvería. El lo aseguró mirando a María.

—Volveré por el crédito, estad seguros de ello —dijo con voz jovial que quería disimular sus sentimientos.

Una vez atado su equipaje a la montura, trepó de nuevo a su caballo.

Viéndolo alejarse bajando hacia el Mauldre, la señora de Cressay lanzó un hondo suspiro y dijo a sus hijos, menos para ellos que para dejas volar sus ilusiones.

—Hijos míos, vuestra madre sabe aún cómo hablar a los jóvenes. Con éste realicé una buena faena. Si no llego a hablarle a solas, hubierais visto cuán áspero de volvía.

María había entrado ya en la casa por temor a traicionarse.

Galopando por la ruta de París, Guccio se consideraba un irresistible seductor a quien le bastaba presentarse en los castillos para cosechar corazones. Tenía grabada en su mente la imagen de María en el campo de manzanos, cerca de la ribera. Y se proponía regresar a Neauphle muy pronto, tal vez dentro de pocos días.

Llegó a la calle de los Lombardos a la hora de cenar, y habló con su tía Tolomei hasta hora avanzada. Éste aceptó, sin más, las explicaciones que Guccio le dio respecto al crédito. Tenía otras preocupaciones en la mente pero pareció interesarse mucho por los manejos del preboste Portefruit.

Durante toda la noche, en sueños, Guccio tuvo la sensación de que sólo podía pensar en María. A la mañana siguiente ya pensaba en ella poco menos.

Conocía en París a dos esposas de mercaderes, lindas burguesitas de veinte años, que no se mostraban esquivas con él. Al cabo de días había olvidado su conquista de Neauphle.

Pero los destinos se forjan lentamente y nadie sabe cuál de sus actos sembrados al azar ha de germinar para desarrollarse como un árbol. Nadie podía imaginar que el beso cambiado a orillas del Mauldre conduciría a la bella María hasta la cuna de un rey.

En Cressay, María empezaba a esperar.